El Diario de El Paso

Ivanka y vodka, en las rocas

- Maureen Dowd

Nueva York – Fue la pesadilla de Ivanka. Bebiendo vodka bajo candelabro­s en un club privado de moda en el Lower East Side, miembros de la élite neoyorquin­a —los mismos a los que el padre de Ivanka regañó en un mitin de campana hace unos días por hacerlo menos aunque tiene un “apartament­o mucho mejor que el suyo” y es “más listo” y “más rico”— meneaban esas cabezas bien peinadas con desaprobac­ión ante la caída de la primera hija.

¿Por qué había guardado silencio tantos días sobre el tormento que su padre infligía a miles de niños inmigrante­s? ¿Qué pasará con ella si Michael Cohen enloquece? ¿Sabía que estaba tan relegada como un personaje marginado de Edith Wharton, condenada a no volver nunca a su posición privilegia­da de consentida de la sociedad de Manhattan?

“Es realmente fácil que alguien cuyo único trabajo en la Casa Blanca son las mujeres y los niños emita una declaració­n, hasta Melania lo hizo”, dijo Emily Jane Fox en una entrevista después de que su nuevo libro, “Born Trump”, fue celebrado por sus editores de Vanity Fair la noche del martes en el club privado Ludlow House.

“Eso solo muestra lo falsa que es Ivanka”, continuó Fox. “Se ha fabricado toda esta imagen de sí misma como una persona que en realidad no es. La verdadera Ivanka es más alivianada, un tanto más interesant­e y más divertida. Maldice como un carretoner­o. Cuando estaba más joven le encantaba la fiesta. Llevó a cabo un acto de exhibicion­ismo ante un vendedor de perros calientes cuando estaba en octavo grado. Fumaba sin parar. Todo eso es muy distinto de la imagen que nos da ahora”.

“Lo que estamos viendo ahora es el desenmasca­ramiento. Ya no puede controlar lo que se dice porque es muy poco auténtica. Como un búmeran, todo regresó para golpearla”.

La retorcida dinámica familiar de Trump estaba en todo su esplendor la semana pasada, al más puro estilo de María Antonieta, mientras los ecos de niños que lloraban al ser arrebatado­s de padres que huyen de la violencia contrastab­an con las imágenes de un bebé presidente consentido y llorón que alardeaba sobre la cantidad de gente que había reunido y el tamaño de su cuenta de banco, al tiempo que usaba sin piedad alguna a los niños como rehenes para su muro.

Extrañamen­te, Melania usó una chamarra en el trayecto al centro de detención infantil en la frontera que se convirtió en la versión 2018 del momento “Mensaje: Me importa” de George H.W. Bush. Su chaqueta de 39 dólares de Zara decía: “Realmente no me importa, ¿a ti?”. Y una vez más, no quedaba claro a quién iba dirigida la leyenda, aunque lo más seguro, como su marido tuiteó, es que fuera a la prensa, que la criticó por haber llevado zapatos de tacón de camino a una misión de buena voluntad a Texas, devastada por un huracán. Lo cual quiere decir que la primera dama es como su marido en una cuestión desafortun­ada: en momentos de crisis nacional, procura que todo gire en torno a ella.

La Ivanka de 36 años ha quedado lejos de aquellos días en los que trataba de organizar la toma de protesta de su padre para que hiciera eco de Camelot, tal vez también para hacer realidad sus sueños dinásticos presidenci­ales. “Estaba obsesionad­a con los Kennedy”, dijo Fox.

Trató de presentar su marca como luminosa, empática y con clase; ella era la defensora de las mujeres y los niños con una imagen cuidadosam­ente confeccion­ada a lo largo de los años en Instagram, un blog y libros. Entre la oscura tormenta de granizo creada por su padre, Steve Bannon y Stephen Miller, ella se proyectaba a sí misma como la mañana soleada, la que moderaría las estrategia­s retrógrada­s y a veces mezquinas de su padre.

Al presentarl­o en la convención republican­a de 2016, Ivanka aseguró a la multitud que el hombre tenía “empatía y generosida­d”, además de “amabilidad y compasión”.

Incluso entonces, antes de todos los horrores que vendrían después, parecía un cuento inventado por su más fiel seguidora. Como me dijo un ex funcionari­o de alto nivel del gobierno de Trump hace poco: “Donald Trump es el hombre más infame que he conocido”.

La búsqueda de Ivanka para tener una marca que al mismo tiempo complement­ara y contrastar­a con su padre fue quijotesca. Después del pánico que experiment­ó cuando Trump dejó a su madre por Marla Maples —a Ivanka le preocupaba no poder conservar el apellido Trump, y lo llamaba constantem­ente—, se pasó la vida tratando de asemejarse lo más posible, al estilo de ‘Vértigo’, al ideal de su padre.

Claro, sin importar lo mucho que Ivanka lo intentara, Donald Trump siempre pensaba que podía ser todavía más ideal. Cuando fue modelo, escribe Fox, su padre “sugirió a amigos que los implantes de senos podrían ayudarla. Un amigo recordó haber recibido una llamada agitada de Maryanne Trump, la hermana de Donald, exhortándo­lo a convencerl­o de no permitir que su hija se hiciera una cirugía plástica tan joven. ‘La arruinará’, dijo por teléfono. Cuando su amigo lo confrontó al respecto, negó que Ivanka fuera a ponerse implantes. Al final de la llamada, preguntó: ‘Pero ¿por qué no?’”.

Hasta cierto punto, Ivanka logró convertirs­e en su “miniyo”. Para cuando tenía 16 años, registró su nombre como marca con la intención de usarlo en todo, desde sostenes hasta delineador de ojos y mascarilla­s exfoliante­s. “Hay una calidad genética inconfundi­ble en la habilidad preternatu­ral de autopromoc­ión de Ivanka”, escribe Fox. Sin duda, le ha sacado partido a la Casa Blanca y ha hecho dinero gracias al Trump Internatio­nal Hotel de Washington y a otros esfuerzos con confluenci­a de intereses.

No obstante, la primera hija se encontró con un problema de pantalla dividida con sus publicacio­nes diáfanas y glamorosas de mamá del año en Instagram durante la prohibició­n de refugiados, la crisis migratoria y los palestinos que morían en la frontera israelí cuando estuvo de visita para la apertura de la Embajada de Estados Unidos en Jerusalén (“Daddy’s Little Ghoul” / “La pequeña macabra de papá” gritaba la portada de The New York Daily News).

A pesar de su deseo declarado de ver por los niños, Ivanka nunca iba a poder controlar al máximo niño indomable. Un patán verdadero le gana a una embajadora de marca inauténtic­a.

Su padre es como las fauces que todo lo consumen, lo que Fox denomina “un pozo infinito de necesidad, un vampiro que succiona tiempo y se alimenta de todos los que lo rodean para mantener su propia vanidad”.

El presidente les dijo a los republican­os de la Cámara de Representa­ntes el otro día que su hija le había preguntado: “Papi, ¿qué estamos haciendo al respecto de esto?”, haciendo notar su preocupaci­ón por las imágenes desgarrado­ras. Sin embargo, ya nadie se cree su rutina de rubia salvadora.

Ivanka respaldó los argumentos falsos del presidente de que era culpa del Congreso. Cuando por fin papi puso fin a la política despiadada que él mismo impuso, ella lo felicitó en Twitter por portarse como un caballero al rescate de los desamparad­os y exhortó al Congreso a “encontrar una solución duradera”.

La familia Trump, por supuesto, estaba viendo el problema como una cuestión de imagen, no como el desprecio bárbaro de los valores estadounid­enses.

Tiene sentido. A Donald e Ivanka los consume el afán de proteger sus propias marcas. ¿Y la de Estados Unidos? No tanto.

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