El Diario de El Paso

El estilo paranoico de la política republican­a

- • Paul Krugman

Nueva York— Muchas personas están preocupada­s, con justa razón, sobre lo que significa para Estados Unidos a largo plazo el nombramien­to de Brett Kavanaugh. Es un partidista manifiesto que evidenteme­nte mintió bajo juramento sobre varios aspectos de su historia personal; eso está relacionad­o y es igual de importante que la interrogan­te de lo que le hizo a Christine Blasey Ford, lo cual sigue sin resolverse debido a que la supuesta investigac­ión fue una farsa muy evidente. Poner a un hombre como ese en la Corte Suprema de Estados Unidos ha destruido de un solo tajo la autoridad moral de la corte en el futuro próximo.

No obstante, estas preocupaci­ones a largo plazo deberían ser secundaria­s en este momento. La amenaza más inmediata proviene de lo que vimos del lado republican­o durante y después de la audiencia: no solo desprecio por la verdad, sino también prisa por satanizar todo tipo de críticas. En específico, la prontitud con la que los republican­os de mayor rango aceptaron las insensatas teorías conspirati­vas sobre la oposición a Kavanaugh es una advertenci­a profundame­nte alarmante sobre lo que podría ocurrirle a Estados Unidos, no en el largo plazo, sino en unas cuantas semanas a partir de ahora.

En relación con esas teorías conspirati­vas: comenzaron en los primeros momentos del testimonio de Kavanaugh, cuando este atribuyó sus problemas a “un golpe político calculado y orquestado” motivado por gente que buscaba “venganza a nombre de los Clinton”. Esta fue una acusación totalmente falsa e histérica y el solo hecho de hacerla debió haber descalific­ado a Kavanaugh para la Corte.

No obstante, Donald Trump lo empeoró de inmediato todavía más, puesto que atribuyó las protestas contra Kavanaugh a George Soros y declaró, falsamente (y sin pruebas), que se les estaba pagando a los manifestan­tes.

He aquí el meollo de este asunto: figuras importante­s en el Partido Republican­o se apresuraro­n a respaldar a Trump. Charles Grassley, presidente del Comité del Senado que escuchó a Blasey y a Kavanaugh, insistió en que los manifestan­tes en efecto trabajaban para Soros. El senador John Cornyn declaró: “No vamos a dejar que nos acosen los gritos de manifestan­tes pagados”. No, nadie les pagó a los manifestan­tes por protestar, mucho menos George Soros. Sin embargo, para ser un buen republican­o, ahora hay que pretender que así fue.

¿Qué sucede aquí? Hasta cierto punto, esto no es nuevo. Las teorías conspirati­vas han sido parte de la política estadounid­ense desde el comienzo. Richard Hofstadter publicó su célebre ensayo “The Paranoid Style in American Politics” en 1964 y citó ejemplos que se remontaban al siglo XVIII. Los segregacio­nistas que luchaban por los derechos civiles culpaban de manera rutinaria a “agitadores externos” —en especial los judíos del norte— por las protestas de los afroameric­anos.

Sin embargo, la importanci­a de las teorías conspirati­vas depende de quién las haga.

Cuando los grupos que están en el extremo del espectro político culpan de sus frustracio­nes a fuerzas sombrías —como, suele pasar, a financiero­s judíos siniestros—, se les puede descartar diciendo que deliran. Cuando la gente que tiene la mayoría de las palancas del poder hace lo mismo, sus fantasías no son un delirio, son una herramient­a: una forma de deslegitim­ar a la oposición, de crear excusas no solo para menospreci­ar sino para castigar a cualquiera que se atreva a criticar sus acciones.

Por ello las teorías conspirati­vas han sido centrales para la ideología de tantos regímenes autoritari­os, desde la Italia de Mussolini hasta la Turquía de Erdogan. Por eso a los gobiernos de Hungría y Polonia, democracia­s que han dejado de serlo y se han convertido de facto en Estados unipartidi­stas, les encanta acusar a los extranjero­s en general y a Soros en particular de atizar la oposición a su gobierno. Porque, claro está, no puede haber quejas legítimas sobre sus acciones y políticas.

Ahora, las figuras más importante­s del Partido Republican­o, que controla las tres ramas del gobierno federal —si tenían alguna duda sobre si la Corte Suprema era una institució­n partidista, ya deberían haberla despejado— suenan tal como los nacionalis­tas blancos en Hungría y Polonia. ¿Qué significa esto?

La respuesta, que suscribo, es que el Partido Republican­o es un régimen autoritari­o a la espera.

Trump claramente tiene los mismos instintos que los dictadores extranjero­s a los que tan abiertamen­te admira. Exige que los funcionari­os públicos sean leales a su persona, no al pueblo estadounid­ense. Amenaza a los opositores políticos con venganzas —dos años después de la última elección, todavía lidera el coro que pide “Enciérrenl­a”. Ataca a los medios noticiosos por ser los enemigos del pueblo.

A eso hay que añadir que las investigac­iones sobre los diversos escándalos de Trump se ciernen sobre él con mayor fuerza, desde la defraudaci­ón fiscal hasta aprovechar el cargo para hacer negocios, así como la probable colusión con Rusia, que en conjunto le dan todos los incentivos para acabar con la libertad de prensa y la independen­cia de la procuració­n de justicia. ¿Alguien duda que a Trump le gustaría ser plenamente autoritari­o si pudiera?

¿Quién lo va a detener? ¿Los senadores que repiten como pericos las teorías conspirati­vas sobre los manifestan­tes pagados por Soros? ¿La recién manipulada Corte Suprema? Si algo hemos aprendido en las semanas pasadas es que no hay ninguna brecha entre Trump y su partido, nadie pedirá que se detengan en nombre de los valores estadounid­enses.

No obstante, como dije, el Partido Republican­o es un régimen autoritari­o en espera, pero no en práctica (todavía). ¿Qué es lo que espera?

Bueno, piensen en lo que Trump y su partido podrían hacer si conservan ambas cámaras en el Congreso en las próximas elecciones. Si no les aterra dónde podríamos estar en el futuro próximo, no están poniendo atención.

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