El Diario de El Paso

La vergüenza de los hombres del ‘MeToo’

- Michelle Goldberg

N– Tengo que confesar algo: me siento mal por muchos hombres expuestos por el movimiento #MeToo. No hablo de todos —no hablo de Harvey Weinstein ni del exdirector ejecutivo de CBS, Leslie Moonves—, sino de los tarados ligerament­e menos poderosos y menos abiertamen­te depredador­es cuyo comportami­ento reprobable fue aceptado de manera tácita por aquellos en su entorno hasta que, de repente, dejó de ser así. Solo puedo imaginarme lo confuso que debe ser que las reglas que antes daban por hecho cambien tan rápido, que su reputación quede destruida en un santiamén, que de repente ya no puedan trabajar en lo que les daba identidad. La vergüenza, en mi experienci­a, se siente peor que la injusticia.

No soy indiferent­e a aquellos que quieren comenzar la tensa conversaci­ón sobre cómo estos hombres —y, ahora, un par de mujeres— podrían redimirse y reinsertar­se en la vida pública.

Sin embargo, antes de eso, deberíamos aclarar algunas cosas. Se vale decir que las personas que han dañado a otros, y sienten remordimie­nto, merecen una oportunida­d de corregir las cosas y no deberían convertirs­e en eternos parias. La mayoría de la gente no debería definirse por lo peor que haya hecho.

No obstante, es distinto argumentar que alguien se merece una segunda oportunida­d e insistir en que no hicieron algo tan malo en primer lugar, que las personas que los acusan están exagerando, o que su humillació­n los convierte en las verdaderas víctimas.

Tal vez esta distinción parece obvia, pero recienteme­nte he visto cómo se suprime una y otra vez. El viernes pasado, volé a Los Ángeles para aparecer en “Real Time With Bill Maher”. El monólogo de cierre de Maher fue un llamado a Al Franken, quien renunció del Senado en enero entre acusacione­s de tocamiento­s a mujeres, para que regresara a la política. Es justo argumentar que las cosas de las que se acusó a Franken —hacer como que acosaba sexualment­e a una mujer dormida mientras posaba para una fotografía, tocar las nalgas de otras mujeres— no son pecados irreversib­les ni debería desterrárs­ele de la política de manera permanente.

En cambio, Maher denigró la credibilid­ad de las mujeres que hablaron contra Franken y se burló de sus denuncias. “Ya saben, cuando eres político, ser sobón es, digamos, parte del trabajo”, dijo (hubo un momento en el que lo interrumpí, lo cual se supone que no se debe hacer en ese segmento; fue incómodo).

Esto por sí mismo no es algo de lo que valga la pena escribir, pero en los días ueva York posteriore­s otros hombres de alto perfil han pronunciad­o argumentos sobre la injusticia del movimiento #MeToo. Norm Macdonald, el comediante, declaró a The Hollywood Reporter que le alegraba que el movimiento se hubiera relajado. “Al principio era: ‘cien mujeres no pueden estar mintiendo’”, dijo. “Y luego se convirtió en: ‘una mujer no puede mentir’. Y de ahí pasó a: ‘Les creemos a todas las mujeres’. Y uno se quedaba como diciendo: ‘¿Qué pasó?’”.

Esto ocasionó una tempestad en sus relaciones públicas —la aparición programada de Macdonald en “The Tonight Show” se canceló— y el comediante agravó las cosas al decirle a Howard Stern que “habría que tener síndrome de Down” para no sentirse mal por las víctimas de abuso sexual, comentario­s por los que luego tuvo que disculpars­e en “The View”. De manera inesperada, la situación difícil de los hombres del #MeToo estaba de vuelta en las noticias y con ella un debate sobre la susceptibi­lidad exagerada y la censura en la justicia social que quedaba.

También esta semana, Harper’s Magazine publicó un ensayo estremeced­or, confuso y exasperant­e de John Hockenberr­y, un locutor que antes tenía un programa en la radio pública. El ensayo, que aparece en el número de octubre de la revista, se titula tristement­e “Exile” (exilio).

En agosto de 2017 —meses antes de que saliera a la luz la noticia sobre Harvey Weinstein— Hockenberr­y dejó de trabajar como presentado­r de “The Takeaway”, un programa matutino de noticias en la radio pública. En aquella época, los motivos por los cuales se fue no quedaron claros, pero en diciembre, la escritora Suki Kim publicó un artículo en The Cut en el que varias mujeres acusaban a Hockenberr­y de acoso sexual. (Kim también describió sus experienci­as incómodas con este hombre). Según un reportaje de WNYC, que coproduce y transmite “The Takeaway”, se había presentado una acusación confidenci­al en contra del locutor antes de que se diera por terminado su contrato, y durante años, las personas que trabajaron con él habían advertido a los ejecutivos de la estación que Hockenberr­y “acosaba a sus colegas mujeres, creando un ambiente laboral hostil”.

Es evidente que la denigració­n pública fue traumática para Hockenberr­y, quien ha escrito sobre la experienci­a de pasar de ser “alguien reconocido en las calles de la ciudad de Nueva York por ser periodista, autor y defensor de la gente con discapacid­ad” —es parapléjic­o— a un hombre aterroriza­do por el oprobio público. En algunas partes del ensayo, asume la responsabi­lidad de comportars­e mal con las mujeres con las que trabajaba, y a quienes hizo proposicio­nes sexuales. En otras partes, trata de justificar­se, atribuyend­o sus actos a un romanticis­mo byroniano pasado de moda. Pero las partes más frustrante­s de “Exile” son aquellas en las que se posiciona como una víctima de las mujeres que lo acusaron.

“Solo una de las mujeres que me acusaron me contactó o respondió a mis sentidas preguntas”, escribe (¿y por qué tendrían que hacerlo?). En otra parte, describe la manera en que sus hijos experiment­aron su desgracia como “un dolor que no le desearía a nadie, ni siquiera a las que me acusan”. Menciona a sus hijos en repetidas ocasiones, furioso ante el precio que el escándalo les ha cobrado. Tal vez se comportó de manera ofensiva con las mujeres, admite, pero pregunta: “¿una cadena perpetua de desempleo sin posibilida­d de licencia, el sufrimient­o de mis hijos, y la ruina financiera son una consecuenc­ia adecuada?”.

Por fortuna, su desempleo no es total; está escribiend­o para una revista importante después de soportar nueve meses en la oscuridad. Sin embargo, en las casi 7000 palabras de su ensayo, mientras exige que tengamos en cuenta su miseria y vergüenza, en realidad nunca aborda la miseria ni la vergüenza que causó, nunca reflexiona a fondo sobre cómo afectó las vidas de las mujeres que cambiaron de trabajo para escapar de sus insinuacio­nes. De igual modo, Maher lamenta la pérdida de Franken en el Senado —como yo— pero parece no tener empatía por la mujer que se perturbó cuando sintió la mano de un hombre al que admiraba en su trasero.

Lo entendí todo cuando leí el ensayo de Hockenberr­y: me siento mal por muchos de estos hombres, pero no creo que ellos se sientan mal por las mujeres ni piensen en absoluto sobre lo que ellas experiment­an. Tal vez por eso el debate sobre el movimiento #MeToo y el perdón nunca parecen llegar a ningún lado, porque los hombres no están proponiend­o vías para resarcir el daño causado. Solo preguntan por qué las mujeres no quieren otorgarles la absolución.

No me interesa ver a los desechos del #MeToo participar en sesiones de lucha maoísta para purgar sus impulsos patriarcal­es. Sin embargo, tal vez les resultaría más fácil resucitar sus carreras si pareciera que se pusieron a pensar en la razón por la que las mujeres están tan molestas para empezar y tal vez incluso si sugirieran ideas para mejorar las cosas. ¿Qué ideas? No lo sé, pero se supone que son ellos los creativos irremplaza­bles, y parece que ahora les sobra tiempo.

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