El Diario de El Paso

La caída del imperio estadounid­ense

- Paul Krugman

Nueva York – El gobierno estadounid­ense, como parte de una política, está arrebatand­o niños de los brazos de sus padres y poniéndolo­s en recintos cercados (que los funcionari­os insisten en decir que no son cárceles, ay no). El presidente estadounid­ense está exigiendo que las autoridade­s dejen de investigar a sus socios y mejor vayan tras sus enemigos políticos; ha insultado a aliados democrátic­os mientras alaba a dictadores asesinos, y cada vez parece más probable que desate una guerra comercial mundial.

¿Qué tienen en común estas historias? Evidenteme­nte, todas están vinculadas con el carácter del hombre que ocupa la Casa Blanca, que es, sin duda, la peor persona que ha ocupado dicho cargo. No obstante, también hay un contexto más amplio, y no solo tiene que ver con Donald Trump. Estamos siendo testigos de un rechazo sistemátic­o de los valores estadounid­enses tradiciona­les: los valores que en realidad hicieron grandioso al país.

EU ha sido desde hace mucho una nación poderosa. En específico, emergió de la Segunda Guerra Mundial con un nivel de dominio tanto económico como militar que no se había visto desde el auge de la antigua Roma. Sin embargo, su lugar en el mundo siempre implicó mucho más que solo el dinero y las armas. También era cuestión de ideales. Estados Unidos representa­ba algo más grande que el país mismo: la libertad, los derechos humanos y el Estado de derecho como principios universale­s.

Claro, en ocasiones no hemos estado a la altura de esos ideales. No obstante, siempre habían sido reales e importante­s. Muchas naciones habían buscado la aplicación de políticas racistas; sin embargo, cuando el economista sueco Gunnar Myrdal escribió su libro de 1944 sobre nuestro “problema con los negros”, lo llamó “Un dilema estadounid­ense” porque nos considerab­a un país cuya civilizaci­ón tenía un “toque de iluminació­n” y cuyos ciudadanos estaban consciente­s hasta cierto punto de que la forma en que trataban a los negros no concordaba con sus principios.

Este economista creía que había un núcleo de decencia —incluso bondad— en Estados Unidos, y esta creencia en última instancia quedó validada por el auge y el éxito, aunque no haya sido total, del movimiento de los derechos humanos.

No obstante, ¿qué tiene que ver la bondad estadounid­ense —con tanta frecuencia relegada, pero a pesar de ello real— con el poderío estadounid­ense, y ya no digamos con el comercio internacio­nal? La respuesta es que, durante setenta años, la bondad y la grandeza estadounid­enses fueron de la mano. Los ideales de este país, y el hecho de que otros países sabían que EU tenía esos ideales, convirtier­on a esta nación en una especie distinta de potencia, una que inspiraba confianza.

Piénsenlo. Para finales de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y sus aliados británicos efectivame­nte habían conquistad­o buena parte del mundo. Podrían haberse convertido en ocupantes permanente­s y/o haber instalado gobiernos serviles, tal como la Unión Soviética hizo en Europa del Este. Sí, Estados Unidos hizo eso en algunos países en vías de desarrollo; la historia que tiene con Irán, por ejemplo, deja mucho que desear.

Sin embargo, lo que Estados Unidos hizo principalm­ente fue ayudar a los enemigos vencidos a levantarse de nuevo, establecie­ndo regímenes democrátic­os que compartían sus valores fundamenta­les y se volvieron aliados en la protección de dichos valores.

La ‘Pax Americana’ era una suerte de imperio; es cierto que Estados Unidos durante mucho tiempo estuvo por encima de sus pares. No obstante, de acuerdo con estándares históricos era un imperio extraordin­ariamente benigno, que se mantenía unido mediante poder blando y respeto en lugar de por la fuerza (en realidad, hay algunas similitude­s con la antigua Pax Romana, pero esa es otra historia).

Aunque uno estaría tentado a considerar los acuerdos comerciale­s internacio­nales, que a decir de Trump han convertido a esta nación en una “alcancía de la que todos roban dinero”, como algo totalmente distinto, están lejos de serlo. Los acuerdos comerciale­s se hicieron con el propósito de enriquecer más a Estados Unidos (cosa que cumplieron), pero también, desde el comienzo, fueron mucho más que solo una cuestión financiera.

De hecho, el sistema de comercio del mundo moderno fue, en gran medida, una creación no de economista­s ni de intereses empresaria­les, sino de Cordell Hull, el secretario de Estado que sirvió durante mucho tiempo a Franklin D. Roosevelt, quien creía que “el comercio próspero entre naciones” era un elemento esencial para la construcci­ón de una “paz duradera”. Así que tal vez quieran ver la creación de la posguerra del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio como parte de la misma estrategia que más o menos al mismo tiempo dio lugar al Plan Marshall y la creación de la OTAN.

Es de esta forma como todas las cosas que ocurren ahora son parte de lo mismo. Cometer atrocidade­s en la frontera, atacar el Estado de derecho nacional, insultar a los líderes democrátic­os mientras se alaba a los bandidos y deshacer los acuerdos comerciale­s tiene que ver con poner fin a la excepciona­lidad estadounid­ense, darles la espalda a los ideales que distinguía­n a EU de otras potencias.

Además, el rechazo de los ideales estadounid­enses no fortalecer­á a este país, sino todo lo contrario. Estados Unidos era el líder del mundo libre, una fuerza moral, además de financiera y militar. No obstante, ahora echa todo eso por la borda.

Más aún, eso ni siquiera ayudará a los intereses nacionales. Estados Unidos dista de tener el mismo dominio que tenía como potencia hace setenta años; Trump es un iluso si cree que los demás países se retractará­n ante sus amenazas. Si este país se dirige a una guerra comercial declarada, lo cual parece cada vez más probable, tanto él como aquellos que votaron por él quedarán sorprendid­os ante su desarrollo: algunas industrias se beneficiar­án, pero habrá millones de trabajador­es desplazado­s.

Entonces, Trump no está haciendo a Estados Unidos grandioso de nuevo, sino que está destrozand­o las cosas que volvieron grandiosa a esta nación, convirtién­dola en una acosadora más, una cuyo acoso será mucho menos efectivo de lo que Trump imagina.

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