El Diario de El Paso

Éramos una colonia feliz

- • Ana Teresa Toro

San juan — El otro día conduciend­o por San Juan me topé con un semáforo que marcaba la luz roja y la verde a la vez. Ante la imagen confusa esperé y avancé en una especie de mediana infracción.

A un año del paso del huracán María por Puerto Rico los semáforos que sí operan aún lo hacen con problemas e interrupci­ones, como el resto de los servicios y como el resto del país. De tan obvia, la metáfora de la isla sin luces que la dirijan incomoda y recuerda lo evidente: no siempre es posible vivir dos verdades a la vez.

Es cierto que muchos ya hemos vuelto a tomar baños de agua caliente, a conseguir alimentos frescos en el supermerca­do y a encender luces en la noche. Pero no lo es que la normalidad haya regresado. Aún hay familias en rincones olvidados que han visto pasar un año en el desamparo. Otras se han ido de la isla ante la imposibili­dad de conseguir trabajos, salud; una vida digna. De esto ya casi nadie habla.

Y sucede porque es casi imposible seguirle el rastro a esta historia sin perderse.

El juego de ambigüedad­es con el número de muertes a causa del huracán ha sido tan cruel como el escenario político actual. Me aferro a los casi 3000 pares de zapatos, con sus historias escritas, que personas de toda la isla llevaron hasta el Capitolio en San Juan para crear un espontáneo y efímero monumento en honor a las víctimas. Un estudio de la Universida­d de Harvard estima 4645 muertes, otro reporte, comisionad­o por el gobierno de Ricardo Rosselló a la Universida­d George Washington, coloca la cifra en 2975. Y el presidente Trump —atacando una vez más al país— dice que el número de muertos es una conspiraci­ón para hacerlo quedar mal.

Poco después del paso del huracán, el Centro de Periodismo Investigat­ivo ya advertía que eran muchas más víctimas de las que se reconocían de manera oficial; que mantener la cifra en 64 era un ejercicio violento de desinforma­ción. Ahora, aunque se revisen una a una las actas de defunción, la duda ha sido sembrada. Hay personas que creen que el número de muertos se ha politizado y otras no dudan de que nos siguen matando. Al centro de estos opuestos existe una verdad que quizás no saldrá a flote. En la era de la posverdad, el ruido intenta vencer una vez más.

Pero aquí, en la isla, estamos claros: sabemos que murieron miles. Los conocimos, fueron nuestros vecinos y familiares. Tenemos la verdad muy cerca. Y la vivimos y la encaramos, incluso cuando pareciera que a diario una nueva tragedia cotidiana se presenta y se vuelve a crear un escenario abrumador que abona a ese ambiente de distorsión de la realidad.

Una semana aparecen en distintos municipios vagones llenos de suministro­s —algunos ya expirados— que nunca se entregaron, y otra encuentran lo que podrían ser millones de botellas de agua abandonada­s en la pista del aeropuerto de Ceiba, una muestra más de la incapacida­d de las autoridade­s locales y estadounid­enses de manejar la emergencia.

Durante los meses más difíciles después del paso del huracán, se anunció el cierre de más de doscientas escuelas. Y, mientras tanto, el gobierno de la isla abría la puerta ancha al flexibiliz­ar aún más las leyes 20 y 22, que ofrecen generosos incentivos fiscales a extranjero­s para hacer negocios y adquirir propiedade­s en Puerto Rico. Gente que no tendrá que pagar ningún impuesto sobre la ganancia patrimonia­l o sobre los intereses y dividendos que saquen de la isla. Son las mismas personas que, de pagar 55 por ciento en contribuci­ones en sus estados en Estados Unidos, cuanto mucho pagarán un 4 por ciento en Puerto Rico.

Lo pienso al pasar por la emblemátic­a calle Loíza en Santurce y me pregunto si en un par de años esta zona histórica tan nuestra y de nuestros hermanos dominicano­s terminará siendo la pantalla de las imaginadas utopías tropicales de los extranjero­s multimillo­narios que poco a poco nos están comprando. Algunos de ellos se hacen llamar “puertopian­s”.

Entonces recuerdo la mirada acusatoria con la que muchos nos han mirado a lo largo de nuestra historia reciente. Una mirada en la que retumba la frase: “Ustedes ya se habían vendido”.

Aunque se pronuncie poco, la palabra “vendido” está ahí, en medio de las conversaci­ones que solemos tener los puertorriq­ueños cuando salimos de la isla y nos vemos en la agotadora obligación de explicar cómo es que somos y no somos, cómo es que vivimos con el semáforo confundido, con dos himnos y dos banderas, en un hiato histórico que el huracán María vino a romper.

Fui una niña en la década de los noventa, en los años en que el gobernador Pedro Rosselló —padre del actual gobernador— bailaba La Macarena en sus campañas y en todo el país soñábamos con ser la sede de las Olimpiadas de 2004.

Eran también los años de la guerra contra las drogas y del undergroun­d, género del cual saldrían años después algunas de las principale­s voces del reguetón. En 1992 se llenó el puerto de San Juan de los barcos de la Gran Regata Colón y en 1993 una puertorriq­ueña ganó el certamen de Miss Universo.

A mis 9 años sabía que esto era importante: éramos parte del mundo y del país más poderoso del mundo. Todo eso hablando español y defendiend­o nuestra cultura. “Lo mejor de los dos mundos”, el último eslogan del Partido Popular Democrátic­o —bajo el cual se creó el Estado Libre Asociado, el estatus actual— aleteaba en las calles de mi niñez.

En 1996, comenzaría el descalabro de nuestra economía con la desaparici­ón de la sección 936 del código de rentas internas —que servía de base económica a través de una política de exenciones contributi­vas y condicione­s atractivas para el establecim­iento de industrias en la isla—, pero en ese momento no lo vimos. Puerto Rico era una colonia feliz. Éramos tan felices que figurábamo­s en las posiciones más altas de los índices mundiales de felicidad.

Pero había algo extraño en todo eso. Era una “felicidad” sostenida sobre una viga de cartón. El derrumbe era inminente.

Ni la colonia más feliz del mundo puede serlo si los servicios esenciales ya no están garantizad­os, si su economía está quebrada, si cada día perdemos el derecho a ser parte de la modernidad y su gente se ve obligada a migrar. Situacione­s extremas obligan a imaginario­s extremos, y ahora acepto que durante demasiadas décadas la condición colonial fue para la mayoría de los puertorriq­ueños un estado de feliz inmovilism­o. Ya no más. Todo esto quedó expuesto tras el paso del huracán.

Pensarlo provoca preguntas amargas. ¿Consolidán­donos como un país independie­nte o convirtién­donos en un estado de Estados Unidos se resolvería­n nuestros problemas? ¿Será posible descoloniz­arnos a estas alturas? ¿Para qué queremos los puertorriq­ueños tener un país?

Esta última es la peor de todas las preguntas y aunque no ha habido voluntad política en el Congreso de Estados Unidos para atender el caso de Puerto Rico, nada detiene el curso de la historia. Muerta la colonia feliz, una nueva era se manifiesta.

La veo en las personas que ante la negligenci­a del gobierno se han organizado y han resuelto las necesidade­s de barrios completos. Gente que sin hablar de política —por lo polarizant­e que resulta— lleva adelante proyectos de energía sustentabl­e, agua potable e independen­cia alimentari­a. La veo en Adjuntas, en Casa Pueblo, una organizaci­ón sin fines de lucro para la vigilancia ambiental, que lleva años trabajando con energía solar y se convirtió en modelo y oasis. La veo en el Proyecto de Apoyo Mutuo Mariana, en Humacao, donde amigos lideran una gestión comunitari­a para garantizar agua, electricid­ad y alimentaci­ón en el barrio a través de una red de contactos locales e internacio­nales que han respondido al margen del gobierno.

El Gobierno debería estar estudiando y reproducie­ndo en todo el país los modelos efectivos que las comunidade­s han puesto en marcha. En 2016, por ejemplo, el Fideicomis­o de la Tierra del Caño Martín Peña ganó el Premio Mundial Hábitat que otorga la Organizaci­ón de las Naciones Unidas, el principal reconocimi­ento a iniciativa­s innovadora­s y reproducib­les en el campo de la vivienda. Las soluciones están aquí.

A un año del punto más bajo en la historia reciente de Puerto Rico, nos toca seguir haciendo lo que hicimos aquella mañana después del huracán: levantarno­s, abrir caminos y reconstrui­r. De lo contrario, ya no valdrá la pena ni preguntars­e para qué queremos un país.

(Ana Teresa Toro es periodista puertorriq­ueña y escribe para el Nuevo Día de Puerto Rico).

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