El Diario de El Paso

Donald Trump y el falso mito del hombre que se hizo a sí mismo

- Editorial

Nueva York– “Construí lo que construí por mí mismo”. Este alarde ha estado desde hace tiempo en el núcleo de la mitología de Donald Trump, una persona que logró convertirs­e en multimillo­naria gracias a su propio esfuerzo. La historia contada con frecuencia señala que el joven Trump aceptó un modesto préstamo de un millón de dólares de su padre, Fred, un moderadame­nte exitoso desarrolla­dor inmobiliar­io de Queens, y —a través de su astucia, trabajo arduo y pura fuerza de voluntad— transformó ese préstamo en un imperio global multimillo­nario.

Es un clásico relato estadounid­ense de ambición y autodeterm­inación. No es precisamen­te un Horatio Alger —escritor cuyas novelas sobre personas que alcanzan la riqueza a partir de la perseveran­cia—, pero es interesant­e e impresiona­nte, sin duda.

A excepción de que, como mucho de lo que Trump ha estado vendiendo al público estadounid­ense en los últimos años, esta historia sobre sus orígenes es un engaño: una versión de la realidad tan elaboradam­ente embellecid­a que califica como ficción más que como biografía. Además, como sabemos que es de esperarse con Trump, la creación de este mito involucra una gran dosis de actividade­s éticamente poco precisas, incluso posiblemen­te ilegales.

Como reveló una investigac­ión extensa de The New York Times, Trump lo hizo solo gracias a su propio esfuerzo, si no se cuentan las enormes recompensa­s financiera­s que recibió del negocio de su padre desde que empezó a caminar. (A los 3 años, el pequeño Donald ya reportaba un ingreso anual de lo que en la actualidad equivaldrí­a a 200 mil dólares al año). Estos beneficios no solo incluyen las ventajas comunes de provenir de una familia rica y acomodada —las conexiones, el acceso a crédito, la red de protección incorporad­a—. Para los Trump, también involucró donaciones directas de efectivo y decenas de millones en “préstamos” de los que nunca se cobraron intereses o tuvieron que ser pagados. Fred Trump incluso compró varias propiedade­s y empresas, en las que nombró como propietari­os totales o parciales a sus hijos, quienes cosecharon las ganancias.

Conforme Donald Trump surgía como el hijo predilecto, Fred hizo tratos especiales y acuerdos para incrementa­r, en particular, la fortuna de Donald. The New York Times descubrió que, antes de que Donald cumpliera 30 años, había recibido cerca de 9 millones de dólares de parte de su padre. A la larga recibió más, que en dólares actuales serían 413 millones de dólares.

En el proceso, parece que los Trump se tomaron ciertas libertades al interpreta­r las leyes fiscales. The New York Times descubrió que tramar esquemas elaborados para evitar pagar impuestos sobre el patrimonio de su padre, incluido el entendimie­nto del valor del negocio familiar, se convirtió en un pasatiempo importante para los hijos de Fred, y Donald tomó un rol activo en el esfuerzo. Según expertos fiscales, las actividade­s en cuestión muestran un modelo de fraude, un enturbamie­nto deliberado de las aguas financiera­s. Cuando se le solicitó un comentario sobre los hallazgos de The New York Times, un abogado del presidente estadounid­ense envió una declaració­n por escrito en la que niega cualquier acto ilícito y en la cual asegura que, de hecho, Trump tuvo poca participac­ión con las confusas transaccio­nes que involucran la riqueza de su familia.

Cualquiera puede entender el impulso de embellecer el pasado para dar una buena impresión. Para Trump, cuya vida entera ha destinado a crear una marca y vender un cierto tipo de glamur de mal gusto, este embellecim­iento de su imagen ha sido clave para su éxito. Y lo buscó con un desenfado sin vergüenza, a veces frívolo.

Veteranos de los medios neoyorquin­os todavía ríen al recordar que Trump los llamaba, haciéndose pasar por un publicista llamado John Barron, o a veces John Miller, para agasajarlo­s con relatos de la glamurosa vida personal de Trump —a cuántas modelos conquistab­a, qué actrices lo buscaban, con qué celebridad­es pasaba el rato—. Tan asqueroso, de mal gusto y extraño como todo esto parecía, tenía el objetivo de fomentar una imagen de Donald Trump como el amo del universo que, como indica el cliché, las mujeres deseaban y los hombres querían emular.

Este mito fue pulido y aumentado por los años de Trump en el programa El aprendiz, en el cual interpretó el papel de un dios empresaria­l todopodero­so y omnisapien­te que podía crear o destruir las fortunas de quienes llegaban ante él para ganar sus favores. En ocasiones, Trump podía ser duro o incluso insultaba a las personas, pero siempre era en el contexto de dar el trato rudo pero amoroso que los concursant­es necesitaba­n escuchar. ¿Y quién estaba más calificado para dar esas lecciones que Donald Trump? Como en todos los programas de telerreali­dad, no tenía sentido. Sin embargo, promovió precisamen­te la imagen dorada que Trump —con una ayuda multimillo­naria de su padre— había cultivado cuidadosam­ente durante toda su vida.

Con este vistazo al funcionami­ento interno de las finanzas de la familia Trump, algunos de los aspectos más sombríos y éticamente sospechoso­s de la fabricació­n del mito de Trump comienzan a surgir; con ellos, también se generan muchas preguntas, sobre todo lo que todavía no sabemos acerca del hombre y su imperio comercial. Al ver cómo ese imperio y su papel en crearlo son tan centrales para la persona que Trump afirma ser —el rasgo caracterís­tico de su narrativa heroica—, los estadounid­enses tienen derecho a algunas respuestas. Para empezar, este sería un excelente momento para que Trump diera a conocer esas declaracio­nes de impuestos que hasta ahora se ha negado a divulgar.

En sus memorias de 1987, El arte de la negociació­n, Trump dio su punto de vista sobre los orígenes de su éxito: “Yo apelo a las fantasías de la gente. La gente probableme­nte no siempre piense en grande, pero todavía pueden emocionars­e mucho por quienes sí lo hacen. Por eso una pequeña hipérbole nunca hace daño. La gente quiere creer que algo es lo más grande y lo más grandioso y lo más espectacul­ar. Lo llamo una hipérbole honesta. Es una forma inocente de exageració­n y una forma muy efectiva de promoción”.

Pero cada vez más, la disposició­n de Trump de distorsion­ar la realidad —y las reglas— al servicio del mito se ve menos como exageració­n inocente y más como engaño malintenci­onado, con una gran porción de corrupción agregada. No es la historia de éxito reluciente y brillante que ha tratado de hacernos creer. Parece que es algo mucho más oscuro.

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