McCain y un réquiem por el siglo estadounidense
Denver— Los servicios religiosos en toda la nación por el deceso del senador John McCain también son un réquiem por el siglo estadounidense. McCain vivió en el cénit del poderío estadounidense de la posguerra; creyó, a pesar de los reveses, en la capacidad única de Estados Unidos de forjar un mundo más abierto y democrático y mantuvo la palabra de Estados Unidos como garantía en la causa de la libertad.
Hoy estas ideas nos parecen evocadoras, reliquias desgastadas que se descartan por decirse a la ligera. Tal vez a eso se deba que la muerte de McCain haya dado lugar a un momento de reflexión nacional. El mundo ha cambiado. China ha ascendido. El poder estadounidense ya no es determinante. El cambio constante es la naturaleza de las cosas. Sin embargo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ¿realmente necesita arrancar de raíz los valores, las responsabilidades y las anclas de la prosperidad estadounidense?
Está bien que Trump no haya asistido a las ceremonias. Los dos hombres se detestaban más allá de la muerte. El propósito de Trump es el desmantelamiento del mundo que le dio a McCain su propósito de vida: la Alianza del Atlántico, un orden internacional basado en reglas y determinación ante la Rusia de Vladimir Putin. Honor, decencia y deber eran ideas en torno a las cuales McCain construyó su vida de servicio. Son conceptos que no tienen ningún significado para Trump, el niño rico con espolón calcáneo de Queens.
El presidente de Estados Unidos es una persona non grata en las ceremonias donde se habla de bipartidismo, de los ideales estadounidenses, del autosacrificio en lugar del interés propio, de un compromiso estadounidense con el mundo que va más allá del “¡Paguen todo ahora mismo!” Trump es ajeno a la tradición estadounidense.
Hace unos años, vi a McCain en la Conferencia de Seguridad de Múnich. La experiencia fue tremendamente fortalecedora. A su lado, otros parecían evasivos. Él había conocido los extremos de la experiencia humana, los había vivido en carne propia. Su voz contenía esa certidumbre. Era un hombre de convicción. Prefería equivocarse que doblegarse.
La tortura que sufrió durante más de cinco años en cautiverio lo infundió de una humanidad que transcendía la política, aunque no atenuó su belicosidad gruñona. Había bombardeado Vietnam en una guerra que se perdía entre objetivos confundidos y ofuscamiento oficial. Emergió indoblegable en su creencia en “la república más grande del mundo, una nación de ideales, no de sangre y tierra”, como lo escribió en su carta de despedida. McCain era obstinado, algunas veces hasta llegar a la cerrazón.
Los muchos fracasos de Estados Unidos no eran nada comparados con los logros de sus ciudadanos. La terquedad lo definió en una era de un oportunismo orientado hacia donde soplara el viento. A medida que un Partido Republicano sin carácter se convirtió sumisamente en el Partido de Trump, McCain llegó a posicionarse como un político de principios, siendo prácticamente el único. Su partido cedió. Él no.
En ningún otro tema McCain brilló más que en su lucha contra la tortura, una práctica que Trump acepta de manera evidente, y no solo por su nombramiento de Gina Haspel –una mujer profundamente involucrada en el régimen del “interrogatorio mejorado” del gobierno de Bush– como directora de la CIA. Este es McCain en 2014, dando respuesta al Informe del Comité de Inteligencia del Senado sobre los métodos de la CIA implementados después de los ataques de 11 de septiembre:
“Sé por experiencia propia que el maltrato a los prisioneros producirá inteligencia más mala que buena. Sé que las víctimas de tortura darán información intencionalmente engañosa si creen que sus captores la creerán. Sé que dirán cualquier cosa que crean que sus torturadores quieren que digan si ello pondrá fin a su sufrimiento. Principalmente, sé que el uso de la tortura compromete aquello que más nos distingue de nuestros enemigos, nuestra creencia en que toda la gente, incluso los enemigos capturados, tiene derechos humanos básicos, protegidos por convenciones internacionales que Estados Unidos no solo suscribió, sino que en su mayoría redactó”.
Una voz importante que defendía esos “derechos humanos básicos” se ha ido. Trump no sabe lo que son los derechos humanos. La voz de McCain podía ser errática o impetuosa, pero nunca insignificante.
Yo estaba en desacuerdo con McCain sobre muchas cosas: su incorregible intención de bombardear Irán, su extraño toma y daca con la Ley de Atención Médica Asequible de Barack Obama. Su campaña como candidato republicano a la presidencia en 2008 fue cómicamente desastrosa. Su elección de Sarah Palin como su vicepresidenta elevó la idiotez ultranacionalista que se ha vuelto un sello distintivo republicano. El Straight Talk Express, como se llamó su autobús en sus dos campañas presidenciales, se ha degenerado una década después en la espectacular entrevista de Trump en Fox News donde afirmaba que dicha cadena sí dice las cosas como son.
Desearía poder creer que la efusión de solidaridad hacia McCain marca el momento en el que los principios y el bipartidismo están por encima de las mentiras y la fractura en la política estadounidense. Pero no, al menos no en el futuro cercano. La marea nacionalista, nativista y xenofóbica todavía no llega al fin de su curso. En muchos aspectos, McCain era un dinosaurio.
Eso se debe a que sus palabras de 2017 han pasado de moda: “Negar las obligaciones del liderazgo internacional y nuestro deber de seguir siendo ‘la última esperanza sobre la Tierra’ en aras de un nacionalismo falso y mal concebido por gente que cree que encontrar chivos expiatorios es más importante que resolver problemas es tan poco patriótico como el apego a cualquier otro dogma desgastado del pasado que los estadounidenses consignaron al cajón del olvido de la historia”.
No obstante, seguirán resonando, más allá del “Estados Unidos primero” y todas esas estupideces de Trump destinadas a quedarse en el olvido.