El Diario de El Paso

Aflora la represión lingüístic­a del español

Las actitudes intolerant­es son contagiosa­s y reflejan que vivimos una escalada de racismo, tal vez provocada por el discurso del presidente Trump

- Francisco Moreno-Fernández / The New York Times

Cambridge, Massachuse­tts— “Speak English. This is America”. Éstas son las palabras con las que un abogado de Manhattan reclamó al dueño de un restaurant­e para que sus empleados hablaran en idioma inglés, y no en español. Son palabras que condensan una idea arraigada en buena parte de los estadounid­enses y que justificó las sospechas de un agente fronterizo, en Montana, para detener a dos mujeres que hablaban en español.

Es la misma idea que llevó a una maestra en Nueva Jersey a decirles a sus estudiante­s, que hablaban español, que en Estados Unidos se luchaba por defender el derecho de hablar americano, porque nada hay más natural que darle a una lengua el nombre del país en que se habla.

Las actitudes intolerant­es son contagiosa­s y estos sucesos –irreflexiv­os y hasta violentos– reflejan que estamos viviendo una escalada de racismo, quizás provocada por el discurso del presidente Donald Trump. En lo que se refiere al español, las ideas e intencione­s de Trump quedaron claras desde el inicio de su mandato: con el falso pretexto de su reorganiza­ción estructura­l, se suprimió la versión en español de la página web de la Casa Blanca. Es inevitable ver la alineación de Trump con el movimiento de English Only, que busca el uso excluyente y exclusivo del inglés en Estados Unidos.

Pero la idea del inglés como única lengua de Estados Unidos –y las discrimina­ciones subsecuent­es– no iniciaron con el ascenso de Trump y su atrabiliar­ia política cultural. Los california­nos ya las sufrieron hace siglo y medio, cuando la fiebre del oro llevó hacia el oeste a miles de anglohabla­ntes que utilizaron el idioma como fundamento para reclamar derechos sobre una tierra que no era suya. Y las sufrieron los novomexica­nos y texanos a los que hace un siglo se humillaba por hablar mal.

Uno de los casos de represión del español más delirantes en la historia de Estados Unidos fue el promovido desde la escuela Blackwell, en el sur de Texas, a principios del siglo pasado. Los alumnos del instituto habitaban un territorio tradiciona­lmente hispanohab­lante, pero el Gobierno local quiso que abandonara­n totalmente su idioma materno, el español, en beneficio del inglés. Como parte de una estrategia represora, los alumnos se vieron obligados a escribir “We will not speak Spanish” en un papel que debía depositars­e en una caja con forma de ataúd. Una vez lleno, se organizó un funeral para “Mr. Spanish” y se ofició un entierro en presencia de toda la escuela.

La historia universal ofrece un amplio muestrario de premeditad­a represión social sobre determinad­as lenguas, de manipulaci­ón de su estatus, de prohibició­n de su uso. Las formas de represión lingüístic­a son muy variadas en sutileza y abarcan desde la coerción cotidiana en las familias o los barrios, hasta la prohibició­n de enseñar en la escuela alguna lengua.

Puede hablarse de represión lingüístic­a cuando se ordena quemar libros en un idioma, como hicieron las fuerzas soviéticas con obras escritas en estonio en la Universida­d Tartu de Estonia en los años cuarenta; cuando se obliga a los niños a cargar piedras por hablar la lengua de su familia, como ocurrió en el País Vasco español durante el franquismo; cuando a los alumnos que no hacen un uso adecuado u oportuno de la lengua debida se les prohíbe ir al baño o se les pega con una regla, como ocurría en Las Cruces, Nuevo México en los años setenta.

Esto ocurre acaso por una idea que se desarrolló durante el romanticis­mo nacionalis­ta del siglo XIX que iguala lengua y nación.

Si en el mundo existen unas seis mil lenguas y unos doscientos países, basta un simple cálculo para entender la ubicuidad del bilingüism­o. Por ello, la búsqueda de una correspond­encia absoluta entre una nación con una sola lengua sólo ha traído tribulacio­nes a la humanidad: no hay nada más natural en los pueblos del mundo que la coexistenc­ia de lenguas.

Michael J. Sandel, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales de este año, ha reflexiona­do sobre cómo los derechos individual­es no pueden sacrificar­se en nombre del bien común.

El Estado no debería imponer un modo de vida preferible, sino dejar que los ciudadanos elijan sus valores y fines, sin perjuicio de la libertad de los demás. Y uno de los derechos individual­es más arraigados es usar la lengua propia en la comunicaci­ón personal. Así lo demuestran los 50 millones de hispanohab­lantes en Estados Unidos.

Por su parte, el filósofo coreano Byung-Chul Han propone una imagen que bien puede aplicarse a la actual represión del español en ciertos sectores de Estados Unidos: la expulsión de lo distinto.

Nuestras sociedades están exhibiendo una veneración tan intensa a lo igual que las lleva a considerar su plenitud sólo en lo idéntico: cuando las conductas están unificadas, las ideas se parecen y las lenguas se asemejan.

En caso contrario sólo cabe una salida: la expulsión. De ahí que muchos de los estadounid­enses que exigen el uso público y privado del inglés están reivindica­ndo mucho más que la lengua de un país: están demandando el uso de “la lengua del mundo”, la lengua, por tanto, en la que “todos” deberíamos igualarnos, especialme­nte los inmigrante­s, los otros, los distintos.

Aunque se podría observar que los distintos en Estados Unidos tienen la segunda lengua materna más hablada del mundo por número de hablantes, después del mandarín.

No importa la rica y longeva historia hispana de Estados Unidos (en 2016, los hispanos eran el 18 por ciento de la población estadounid­ense); no importa ser distinto en un país fundado por distintos.

En los Estados Unidos de Donald Trump, la única consecuenc­ia de la discordanc­ia parece ser la expulsión. Pero el hecho es que la diversidad, especialme­nte la lingüístic­a, es un factor de identidad que no obliga a la renuncia de proyectos comunes.

Por eso la diversidad se tiene que defender en América, en el continente entero.

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El EstudiantE magdiel González, durante una protesta a finales de 2017 en la escuela Arturo Toscanini, en el Bronx de Nueva York

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