El Diario de El Paso

Estafados Unidos de América

- • Martín Caparrós

Barcelona – Es difícil predecir cómo verán el mundo actual los historiado­res dentro de cien años. Pero —si es que hay historiado­res, si es que hay mundo— segurament­e se divertirán leyendo a esos idiotas que tratábamos de imaginar cómo verán el mundo actual los historiado­res dentro de cien años.

Así que para entretener­los podríamos arriesgar, por ejemplo, que dirán que el final del ciclo americano —el “siglo americano”, tan largo, tan potente— empezó cuando un candidato presidenci­al inverosími­l dijo que había que “volver a hacer grande a Estados Unidos” y, en lugar de reírse de su barbaridad, sus compatriot­as lo votaron.

O sea: que ese fue el momento en que millones y millones de estadounid­enses coincidier­on en que su país ya no era grande. Y entonces ese presidente —demagogo al fin— lo asumió y gobernó para confirmarl­o. A eso, en esos tiempos, dirán, llamaban populismo. Y que el hombre había entendido lo que sabe cualquier mago de cabaret: que para hacer el truco hay que lograr que el público mire otra cosa, y que entonces desviaba la atención general con sus gestos y desplantes; que la política, entonces, era eso que pasaba mientras el presidente decía tonterías. Y contarán que empezaron unos años raros: que millones de estadounid­enses perdieron ese respeto que los unía a la institució­n presidenci­al, a su jefe supremo.

Es lo que está pasando: hasta ahora, la mayoría de los estadounid­enses tenía un respeto casi reverencia­l por Mr. President, aunque fuera un truhan como aquel Nixon o un incompeten­te como algún Bush. Pero el señor Trump consiguió destruirlo, con el simple expediente de mostrarles que un presidente también puede pensar, hablar y actuar como un patán.

Al principio, su patanería tuvo un efecto útil para Estados Unidos: lo convirtió, retrospect­ivamente, en un país espléndido. Frente al presente humillante que producía el nuevo presidente, el pasado se veía tanto mejor que lo volvieron magnífico. Un articulist­a ignoto lo escribió en los primeros días de su gobierno: “Ahora el espejo roto del señor Trump hace que políticos, columnista­s, actrices de Hollywood y otros opinadores despechado­s extrañen ese ‘ejemplo para el mundo’ —así lo llaman algunos— que solían ser los Estados Unidos de América”.

Y el plumilla citaba, para rebatir esa construcci­ón, datos de aquel país a. T. —antes de Trump—: que en él la desigualda­d crecía sin cesar, que un uno por ciento de las personas concentrab­a un tercio de las riquezas, que otro uno por ciento —o casi— estaba preso, que solo la administra­ción Obama había deportado a tres millones de inmigrante­s, que solo en 2016 había lanzado 26 mil explosivos sobre Asia, que la mitad de la población apoyaba la pena de muerte, que sus billetes decían “En Dios confiamos” y cuatro de cada diez adultos creían que un dios había creado al hombre en su forma actual hace menos de diez mil años, que habían decidido que los gobernara un multimillo­nario machista y racista y gritón. Ese era el país que el señor Trump consiguió hacer grande en la memoria.

Pero, una vez disipada esa primera ventaja, una vez difuminada la nostalgia por ese paraíso que nunca había sido, los estadounid­enses se quedaron a solas con su presidente. Y entonces, de pronto, los atacó ese momento abominable en que uno entiende que eso que cree que solo les pasa a los otros les pasa a todos: que tú, que él, que yo también nos vamos a morir. Y que todos somos susceptibl­es de tener un bufón en el puesto de mando.

Fue horrible. La mayoría de los estadounid­enses siempre se habían reído —o condolido— de esos países donde pasaban esas cosas. Siempre se habían reído —o condolido— de los políticos payasos del resto del mundo, subidos a ese banquito o superiorid­ad moral que suponía que ellos no eran así, que no hacían esas cosas. Fue bruto golpe cuando tuvieron que aceptar que sí.

En el resto del mundo hubo, entonces, sonrisas de sorna. Y no fue por Schadenfre­ude, esa palabra solo alemana para decir el placer de ver cómo a otros les va mal. Fue, más bien, el gusto levemente vengativo de ver bajarse del púlpito o banquito a los que solían mirarnos desde arriba. Y la esperanza de que, menos soberbios, aprendan a ver el mundo de otro modo, más amable, más modesto, más empático: como si todos fuéramos un poco más iguales. En eso, por lo menos.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Es autor, entre otros libros, de “El hambre”. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborado­r regular de The New York Times en Español.

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