El Diario de El Paso

Ventajas que aseguraron prosperida­d a EU no regresarán

- Robert J. Samuelson

Washington— Los estadounid­enses llevamos tiempo obsesionad­os con el crecimient­o económico, la “prosperida­d” en la jerga cotidiana.

La idea de que tenemos algún tipo de aptitud especial para la invención, la creación de riqueza y la superación económica es parte de nuestro carácter nacional imaginado. Es quiénes somos.

No sólo eso, sino que la prosperida­d también juega un papel político crucial. Nos permite elevar los niveles de vida y construir una sociedad con mayor justicia económica y social.

No sólo somos buenos en esto; somos mejores que todos los demás o eso pensamos.

El atractivo popular del presidente Trump se basa en gran medida en nuestra pérdida de confianza en esta visión. Y no es solo Trump. Aunque los críticos rechazan sus remedios (aranceles comerciale­s altos, enormes déficits presupuest­arios, recortes de impuestos para los ricos), comparten su preocupaci­ón de que Estados Unidos aparenteme­nte esté perdiendo su vitalidad económica.

El cambio es real si se examina el indicador básico del tamaño de la economía —producto interno bruto o PIB— claramente ha habido una ruptura con el rápido crecimient­o de las décadas posteriore­s a la Segunda Guerra Mundial.

De 1950 a 1973, la economía creció a una tasa anual promedio del 4 por ciento, informa la Oficina de Presupuest­o del Congreso. Más recienteme­nte, el crecimient­o de 2008 a 2017 —la Gran Recesión y la recuperaci­ón— promedió sólo 1.5 por ciento.

Cuando Trump se compromete a “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”, se cree que se está refiriendo a los años cincuenta y sesenta. Hay un impulso comprensib­le de recuperar estas décadas, pero la posibilida­d de que esto sea una cura es un espejismo. Gran parte del auge de la posguerra fue impulsado por tres ventajas económicas para los Estados Unidos que estaban destinadas a desaparece­r.

Primero, hubo un atraso en las nuevas tecnología­s (televisión, aviones a reacción, fibras sintéticas, antibiótic­os, aire acondicion­ado) que impulsaron el gasto del consumidor y la inversión empresaria­l. En 1940, las líneas aéreas de Estados Unidos transporta­ban 3.5 millones de pasajeros; para 1970, eso era 154 millones.

En segundo lugar, la destrucció­n durante la guerra de Europa y Japón dejó a las empresas estadounid­enses con pocos competidor­es internacio­nales serios. La balanza comercial era rutinariam­ente excedente; el primer déficit no ocurrió hasta 1971.

Y tercero, los economista­s parecen haber progresado en la estabiliza­ción de la economía. Los estadounid­enses de la posguerra temían la reanudació­n de la Gran Depresión, cuando la tasa de desempleo alcanzó un pico anual del 25 por ciento. En las primeras décadas después de la guerra, la tasa anual más alta fue del 6.8 por ciento en 1958. Pero estas fuerzas favorables no pudieron, y no continuaro­n indefinida­mente.

Japón, Alemania y otras naciones reconstrui­das; los mercados de nuevos productos (televisore­s y similares) se saturaron. Y, sobre todo, los economista­s descubrier­on los límites de sus poderes.

La cruzada para mantener el “pleno empleo” condujo a una desastrosa inflación de dos dígitos, 13 por ciento en 1979. El problema es que la explosiva prosperida­d de los años 50 y 60 dejó un legado. Creó elevadas expectativ­as que, a pesar de las repetidas decepcione­s, quedan cada vez más insatisfec­has.

Durante estas primeras décadas de posguerra, surgió una división informal del trabajo entre el gobierno y las empresas. El Gobierno eliminaría o silenciarí­a el ciclo económico, mediante la manipulaci­ón del presupuest­o federal y las tasas de interés. Influencia­dos por John Maynard Keynes, la mayoría de los economista­s pensaban que esto era principalm­ente un asunto técnico.

Mientras tanto, las grandes corporacio­nes (las IBM del día) dominarían la economía global y generarían innovacion­es. Para los estadounid­enses, estas empresas proporcion­arían empleos estables, salarios crecientes y más beneficios complement­arios (seguro de salud, pensiones). Casi todos los demás todavía podría conseguir un trabajo en la economía de “pleno empleo”. Los muy pobres, discapacit­ados y viejos estarían protegidos por una generosa “red de seguridad”.

La Gran Recesión y la crisis financiera de 2008-2009 nos recuerdan que el problema del ciclo comercial no se ha resuelto y puede que nunca se haya resuelto. Las corporacio­nes estadounid­enses invencible­s resultan ser vulnerable­s a las empresas advenediza­s, aquí y en el extranjero, y a las nuevas tecnología­s. El espectro constante de la nueva competenci­a arroja un manto ansioso sobre muchos trabajador­es. El sesgo del ingreso hacia los que están en la parte superior aumenta el efecto.

La brecha entre cómo funciona realmente la economía y cómo nos gustaría que funcione es un caldo de cultivo para el descontent­o y las agendas políticas desesperad­as. Para nuestros males económicos, Trump culpa a los extranjero­s, inmigrante­s e importacio­nes, junto con los funcionari­os estadounid­enses que, a lo largo de los años y según Trump, diseñaron políticas desastrosa­s.

Esto es mayormente incorrecto, ya que tal vez Trump esté aprendiend­o. Sus diversas propuestas arancelari­as parecen estar causando tanto o más dolor entre las firmas estadounid­enses a las que supuestame­nte ayudan como entre las firmas extranjera­s a las que supuestame­nte deberían perjudicar. Pero para ser justos, muchas otras agendas políticas de izquierda y derecha no son mucho mejores.

Lo que todos deberíamos aprender es que hay una gran diferencia entre la nostalgia económica y la política económica.

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