Renuncia, Mike Pompeo; Renuncia, John Bolton
Nueva York— Antes de que la palabra “renuncia” se convirtiera en un eufemismo para “ser despedido”, connotaba un sentido de integridad pública y honor personal. El fiscal general Elliot Richardson y su adjunto, William Ruckelshaus, mostraron ambas cualidades cuando renunciaron al gobierno de Nixon durante la Masacre del sábado por la noche en 1973. El secretario de Estado de Jimmy Carter, Cyrus Vance, hizo lo mismo cuando renunció durante la crisis de rehenes de Irán en 1980.
Si asumimos que Mike Pompeo y John Bolton aún tienen su juicio intacto, también deberían renunciar después de la vergüenza épica de la cumbre Estados Unidos–Rusia del lunes en Helsinki. Y también deberían hacerlo sus altos funcionarios.
No sugiero esto a la ligera. He conocido a estos dos hombres por años, los respeto y escribí columnas favorables cuando asumieron sus actuales puestos. Comparto muchas de sus ideas de línea dura y he aplaudido algunas de las controvertidas decisiones sobre política exterior del gobierno, en especial el retiro del acuerdo nuclear de Irán.
También soy consciente de dos factores que influyen en contra de la renuncia. En primer lugar, los miembros del Gabinete y otros altos funcionarios de la Casa Blanca deben lealtad profunda al presidente, sean cuales sean sus diferencias de políticas; el tipo de lealtad que George Marshall mostró cuando se rehusó a renunciar como secretario de Estado a pesar de su férrea oposición a la decisión de Harry Truman de reconocer a Israel.
En segundo lugar, quien sea que remplace a Pompeo o a Bolton bien podría ser peor. ¿El secretario de Estado Newt Gingrich? ¿El asesor de seguridad nacional Sebastian Gorka? ¿Por qué no? Para un gobierno cuyos valores centrales son la adulación personal y la flexibilidad ética, serían perfectos.
Sin embargo, esas consideraciones no liberan a Pompeo, Bolton y su personal de tres deberes superiores: la Constitución, a la cual juraron obedecer; el país, al cual prometieron lealtad; y su conciencia, a la cual deben rendir cuentas en última instancia. Analicémoslas una por una.
La Constitución. No, Donald Trump no es culpable de “traición”, una palabra que ha circulado sin demasiado rigor esta semana. La traición se define limitadamente en la Constitución por una buena razón, y su promiscuo abuso sólo ayuda a los partidarios del presidente a presentar a sus oponentes como histéricos e ignorantes.
No obstante, el comportamiento de Trump en Helsinki es otro realista recordatorio de su incapacidad manifiesta para el cargo. Y eso es verdad, ya sea que ese comportamiento se explique mejor como una cuestión de vileza moral o de incompetencia mental: por su afán de aceptar la palabra de un embustero capacitado como Vladimir Putin y no la evaluación unánime de las agencias de inteligencia de Estados Unidos, o por su incapacidad de hablar coherentemente en un momento crucial de su presidencia.
La patética propuesta del presidente el martes de que se equivocó al no usar una doble negación también nos recuerda que, bribón o tonto, es un mentiroso innato.
Al seguir trabajando para el presidente, Pompeo y Bolton y sus altos auxiliares no están —como sin duda se dicen a ellos mismos en momentos humillantes como este— ordenando su desorden. Están encubriéndolo.
En 2016, Bolton denunció la avaricia de Trump hacia la OTAN por “fomentar la agresión de Rusia”. El año pasado, escribió que la interferencia de Rusia en las elecciones de Estados Unidos fue un “verdadero acto de guerra”, y que los desmentidos de Putin eran “insultantes”. Esto estuvo en un periódico de opinión titulado, parcialmente, “Negociar con Rusia bajo nuestro propio riesgo”.
Esas ideas siguen siendo verdad. Rusia es una potencia hostil que busca, como me dijo Pompeo el año pasado en una entrevista pública, “tomar represalias contra Estados Unidos”.
Sin embargo, Trump se ha esforzado en repetidas ocasiones para tranquilizar y promover a Putin. Si su Gobierno ha sido duro con Rusia —como con los cargos de la semana pasada del Departamento de Justicia contra los funcionarios de inteligencia rusos o la expulsión de 60 rusos en marzo— lo ha sido con las objeciones personales y con frecuencia iracundas de Trump.
El comité a favor de Rusia del Partido Republicano, que encauza la identificación ideológica de Trump mediante portavoces simplones como Tucker Carlson de Fox News, sigue ganando terreno, con un aumento de más del doble desde 2015 en el porcentaje de votantes republicanos que tienen un punto de vista favorable de Putin.
Bolton y Pompeo deberían estar a la cabeza de la embestida conservadora contra los que apaciguan a Putin. En su cargo, efectivamente son cómplices de ellos.
Conciencia. El miércoles hablé por teléfono con el hijo de Cy Vance, el fiscal del distrito de Manhattan Cyrus Vance Jr., acerca de la decisión de su padre de renunciar. “Si no podía apoyar públicamente las ideas del presidente con la conciencia tranquila, sintió que tenía el deber con el presidente y el país de hacerse a un lado”, recuerda Vans. “Se retiró de una manera muy dolorosa personalmente, pero fiel a sus ideas”.
Vance añade que una de sus conclusiones de la experiencia de su padre es “lo importante que es, si estás en el gobierno, tomar decisiones para tus propias políticas”. Ningún asesor del presidente obtendrá lo que quiere todo el tiempo, pero al menos ese asesor debe poder defender la tendencia de alguna política del gobierno como si fuera suya. Si no, debe apartarse y dejar a otros que sí puedan hacerlo.
Ahora mismo, Bolton y Pompeo son parte de una política de Rusia que de otra manera nunca apoyarían y que no hay forma de que defiendan a la luz de sus ideas públicas. Esto significa que están violando sus principios o no tienen ninguno, para comenzar.
Si se trata de lo último, desde luego que deben permanecer ahí y disfrutar el afrodisiaco del poder durante el tiempo que dure. Si se trata de lo primero, el único camino digno es renunciar. Cuanto más pronto lo hagan, más podrán preservar su honor.