El Diario de El Paso

¿Dónde está el país que nos hizo ciudadanos?

- Naureen Khan

El día que mis padres hicieron su juramento de ciudadanía, me salté la escuela, me puse un horrible vestido de gasa color lavanda que creí que era el colmo de la sofisticac­ión para una niña de 12 años y me metí en el Corolla familiar para ir a la ceremonia.

No se parecía en nada a la televisión o el cine, donde las personas de ojos llorosos se juran lealtad a su nuevo país en reluciente­s salas de audiencia con música altísima y banderas ondeando. El juramento de mis padres fue administra­do en una apacible sala de conferenci­as bajo luz fluorescen­te con una eficiencia brutal. Ninguno de nosotros pensó en tomar una foto.

No me emocioné hasta más tarde esa tarde, cuando mi (blanca) compañera de clase de sexto grado apareció en la puerta de su casa con su abuela, con un ramo de piruletas rojas, blancas y azules. Mi madre se aferró al jarrón de vidrio durante años, un recuerdo de esa época y cuán amables podían ser nuestros conciudada­nos.

Mi familia emigró a los Estados Unidos en 1993 desde Bangladesh cuando tenía 5 años, después de esperar una década para obtener una visa. Unos años más tarde, nos mudamos a Plano, Texas, un extenso suburbio de Dallas. Mis padres, como la mayoría de nuestros vecinos, vinieron por los valores de propiedad razonables y las escuelas públicas de alto rendimient­o. Pensé que Plano era insoportab­lemente aburrido, pero allí estaba feliz. Podrías perdonarme por dejarme llevar por la falsa sensación de que nosotros, mis compatriot­as y yo, habíamos decidido colectivam­ente que los inmigrante­s eran buenos, y que incluso los marrones eran O.K.

Claro, hubo un ocasional espasmo de racismo, como el niño en mi escuela que me preguntó, unas semanas después del 11 de septiembre, si mi padre estaba planeando bombardear cualquier edificio. Pero sobre todo nos sentimos lo suficiente­mente cómodos para ser nosotros mismos.

Vivíamos en una casa de ladrillos de color beige que mis padres no podían pagar con sus trabajos minoristas, y en Eid al-Fitr y el cuatro de julio, organizamo­s fiestas estridente­s. Los automóvile­s se alinearon de paracho a parachoque­s en nuestra entrada y durante largos tramos por la calle. Los invitados cayeron en panjabis y saris caleidoscó­picos y fueron llevados a nuestra puerta por el olor a biryani.

Fui al campamento de verano en una iglesia bautista, aquella donde el padre de Jessica Simpson fue una vez ministro, porque era más barata que las seculares en el área, y solo había un poco de proselitis­mo entre los viajes a la piscina y La bolera. Cuando fue mi turno de traer refrigerio­s para el salón de clases, traje bandejas de mermelada casera de kalo (caramelos redondos y jugosos de Bangladesh) y me sentí un poco avergonzad­o.

Las personas contienen multitudes, especialme­nte tejanos. Dada la dolorosa historia de este país, en la que incluso el progresivo progreso racial siempre se enfrenta a reacciones feroces, yo debería haberlo sabido. Debería haber sabido que la aceptación educada que nuestros vecinos nos mostraron, su tolerancia por los goteos de nuestra cultura, no necesariam­ente indica un reconocimi­ento más profundo de nuestra humanidad. Quería creer en todos esos mitos rah-rah sobre nuestro glorioso crisol, pero la verdad es que, como todos los demás, tendremos que luchar por nuestro lugar aquí.

La mayoría en el condado de Collin, el lugar en el que fui asistente de estacionam­iento en el festival anual de globos aerostátic­os, el lugar donde abandoné la escuela de la mezquita porque era muy aburrido, votó por Donald Trump, un hombre que se ha alineado a supremacis­tas blancos.

Desde que asumió el cargo, ha lanzado una serie de ataques contra inmigrante­s. Él nos llama animales. Él inflige crueldad inimaginab­le a los hijos de migrantes. Su administra­ción ahora cuestiona la ciudadanía de los 20 millones de nosotros que fuimos naturaliza­dos. Lo hace por y con la aprobación tácita de los estadounid­enses blancos que continúan siendo su fuente de apoyo más duradera y comprometi­da.

Después de graduarme de la universida­d, mis padres se mudaron a Carolina del Norte desde el norte de Texas. Querían vivir más cerca de la familia, se habían cansado del calor abrasador y querían pasar su tiempo libre haciendo algo más que atender su jardín.

Desde que se fueron, la fealdad que ha estado burbujeand­o en todo el país también ha llegado a Plano. A principios de 2015, antes de que el Sr. Trump incluso anunciara su candidatur­a, los espectador­es de un juego de baloncesto de la escuela secundaria fueron fotografia­dos con carteles que decían “poder blanco”.

En los días posteriore­s a las elecciones, alguien escribió “Construye ese muro” en una pasarela de mi antigua escuela secundaria. A principios de este año, un miembro del Consejo de la ciudad de Plano compartió una publicació­n en Facebook en la que pedía al presidente que “prohibiera el Islam en las escuelas estadounid­enses”. Ahora se enfrenta a una elección de destitució­n.

Algunos viejos amigos se han acercado en los últimos dos años a los mensajes de amor y solidarida­d de Facebook, expresando su horror ante lo que se ha estado desarrolla­ndo. Espero que haya más como ellos y que eleven sus voces en voz alta y persistent­emente.

Han pasado más de 18 años desde que obtuve ese ramo de piruletas, pero parece mucho más. Le pregunté a mi mamá sobre esto recienteme­nte, y ella sonrió en el recuerdo. Pero el jarrón en el que entró - que se perdió en algún lugar en el camino.

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SIN CORAZóN Daryl Cagle
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