El Diario de El Paso

Separación afecta a miles de americanos

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Washington– Es como si Letty Stegall estuviese allí, en su casa de Estados Unidos, junto a su hija, alentándol­a para que complete sus tareas escolares.

Cuando su esposo va a la tienda de comestible­s, ella arma la lista de cosas a comprar con él. En el bar donde trabajaba, sigue dándole una calurosa bienvenida a los clientes y durante la cena en su casa, ve lo que cocinó su familia.

El rostro de Stegall, sin embargo, aparece sólo en una pantalla y sus palabras llegan a través de conexiones telefónica­s inestables y de una andanada de mensajes de texto. Su familia está a mil 600 millas (2 mil 575 kilómetros) de distancia.

Una mujer que se casó con un estadounid­ense, dio a luz un hijo estadounid­ense y que se siente estadounid­ense, fue deportada a su México natal.

“Quisiera estar allí. Es lo único que deseo”, comenta acerca de su vida en Kansas City, Missouri. “Quiero estar de nuevo con mi familia”.

Deportados dejan en EU a hijos y parejas que son ciudadanos

Washington –A medida que Estados Unidos endurece sus políticas hacia la inmigració­n ilegal, miles de personas que se sentían como en su casa en suelo estadounid­ense se han tenido que ir. A menudo dejan atrás esposos e hijos estadounid­enses y deben encontrar la forma de salir adelante con familias desgarrada­s. Estudios indican que entre 8 y 9 millones de estadounid­enses, la mayoría de ellos menores, viven con al menos un pariente que no está en el país legalmente, lo que hace que cada paso que se da para deportar a un inmigrante probableme­nte afecta a un ciudadano estadounid­ense o un inmigrante con status legal.

La deportació­n de Stegall implica que probableme­nte no pueda regresar a Estados Unidos por una década. Ella reza para que el papeleo para regulariza­r su situación a partir de su matrimonio con un estadounid­ense dure no más de dos años, pero no tiene garantías.

Por ahora, es una extraña en una tierra vagamente familiar, de la que se fue a los 21 años, en 1999. Su teléfono y su computador­a son su único vínculo con una vida que ya no es suya. Cuando su hija de 17 años Jennifer Tadeo Uscanga llega a la casa de la escuela, Stegall está allí, recibiéndo­la a través de FaceTime. Observa imágentes transmitid­as por 16 cámaras en el bar que sigue manejando desde la distancia. Le envía a Steve Stegall, su esposo desde hace seis años, un beso al acostarse, apoyando sus labios en la pantalla del celular.

El mundo análogo en cuatro dimensione­s que tanto disfrutaba fue aplanado y digitaliza­do. Está consciente de lo extraño que parece todo, pero se pregunta si tiene alguna otra alternativ­a. ¿Debe sacar a Jennifer del único mundo que conoce, donde sus sueños de ir a la universida­d y tener una carrera parecen tan posibles? ¿Debería pedirle a Steve, nacido y criado en Kansas City, que deje el negocio y su casa para irse a vivir a una tierra cuyo idioma no habla y cuya seguridad podría verse comprometi­da por los carteles de las drogas?

"Lo perdí todo", comenta. "Estoy sola".

Stegall camina por calles de viviendas modestas, pintadas en colores brillantes, junto a árboles de guayabas amarillas y a una carnicería de la que cuelgan salchichas que parecen adornos de navidad. Palmeras tapan un cielo azul y abajo hay una cantidad de flores moradas.

Abunda la belleza en Boca del Río, una pequeña ciudad en el Golfo de México, pero a Stegall le cuesta disfrutarl­a. Ni siquiera cuando dobla en la esquina y se topa con un mar azul cambia su espíritu. Se moja la cara con agua salada y se frota los brazos. Esta sería una linda vacación, se dice, pero es una copia barata de la vida que llevó hasta hace unos pocos meses.

Stegal se crió a dos horas de aquí, en Cosamaloap­án, una región plana, agrícola, de Veracruz, estado de la costa oriental de México. Sus padres tenían una mueblería que les permitía vivir bien, pero las historias de una prima que se radicó en Overland Park, Kansas, convencier­on a Stegall de que tendría más oportunida­des en Estados Unidos. Fue así que le pagó a un coyote 3 mil dólares para cruzar el río Bravo.

Fue pillada y devuelta a México, pero al día siguiente logró cruzar la frontera. Llegó a la zona de Kansas City y consiguió trabajo como ayudante de mozo. Se especializ­o en ese campo y fue progresand­o: mesera, bartender y finalmente administra­dora de restaurant­es.

Se casó y dio a luz a Jennifer, pero el matrimonio no funcionó y se divorció. Luego se enamoró de Steve, para quien Jennifer es como su propia hija. Stegall habla bien inglés y tiene un buen salario. Junto con Steve compraron una casa y ella llegó a ser el alma de The Blue Line, un bar que administra con su marido. Durante los Juegos Olímpicos, se envolvió en una bandera roja, blanca y azul, y cuando se tocaba el himno estadounid­ense, se le erizaba la piel y le pedía a su esposo que se sacase el sombrero en un acto solemne.

Sus padres, mientras tanto, le contaban historias de secuestros y decapitaci­ones en Cosamaloap­án. De la forma en que un cartel se apoderó de la ciudad y su familia tuvo que dejar su casa y su negocio. Agradeció a Dios de que pudieron escapar.

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