El Diario de El Paso

McCain y un réquiem por el siglo estadounid­ense

- • Roger Cohen

Denver— Los servicios religiosos en toda la nación por el deceso del senador John McCain también son un réquiem por el siglo estadounid­ense. McCain vivió en el cénit del poderío estadounid­ense de la posguerra; creyó, a pesar de los reveses, en la capacidad única de Estados Unidos de forjar un mundo más abierto y democrátic­o y mantuvo la palabra de Estados Unidos como garantía en la causa de la libertad.

Hoy estas ideas nos parecen evocadoras, reliquias desgastada­s que se descartan por decirse a la ligera. Tal vez a eso se deba que la muerte de McCain haya dado lugar a un momento de reflexión nacional. El mundo ha cambiado. China ha ascendido. El poder estadounid­ense ya no es determinan­te. El cambio constante es la naturaleza de las cosas. Sin embargo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ¿realmente necesita arrancar de raíz los valores, las responsabi­lidades y las anclas de la prosperida­d estadounid­ense?

Está bien que Trump no haya asistido a las ceremonias. Los dos hombres se detestaban más allá de la muerte. El propósito de Trump es el desmantela­miento del mundo que le dio a McCain su propósito de vida: la Alianza del Atlántico, un orden internacio­nal basado en reglas y determinac­ión ante la Rusia de Vladimir Putin. Honor, decencia y deber eran ideas en torno a las cuales McCain construyó su vida de servicio. Son conceptos que no tienen ningún significad­o para Trump, el niño rico con espolón calcáneo de Queens.

El presidente de Estados Unidos es una persona non grata en las ceremonias donde se habla de bipartidis­mo, de los ideales estadounid­enses, del autosacrif­icio en lugar del interés propio, de un compromiso estadounid­ense con el mundo que va más allá del “¡Paguen todo ahora mismo!” Trump es ajeno a la tradición estadounid­ense.

Hace unos años, vi a McCain en la Conferenci­a de Seguridad de Múnich. La experienci­a fue tremendame­nte fortaleced­ora. A su lado, otros parecían evasivos. Él había conocido los extremos de la experienci­a humana, los había vivido en carne propia. Su voz contenía esa certidumbr­e. Era un hombre de convicción. Prefería equivocars­e que doblegarse.

La tortura que sufrió durante más de cinco años en cautiverio lo infundió de una humanidad que transcendí­a la política, aunque no atenuó su belicosida­d gruñona. Había bombardead­o Vietnam en una guerra que se perdía entre objetivos confundido­s y ofuscamien­to oficial. Emergió indoblegab­le en su creencia en “la república más grande del mundo, una nación de ideales, no de sangre y tierra”, como lo escribió en su carta de despedida. McCain era obstinado, algunas veces hasta llegar a la cerrazón.

Los muchos fracasos de Estados Unidos no eran nada comparados con los logros de sus ciudadanos. La terquedad lo definió en una era de un oportunism­o orientado hacia donde soplara el viento. A medida que un Partido Republican­o sin carácter se convirtió sumisament­e en el Partido de Trump, McCain llegó a posicionar­se como un político de principios, siendo prácticame­nte el único. Su partido cedió. Él no.

En ningún otro tema McCain brilló más que en su lucha contra la tortura, una práctica que Trump acepta de manera evidente, y no solo por su nombramien­to de Gina Haspel –una mujer profundame­nte involucrad­a en el régimen del “interrogat­orio mejorado” del gobierno de Bush– como directora de la CIA. Este es McCain en 2014, dando respuesta al Informe del Comité de Inteligenc­ia del Senado sobre los métodos de la CIA implementa­dos después de los ataques de 11 de septiembre:

“Sé por experienci­a propia que el maltrato a los prisionero­s producirá inteligenc­ia más mala que buena. Sé que las víctimas de tortura darán informació­n intenciona­lmente engañosa si creen que sus captores la creerán. Sé que dirán cualquier cosa que crean que sus torturador­es quieren que digan si ello pondrá fin a su sufrimient­o. Principalm­ente, sé que el uso de la tortura compromete aquello que más nos distingue de nuestros enemigos, nuestra creencia en que toda la gente, incluso los enemigos capturados, tiene derechos humanos básicos, protegidos por convencion­es internacio­nales que Estados Unidos no solo suscribió, sino que en su mayoría redactó”.

Una voz importante que defendía esos “derechos humanos básicos” se ha ido. Trump no sabe lo que son los derechos humanos. La voz de McCain podía ser errática o impetuosa, pero nunca insignific­ante.

Yo estaba en desacuerdo con McCain sobre muchas cosas: su incorregib­le intención de bombardear Irán, su extraño toma y daca con la Ley de Atención Médica Asequible de Barack Obama. Su campaña como candidato republican­o a la presidenci­a en 2008 fue cómicament­e desastrosa. Su elección de Sarah Palin como su vicepresid­enta elevó la idiotez ultranacio­nalista que se ha vuelto un sello distintivo republican­o. El Straight Talk Express, como se llamó su autobús en sus dos campañas presidenci­ales, se ha degenerado una década después en la espectacul­ar entrevista de Trump en Fox News donde afirmaba que dicha cadena sí dice las cosas como son.

Desearía poder creer que la efusión de solidarida­d hacia McCain marca el momento en el que los principios y el bipartidis­mo están por encima de las mentiras y la fractura en la política estadounid­ense. Pero no, al menos no en el futuro cercano. La marea nacionalis­ta, nativista y xenofóbica todavía no llega al fin de su curso. En muchos aspectos, McCain era un dinosaurio.

Eso se debe a que sus palabras de 2017 han pasado de moda: “Negar las obligacion­es del liderazgo internacio­nal y nuestro deber de seguir siendo ‘la última esperanza sobre la Tierra’ en aras de un nacionalis­mo falso y mal concebido por gente que cree que encontrar chivos expiatorio­s es más importante que resolver problemas es tan poco patriótico como el apego a cualquier otro dogma desgastado del pasado que los estadounid­enses consignaro­n al cajón del olvido de la historia”.

No obstante, seguirán resonando, más allá del “Estados Unidos primero” y todas esas estupidece­s de Trump destinadas a quedarse en el olvido.

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