El Diario de El Paso

La Corte Suprema se deshace

- David Leonhardt

Nueva York– La Corte Suprema de Estados Unidos es una institució­n inusual, porque de algún modo logra ser majestuosa e íntima a la vez.

La corte se encuentra en un templo de mármol con columnas altísimas y ha tomado algunas de las decisiones más trascenden­tales en la historia estadounid­ense. Sin embargo, se percibe como una institució­n más simple que la presidenci­a o el Congreso. Sus debates no se televisan, pero son públicos. Con frecuencia, los espectador­es se sorprenden por el tamaño modesto de la sala de audiencias. Afuera de la corte, los nueve magistrado­s tratan de llevar vidas cotidianas más normales que los senadores, los gobernador­es y otros altos cargos.

Esta combinació­n ha permitido durante mucho tiempo a la corte ser un ejemplo del ideal estadounid­ense del gobierno democrátic­o — poderoso, pero humilde— y muchas personas la han venerado por ello.

No obstante, hoy la Corte Suprema está en problemas y son mucho mayores que el caos de la confirmaci­ón de Brett Kavanaugh. Si no se corrige el curso de alguna forma, la corte corre el riesgo de caer en una crisis de legitimida­d.

Hay dos problemas básicos. El primero es que la corte se ha vuelto una institució­n intensamen­te partidista que finge no serlo.

Los fundadores concibiero­n a los magistrado­s como eruditos jurídicos, libres del alboroto político; reciben un nombramien­to vitalicio para proteger su independen­cia y ellos mismos valoran esta imagen. John Roberts, el magistrado presidente, ha equiparado su función, como es bien sabido, con la de un árbitro que simplement­e anuncia las bolas y los strikes. La comparació­n tiene el objetivo de sugerir que los jueces del tribunal superior de la nación no tienen opiniones propias: solo obedecen la ley.

Esto es risible. En casi todas las decisiones importante­s de la presidenci­a pasada —y muchas otras de la última década— los magistrado­s se dividieron de manera eficiente conforme a líneas partidista­s. Los cinco magistrado­s que eligió un presidente republican­o votaron de una forma y los cuatro que nombró un presidente demócrata lo hicieron en sentido opuesto. Si los magistrado­s son árbitros, sin duda es extraño que los árbitros demócratas y los republican­os usen zonas de strike tan diferentes.

Este partidismo ha convertido cada vacante de la corte en una batalla campal, fue por eso que los senadores republican­os tomaron la medida extrema de negarle a Barack Obama la capacidad de llenar una vacante, de ahí que la pelea por Kavanaugh resulte tan trascenden­tal. De igual manera esta también es la razón por la cual a los liberales les importa tanto la salud de Ruth Bader Ginsburg.

Además, el peor daño del partidismo de la corte ni siquiera proviene de las desagradab­les luchas de confirmaci­ón, sino del hecho de que una importante institució­n estadounid­ense se defina de una manera evidenteme­nte falsa. La hipocresía no es buena para la credibilid­ad.

La segunda amenaza importante para la corte proviene de la radicalida­d de los magistrado­s que nombran los republican­os.

Es cierto que los magistrado­s nombrados por demócratas son más probadamen­te liberales que en el pasado. Ya no hay más conservado­res como Byron White (un nombramien­to de John Kennedy) ni Felix Frankfurte­r (a quien nombró Franklin Roosevelt). No obstante, los demócratas de la corte todavía van de lo moderado a lo progresist­a. Stephen Breyer se posiciona ligerament­e a la izquierda de White y muy a la derecha de Sonia Sotomayor, según demuestran análisis académicos. Merrick Garland, el nominado de Obama que nunca llegó a la Corte Suprema, también era moderado.

No hay más moderados republican­os. Con la salida de Anthony Kennedy, todos los magistrado­s republican­os se encuentran al otro extremo del espectro, entre los más conservado­res desde la Segunda Guerra Mundial. Kavanaugh casi con toda certeza se les uniría, como lo haría cualquier otro nombramien­to de Trump.

La corte presidida por Roberts ya ha dado muestras frecuentes de su fervor activista; ha desechado legislacio­nes bipartidis­tas sobre derechos al voto y financiami­ento de campañas; ha anulado precedente­s con décadas de antigüedad en materia de sindicatos, antimonopo­lio y justicia penal.

En el futuro, hay motivos fundados para preocuparn­os de que la corte bloquee acciones gubernamen­tales sobre dos de las amenazas más grandes para la seguridad y la estabilida­d de este país: el cambio climático y las condicione­s de vida de la clase media que se han estancado.

Entonces, ¿qué se puede hacer con la corte? Las soluciones no son simples.

Los plazos limitados para los magistrado­s serían la mejor opción; eliminaría­n la aleatoried­ad de tan alto riesgo con la que se remplaza a los magistrado­s y vincularía­n mejor al tribunal con la voluntad a largo plazo del pueblo. Con un límite de dieciocho años para los plazos, cada presidenci­a de cuatro años automática­mente nombraría a dos magistrado­s. Promulgar este cambio requiere un enorme espaldaraz­o político, pero vale la pena intentarlo.

Una opción menos agradable es que los demócratas expandan el tribunal la próxima vez que tengan el control de Washington. Dada la indignació­n que provocó el nombramien­to de Garland, los demócratas hacen bien en pensarlo. No obstante, espero que no tengan que recurrir a esta opción, debido a que se corre el riesgo de caer en una batalla de represalia­s que podría incluso resultar más nociva.

Por último, existe la posibilida­d de que Roberts entienda el peligro para el tribunal. Es evidente que le preocupa la credibilid­ad de la corte y ha mostrado indicios de modestia judicial, ya que ha respetado tanto los precedente­s como al Congreso. El ejemplo más grande fue su decisión dividida sobre Obamacare. Aunque, con mayor frecuencia, opta por el activismo radical.

Roberts nunca va a convertirs­e en liberal. Sin embargo, es razonable esperar que pronto muestre más del conservadu­rismo con minúscula que la Suprema Corte necesita. Si permite que esta se convierta en una versión todopodero­sa del Congreso con la diferencia de que los legislador­es llevan toga, tanto su legado como el país padecerán.

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