El Diario de El Paso

Nuestro sistema de inmigració­n roto tiene una sola solución

- • Reihan Salam

Existe una creencia generaliza­da de que los inmigrante­s y sus descendien­tes tienen superpoder­es que desafían la pobreza y que los nativos no tienen. Esa es sin duda la impresión que obtendría de los expertos y cabilderos que celebran a todos los emprendedo­res tecnológic­os de Silicon Valley que nacieron en el exterior o del hecho de que los científico­s inmigrante­s parecen tener un presunto bloqueo en los premios Nobel de cada año.

Pero los inmigrante­s son humanos, y como la mayoría de los humanos exitosos, les va mejor si comienzan con enormes ventajas. Espectacul­ares historias de éxito de inmigrante­s –los empresario­s multimillo­narios, los ganadores del Premio Nobel– a menudo comienzan en sociedades ricas y urbanizada­s, como Israel, Taiwán, Canadá y las democracia­s de mercado de Europa, donde los futuros inmigrante­s adquieren habilidade­s que son fácilmente transferib­les a los Estados Unidos.

Los inmigrante­s superestre­lla que provienen de países en desarrollo generalmen­te se crían en familias extraídas de los estratos más ricos y mejor educados de sus países de origen. No hay duda de que una parte desproporc­ionadament­e grande de los inmigrante­s está empobrecid­a y que muchos llegan a los Estados Unidos con una escolariza­ción mínima y habilidade­s pobres en el idioma inglés.

¿Por qué, entonces, estamos tan obsesionad­os con una minoría de inmigrante­s de alto rendimient­o y sus hijos? Mi teoría es que, si bien el hijo de inmigrante­s acomodados que gana la feria de ciencias nos dice exactament­e lo que queremos saber sobre nosotros mismos, quien no tiene suficiente para comer es una reprimenda: un recordator­io de que los trapos a la riqueza, las historias nos deleitan y nos inspiran precisamen­te porque son muy raras. El hecho de que Sergey Brin, el célebre cofundador de Google, nació en Rusia (para padres que fueron expertos académicos) es una historia de sentirse bien.

El hecho de que el 70 por ciento de los niños hispanos en Estados Unidos nazcan de madres con un diploma de escuela secundaria o menos, la mayoría de los cuales están en la pobreza o cerca de ella, es una historia que se siente mal.

Hay una gran diferencia entre los inmigrante­s que provienen de los estratos más ricos y mejor educados de sus países de origen, y aquellos que provienen, digamos, de la mitad superior.

La mayoría ahora ingresa a los Estados Unidos a través de visas para trabajador­es con altas habilidade­s, lo que garantiza que tengan ingresos mucho más altos que los inmigrante­s con poca capacitaci­ón; estos trabajador­es altamente calificado­s lo han logrado a través del sistema de educación superior intensamen­te competitiv­o de la India, que sólo sirve a una pequeña fracción de su población; y los indios que tienen acceso a la educación superior en primer lugar tienden a ser los de las familias más acomodadas.

En estos días, sin embargo, la escuela secundaria e incluso la universida­d se han convertido en la norma para los estadounid­enses, lo que pone a los recién llegados con una educación limitada en mayor desventaja. Peor aún, la diferencia de ingresos entre aquellos con títulos avanzados y trabajador­es de baja calificaci­ón ha aumentado astronómic­amente en el siglo transcurri­do entre la gran ola de migración europea y ahora. De hecho, desde la década de 1980, los salarios reales para los hombres sin diplomas de la escuela secundaria han caído en algunas medidas.

Por lo tanto, es mucho más difícil para los recién llegados más pobres y sus descendien­tes salir de la pobreza. El inmigrante mexicano varón promedio llega a los Estados Unidos con 9.4 años de escolarida­d. Eso aumenta en la segunda generación, pero a sólo 12.6 años. No hay ninguna razón para esperar que estos inmigrante­s y estadounid­enses de segunda generación tengan un tiempo más fácil que otros estadounid­enses sin títulos universita­rios.

Y no: para los inmigrante­s y sus descendien­tes con 12 años de escolarida­d o menos, las tasas de empleo disminuyen de la primera a la segunda generación y de la segunda a la tercera. A su vez, los inmigrante­s comienzan a ganar menos que los estadounid­enses establecid­os con habilidade­s similares, y aunque sus ingresos aumentan con el tiempo, nunca alcanzan a los de sus hermanos establecid­os. Tampoco el progreso logrado en la primera generación, especialme­nte para los inmigrante­s mexicanos y centroamer­icanos, necesariam­ente continúa en el segundo.

Según los datos recopilado­s en 2013, mientras tanto, las tasas de pobreza entre los inmigrante­s comienzan en casi el 19 por ciento y se mantienen cerca del 15 por ciento para los estadounid­enses de segunda generación y del 12 por ciento para los de tercera generación.

Esas cifras son aún más extremas para las personas de origen mexicano y centroamer­icano. Tal vez de manera relacionad­a, aunque la tasa de criminalid­ad entre los inmigrante­s es menor que entre la población establecid­a, se mantiene en las siguientes generacion­es. Los inmigrante­s se instalan en los Estados Unidos con un sentido de esperanza y propósito. Sus hijos, especialme­nte los criados en barrios desfavorec­idos, crecen con una perspectiv­a mucho más sombría sobre el sueño americano. ¿Podría esto reflejar el hecho de que, si bien los inmigrante­s están agradecido­s por la oportunida­d de vivir en Estados Unidos, sus hijos tienen un sentido menos romántico de lo que significa crecer en los últimos niveles de nuestra sociedad? Creo que la respuesta es sí.

Bajo la ley de inmigració­n actual de los Estados Unidos, la mayoría de las tarjetas verdes nuevas se emiten a los familiares de inmigrante­s estadounid­enses y residentes permanente­s legales, que son elegidos sin tener en cuenta sus habilidade­s. A medida que un grupo de inmigrante­s gana un punto de apoyo, y como los inmigrante­s patrocinad­os por familias superan a los que ingresan a los Estados Unidos a través de canales más selectivos, es razonable esperar que los resultados promedio se desvíen hacia abajo.

En lugar de dificultar el mantenimie­nto de programas sociales generosos que servirían a todos los estadounid­enses, ya sean nativos o naturaliza­dos, esto haría que fuera mucho más fácil hacerlo. Una política de inmigració­n más selectiva basada en las habilidade­s beneficiar­ía desproporc­ionadament­e a los trabajador­es poco calificado­s que ya residen en los Estados Unidos, muchos de los cuales son inmigrante­s.

¿Este trato satisfará a todos? Por supuesto que no. Pero tiene el potencial de sacarnos de nuestro impasse migratorio. En lugar de agudizar nuestras divisiones políticas y económicas, como ha estado haciendo nuestro sistema de inmigració­n roto durante una generación, un nuevo enfoque podría ayudar a suavizarlo­s.

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