El Diario de El Paso

Luchan deportados por ubicarse en un país que les es extraño

- Anita Isaacs y Anne Preston / The New York Times iudad de México—

CCuando uno escucha al Gobierno estadounid­ense de Donald Trump hablar sobre los migrantes que ha deportado a México, se podría pensar que todos eran criminales y lastres potenciale­s para la economía y el sistema de asistencia social de Estados Unidos, sin ningún interés en participar en lo que se solía llamar el “sueño americano”.

De hecho, nada de eso es cierto. Lo sabemos porque hemos platicado con cientos de migrantes deportados.

Las últimas semanas estuvimos en México para empezar un proyecto de historias orales con el fin de documentar la experienci­a de los migrantes. Durante tres semanas, nuestro equipo sondeó y entrevistó a más de doscientos migrantes mexicanos que habían regresado a ese país; la mayoría como deportados. Algunos fueron capturados en retenes. A otros los apresaron después de detenerlos por pasarse un semáforo en rojo o por exceso de velocidad. Los mantuviero­n en cárceles municipale­s y centros de detención estadounid­enses antes de enviarlos a México. Muchos habían residido en Estados Unidos casi toda la vida.

Sin embargo, a pesar de esa experienci­a, cuando les preguntamo­s qué extrañaban de Estados Unidos, sus respuestas fueron automática­s: “Todo. Me siento estadounid­ense”, nos dijeron una y otra vez. ¿Y por qué no sería así? Crecieron como nuestros vecinos. Fueron a las escuelas y a las fiestas de cumpleaños de nuestros hijos. Asistieron a nuestras iglesias, jugaron en nuestros equipos deportivos. Cuando iban en el bachillera­to, trabajaron en McDonald’s, como muchos de nosotros.

No obstante, la vida siempre fue un poco más complicada para ellos. En algunas ocasiones, enfrentaro­n discrimina­ción. Sus padres tenían varios trabajos; muchos los siete días de la semana. Salían de sus casas antes de que se despertara­n sus hijos y regresaban mucho después de que se habían quedado dormidos. Los niños de apenas 8 años tenían a cargo el peso de cuidar a sus hermanos más pequeños. Comenzaron a trabajar en cuanto entraron al bachillera­to. Sin embargo, su estatus como “ilegales” limitaba sus oportunida­des laborales, tampoco podían obtener una licencia para conducir y la universida­d era una posibilida­d remota. Algunos se metieron en los mismos problemas que quienes nacieron en Estados Unidos, pero la mayoría trabajó arduamente para mantener a flote a sus familias.

Extrañan la vida diaria en Estados Unidos y sus acontecimi­entos especiales

Sin embargo, el sueño americano era todo para ellos. Con un optimismo que casi no se escucha entre los nacidos en Estados Unidos, describier­on al país como un lugar donde era posible tener éxito. Ya fuera que vivieran en una gran ciudad o en un pueblo pequeño, en un estado republican­o o en uno demócrata, recordaban de forma casi unánime una sociedad estadounid­ense genuina, abierta, diversa y tolerante.

De vuelta en México, estos migrantes luchan con desesperac­ión para encontrar su lugar en un país extraño.

Un hombre rompió en llanto al recordar a su amigo de la infancia, Matthew, con quien jugaba beisbol, nadaba en la piscina del vecindario y compartía tacos y macarrones con queso. Otro extrañaba pescar en hielo en los lagos congelados de Minnesota y utilizar motonieves adaptadas con taladros especiales que él ayudó a ensamblar cuando trabajó en una fábrica de fibra de vidrio. Compartió otra anécdota sobre sus amistades: desde la primera vez que preparó guacamole para sus amigos, ellos insistían en comer en su casa. “Teníamos un acuerdo: ellos llevaban los aguacates” y él preparaba el platillo.

Una joven recordó que le aterroriza­ba que sus amigos descubrier­an su estatus migratorio ilegal. Cuando por fin encontró el valor para decirles, le explicaron que no les importaba nada, y de broma la apodaron ‘la extranjera’.

Cada uno de los deportados pone énfasis en la bondad de los estadounid­enses comunes y corrientes que les tendieron la mano. Los jefes que les dieron una oportunida­d, apreciaron su trabajo arduo y los guiaron para que tuvieran éxito. Los maestros cuyos nombres tienen grabados en la memoria: el señor McDonald, la señora Wilson, la señorita Annie… Todos hicieron más que lo que era su obligación para ayudarlos a superarse en la escuela. Los entrenador­es que hicieron posible que entraran a jugar en un club de futbol o en equipos infantiles de futbol americano al cubrir sus cuotas de inscripció­n y comprarles los uniformes que sus padres no podían costear. Un joven lloró al acordarse del infante de marina que le ayudó a encontrar su camino cuando era un adolescent­e atribulado.

Una joven que regresó de Fort Myers, Florida, dijo: “Ni siquiera sabía cómo era la tierra en México ni si el sol brillaba”.

Quienes regresan son conspicuos. Se visten diferente, piensan distinto, hablan mal en español y sueñan en inglés. Extrañan la vida diaria en Estados Unidos y sus acontecimi­entos especiales. Anhelan la comida con la que crecieron: recitan los nombres de todas las cadenas de restaurant­es estadounid­enses habidos y por haber; varios incluso insisten en que los tacos de México no les saben tan bien como los de Taco Bell. Son aficionado­s del futbol americano en vez del futbol. Un puñado confiesa que no siguió la Copa del Mundo porque Estados Unidos no calificó.

Todavía pueden recitar con orgullo el Juramento de Lealtad y cantar el himno nacional estadounid­ense. Les encantaba conmemorar los feriados estadounid­enses y varios aún lo hacen en México. En el Día de Acción de Gracias, expresaron su gratitud por las oportunida­des que les brindó Estados Unidos. El 4 de julio, celebraron un país donde “todo el mundo alaba los éxitos de los demás”.

Evocan su vida en un país que se rige por el Estado de derecho. En nuestras encuestas, les preguntamo­s si temían a las autoridade­s estadounid­enses. Salvo por los deportados que experiment­aron las recientes medidas de mano dura, los encuestado­s reaccionar­on con una mirada incrédula, a la cual siguió un “No” casi universal.

Se sorprenden con sus respuestas, pues como migrantes indocument­ados tenían todas las razones para tener miedo. Sin embargo, la mayoría contrasta el crimen, la corrupción y la ilegalidad ubicuos en México con la seguridad que sentían en Estados Unidos, un lugar que describen como uno “en el que no se puede sobornar a la policía”, “donde la gente obedece las reglas” y “en el que los niños pueden sentirse seguros al jugar en la calle”.

Muchos están separados de sus familias y amigos y viven inmersos en los recuerdos de la infancia. Otros, como Israel Concha, el director de New Comienzos, una organizaci­ón de migrantes retornados con la que colaboramo­s, se han vuelto activistas comprometi­dos con llevar el sueño americano a tierras mexicanas. Recrean las prácticas y los valores que adquiriero­n en Estados Unidos, en especial el voluntaria­do, una costumbre que no es común para muchos mexicanos, pero “algo que todos aprendimos en Estados Unidos”, explicó Concha.

Observamos cómo estos trabajador­es voluntario­s se comunicaba­n con los montones de migrantes que han regresado a México y pasan por sus puertas todos los días. Siempre son hospitalar­ios y optimistas. Animan a los que se sienten aislados para que se unan a su equipo. Ponen en contacto a los que sufren depresión con centros de ayuda psicológic­a. Dan ropa a los desposeído­s, acompañan a las mujeres golpeadas a albergues y ayudan a los migrantes que regresan a encontrar capacitaci­ón laboral y oportunida­des de trabajo.

Estos recuerdos de la vida migrante en Estados Unidos contrastan de manera impactante con la represión inhumana que se da de manera simultánea en la frontera. Los migrantes retornados que conocimos son producto de una sociedad estadounid­ense que está olvidando su identidad.

En una ironía cruel, organizaci­ones como New Comienzos están importando a México los valores estadounid­enses de respeto mutuo, tolerancia y generosida­d con los que crecieron sus voluntario­s.

Mientras tanto, los niños en Estados Unidos están creciendo en una sociedad donde es cada vez más frecuente que se justifique­n la agresión, el prejuicio y el hacerse de la vista gorda ante el sufrimient­o humano.

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La mayoría ha adoptado el estilo de vida estadounid­ense

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