Papá nunca me decepcionó
¿Recuerdas haber sido llevado en los brazos de tu padre? ¿No?
Eso es porque mi padre todavía me estaba levantando cuando estaba en la universidad. Mira, no puedo caminar. Nunca podría, nunca lo haré. Nací con una debilidad neuromuscular genética llamada atrofia muscular espinal. Tengo sensibilidad completa, una boca grande y obstinada, y cero músculos.
Alto y de anchos hombros como es, papá sólo dejó de levantarme cuando la espalda ya no se lo permitió. Y me fui de la casa, aunque no por esa razón. Tenía 21 años.
Antes de obtener mi primera silla de ruedas, a los 4 años, me movía principalmente en la delgada cadera de mi madre. Pero después de eso, a medida que fui creciendo, papá se hizo cargo de moverme dentro y fuera de mi silla, la bañera, el auto y otros lugares. Todavía estaría haciéndolo, puedo decir que quiere por la forma en que a veces me busca, pero ahora tiene 90.
Nunca he sido tan pesado (90 libras en la actualidad) debido a mi falta de musculatura. Mi pequeña esposa puede levantarme. Aún así, recuerdo que me sentí especialmente seguro abrazado por papá. Incluso cuando casi me le salgo de control en un parque de diversiones hace una vida, una historia que con frecuencia cuenta con horror. Mi recuerdo: él aguantó; yo estuve a salvo.
He pensado mucho sobre lo que hace que el padre ideal para un niño en una silla de ruedas. Papá, un erudito Fulbright educado en Harvard, podría parecer un candidato poco probable.
Antes de mi nacimiento, abandonó la academia para convertirse en el primer editor de una revista incipiente que pronto se conocerá en todo el mundo como GQ. (Aún lo llama “Gentlemen’s Quarterly”). No sabía nada de moda, pero poseía un sentido definido de lo que significaba ser un caballero. Y eso fue un buen augurio para mí.
De los 13 años que permaneció en GQ (antes de metamorfosearse, de nuevo, en periodista financiero), su mayor orgullo no fueron sus encuentros con celebridades, aunque me encanta escuchar sobre el desdén que mostraba Fred Astaire al ser fotografiado como modelo de ropa, la insistencia de Gary Grant en que la guerra era causada por la frustración sexual y cómo Farley Granger le tiró onda a papá.
Más bien, papá enfatiza el haber sido uno de los primeros editores de George Plimpton (en octubre de 1958 y abril de 1959), Joan Didion (en octubre de 1959 y octubre de 1962) y Joseph Heller (en diciembre de 1959).
Para él, un caballero no sólo debe estar bien vestido sino bien leído. Esa fue una lección clave para mí, a quien la ropa nunca encajaba bien debido a mis miembros flacos y columna vertebral escoliótica. Me dijo que, sin embargo, podría traer algo valioso a la mesa. Mis ideas. Mi ingenio.
Durante mi infancia, papá siempre estuvo dispuesto a experimentar. Estuvo atento a los artilugios que podrían ayudarme a realizar las tareas diarias. Hasta hoy, soy un entusiasta usuario de los últimos dispositivos de asistencia de alta tecnología.
No es que las cosas siempre fueran buenas entre nosotros. Mirando hacia atrás, veo que a papá le costó aceptar mi discapacidad. Por un tiempo, se fue por un agujero de conejo –como Alicia en el País de las Maravillas– de locura pseudomédica en busca de una cura. (No hay ninguna). Me llevó con un espiritualista que prometió comunicarse con el Otro Lado en mi nombre. Y casi fuimos a Europa para un trasplante experimental de células de oveja, que pretendía ayudar a generar nuevas neuronas motoras. (Todavía tengo sus notas extensas sobre el proyecto).
Loco, sí. Pero como padre que soy ahora mismo, sólo puedo aplaudir sus esfuerzos. Si él nunca será exactamente un defensor del orgullo por la discapacidad, siempre ha sido un defensor para mí.
Mi madre fue igualmente solidaria, sin dudas. Pero la insistencia de papá de que las cosas pueden y deben ser mejores se convirtió para mí en una chispa transformadora. Me impulsó a seguir luchando, a demostrar que los pesimistas estaban equivocados.
Reconozcámoslo: soy un lisiado que no puede rascarse la nariz. Sin embargo, eso nunca me definirá.
Papá no solo tenía confianza en mi potencial; él me inculcó una gran sensación de ambición, un hambre por lograr. Esto lo atribuyo, en parte, a ayudarme a graduarme de Harvard (como papá), a mudarme a otro país, a casarme y tener hijos, y a escribir artículos como este.
Muchas otras personas con discapacidad que he conocido me dicen que sus padres o los desalentaron de tratar de llevar una vida normal, por miedo a la desilusión, o establecieron expectativas inalcanzables. Los resultados son los que cabría esperar Estoy eternamente agradecido de que mi educación haya estado en algún punto intermedio.