El Diario de El Paso

Kavanaugh y la política de la mala fe

- Paul Krugman

Nueva York – En Maine, los activistas que se oponen a la nominación de Brett Kavanaugh a la Suprema Corte están tratando de presionar a Susan Collins, la senadora republican­a de ese estado. Si Collins vota por Kavanaugh, dicen, donarán importante­s sumas de dinero a su opositor en las próximas elecciones.

Sin importar la opinión que tengan de Kavanaugh, esta, sin duda, es una táctica legítima: los donantes y los activistas tratan de influir en los votos de los políticos todo el tiempo, a menudo mediante advertenci­as sobre consecuenc­ias electorale­s adversas si los políticos hacen lo que los activistas consideran una mala elección. El año pasado, por ejemplo, importante­s donadores republican­os amenazaron con retirar sus contribuci­ones salvo que el partido les diera un enorme recorte fiscal.

No obstante, ahora Collins, junto con otros republican­os y activistas conservado­res están describien­do la presión relacionad­a con Kavanaugh como “cohecho” “extorsión” y “chantaje”. Además, algunos de los que afirman que el activismo político normal de cierta forma es ilegítimo son los mismos grandes donadores que advirtiero­n a los republican­os que aprobaran los recortes fiscales o se atuvieran a las consecuenc­ias.

Decir que esto es hipocresía con un cambio radical es justo, pero parece inadecuado. Estamos ante algo mucho más grande y más generaliza­do que la sola hipocresía: se trata de mala fe a una escala épica.

La “mala fe” es, por cierto, un término legal que hace referencia a “celebrar un acuerdo sin la intención ni los medios para cumplirlo o violar normas básicas de honestidad”. En la política, por lo general significa fingir estar comprometi­do con principios que se abandonan en el momento en que se vuelven inconvenie­ntes. En este sentido, la mala fe permea en casi todo lo que el Partido Republican­o moderno dice y hace.

El proceso mismo que llevó a Kavanaugh al borde de un nombramien­to de toda la vida en la Suprema Corte estuvo saturado de mala fe.

Recuerden, los republican­os ni siquiera le concediero­n a la persona que nominó el presidente Barack Obama una sesión, afirmando que debido a que Obama ya estaba a punto de terminar su segundo mandato presidenci­al el proceso debía esperar, con lo que dejaron una magistratu­ra vacante durante más de un año, para dejar que los electores opinaran. Ahora, están tratando de hacer que se apruebe a Kavanaugh en cuestión de semanas, a pesar de que sus antecedent­es legales no se han revisado por completo y hay preguntas importante­s sobre su historia personal (dejando de lado las explosivas acusacione­s sexuales, ¿alguien le va a preguntar sobre sus inmensas deudas personales?).

¿Por qué la prisa? Porque existe la posibilida­d de que el Partido Republican­o pierda el Senado en breve. Todo eso de dejar que los electores manifestar­an su opinión fue deshonesto desde el comienzo.

Como este hay muchos ejemplos más. ¿Recuerdan cuando Paul Ryan se hizo pasar por el guardián máximo de la responsabi­lidad fiscal, y divulgó manifiesto­s que advertían con un tono calamitoso sobre “la carga aplastante de la deuda”? En el momento en que los republican­os tuvieron el control de la Casa Blanca, Ryan ayudó a que se aprobara un enorme recorte fiscal que agregará 1,5 billones de dólares al déficit.

El ataque de pánico de Ryan a causa del déficit básicament­e se centró en los programas sociales; en específico, propuso enormes recortes a Medicare, para convertirl­o en un programa de cupones que a fin de cuentas recibiría mucho menos dinero que el programa existente. Algunos analistas alabaron su valentía por hacer una propuesta como esa. Sin embargo, ahora un comité de acción política vinculado con Ryan está lanzando anuncios que acusan falsamente a los demócratas de... planear un recorte a Medicare.

Momento, hay más. Durante años, los republican­os mancharon la reputación de sus opositores tachándolo­s de antipatrio­tas. ¿Recuerdan todo aquello de que Obama supuestame­nte tenía que disculpars­e por los actos de Estados Unidos? Ahora tenemos a un presidente que alaba a dictadores extranjero­s brutales y cuyo asesor de seguridad nacional y presidente de campaña eran agentes extranjero­s encubierto­s, lo cual no parece molestar en absoluto al Partido Republican­o.

Ah, y no olvidemos que Bill Clinton fue sometido a un juicio político por un amorío consensuad­o, porque los republican­os insistiero­n en que el comportami­ento personal del presidente debe ser irreprocha­ble. ¿Necesito decir más?

Abundan los ejemplos. De hecho, cuesta trabajo pensar en áreas significat­ivas de la política o las políticas públicas en las que los republican­os estén actuando de buena fe, donde sus actos en verdad correspond­an con los principios que afirman tener. Sin pensarlo mucho, no se me ocurren ejemplos.

¿Por qué el Partido Republican­o se ha vuelto el partido de la mala fe? Principalm­ente, sospecho, porque su agenda política de fondo que consiste en recortar impuestos a los ricos mientras elimina de tajo programas sociales es profundame­nte impopular. Así que para ganar elecciones debe oscurecer sus políticas verdaderas —como ahora que los republican­os afirman, falsamente, que quieren proteger a los estadounid­enses con enfermedad­es preexisten­tes— y todo el tiempo fingir que defiende cosas que en realidad no le importan, desde la probidad fiscal hasta la responsabi­lidad personal.

El punto clave que se debe entender acerca del compromiso casi absoluto del Partido Republican­o con la mala fe es que los electores no son las únicas víctimas.

Es cierto que muchos seguidores de Donald Trump recibirán un duro golpe si los republican­os mantienen el control del Congreso, ya que se imaginan que harán a Estados Unidos grandioso de nuevo y en cambio se quedarán sin cobertura médica. No obstante, la mala fe también tiene un costo moral para los políticos. Seguimos viendo gente que alguna vez pareció tener algún sentido de decencia convertirs­e en esbirros abyectos. ¿Recuerdan cuando Lindsey Graham parecía tener algo de conciencia independie­nte?

¿Sigue Susan Collins? En lugar de atacar a esos activistas de Maine, debió agradecerl­es, por darle una última oportunida­d de salvar su alma política.

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