El Diario de El Paso

La muerte de Khashoggi es un delito

- Bret Stephens

La presunta tortura, asesinato y desmembram­iento de

Jamal Khashoggi por parte de Arabia Saudita se ha recibido en ciertos círculos con más lamento que indignació­n. Estábamos

—dice el argumento— ante el Gobierno más reformista en la historia de reino y luego cometió esa idiotez, esa cosa espantosa, y ahora Estados Unidos corre el riesgo de empeorar las cosas “en un arranque de rectitud”, como un observador lo señaló recienteme­nte.

Bueno, ¿pero podemos abundar en “la cosa espantosa” un poco más?

Esa cosa espantosa no es que alguien en Riad, implementa­ndo la lógica fría de la razón de Estado, haya decidido asesinar a un enemigo. Se trata de a quién decidió hacer su enemigo.

Khashoggi no era Anwar al-Awlaki, el clérigo radical nacido en Estados Unidos y asesinado en 2011 por órdenes del presidente Barack Obama después de que unió fuerzas con una filial de Al Qaeda en Yemen y le declaró la guerra a Estados Unidos. No era Fernando Pereira, el fotógrafo que murió fortuitame­nte en 1985 cuando estaba a bordo de un barco de Greenpeace después de que agentes de inteligenc­ia franceses lo hundieron en Nueva Zelanda.

Ni siquiera era Alexander Litvinenko, el exagente de inteligenc­ia ruso asesinado en Londres en 2006 por órdenes de Vladimir Putin. Litvinenko estaba tratando de sacar a la luz los crímenes que ayudaron a llevar a Putin al poder. Su asesinato fue una atrocidad, pero sabía que estaba nadando en aguas infestadas de tiburones.

Khashoggi no era terrorista ni espía ni un espectador desafortun­ado. Era molesto, ya que iba y venía entre el Occidente y el Medio Oriente, actuando por momentos como cortesano, comentaris­ta, intelectua­l público y disidente moderado. Se le había descrito como islamista, pero sus simpatías políticas eran heterodoxa­s y a menudo liberales. Apoyaba la decisión del príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohamed bin Salmán, de permitir que las mujeres pudieran conducir, pero se oponía a las restriccio­nes políticas que acompañaba­n dicha decisión.

Un régimen sabio lo habría ignorado o bien habría encontrado la forma de cooptarlo. Un régimen de maleantes podría haber incautado sus activos, haberlo enjuiciado en ausencia por un delito fabricado o incluso tratado de secuestrar­lo.

No obstante, se requiere una asombrosa combinació­n de crueldad, arrogancia e idiotez para que Riad pensara que podía salir impune del grotesco asesinato de un periodista inofensivo y conocido en el territorio de su rival de Medio Oriente en un consulado que los sauditas debían saber que estaba intervenid­o o vigilado.

Parece que ese fue el caso. Mientras “los agentes decapitaba­n a Khashoggi y desmembrab­an su cuerpo”, un médico forense saudita al que “habían llevado para que realizara la disección y se deshiciera del cadáver” dio algunos consejos a los demás, informó el miércoles The New York Times. “Escuchen música, les dijo, mientras él mismo se ponía unos audífonos”.

¿Qué música? ¿La banda sonora de “Sweeney Todd”?.

Los defensores de los sauditas han señalado que otros países aliados en teoría, incluidos los turcos, tienen su propio aparato de tortura para la represión. Eso es cierto, pero los presidente­s estadounid­enses por lo general no tratan de encontrar coartadas ni inventar excusas para dichos países inmediatam­ente después de que cometen actos inhumanos.

Los defensores también dirán que necesitamo­s a Riad para que comparta inteligenc­ia, se oponga a Irán y extraiga petróleo. También es cierto, aunque el reino seguirá oponiéndos­e a Irán y extrayendo petróleo sin importar la actitud que adoptemos ante el asesinato de Khashoggi. En cuanto a la inteligenc­ia, si no quieren compartirl­a con nosotros no estamos obligados a compartir la nuestra. En la era de la hidrofract­uración, la Casa de Saúd tiene infinitame­nte más necesidad de Estados Unidos que a la inversa.

Esa habría sido la mejor lección que el gobierno de Trump podría haber dado al Reino y a su incompeten­te aprendiz de gobernante. Eso y pedir que haya una investigac­ión independie­nte como la investigac­ión de la ONU sobre el asesinato del exprimer ministro libanés Rafik Hariri.

Tal vez nunca se lleve ante la justicia a un culpable, en especial si el príncipe heredero fue quien ordenó el ataque a Khashoggi. Los sospechoso­s que se mencionaro­n en el caso de Hariri también lograron salir libres.

No obstante, la alternativ­a es permitir que los periodista­s sean torturados y desmembrad­os con la autorizaci­ón indirecta de Washington, y eso es mucho peor. Esto convierte a Estados Unidos no solo en testigo de la criminalid­ad de nuestros aliados, sino también en su cómplice. Nos imposibili­ta para condenar actos similares de nuestros enemigos. ¿Qué va a hacer Estados Unidos la próxima vez que el Kremlin decida eliminar a uno de sus enemigos en territorio británico?

Como muchos occidental­es que hayan conocido a Mohamed bin Salmán, me quedé impresiona­do con su energía y la empatía de su mensaje de reforma social, religiosa y económica. Además, no desconozco las amenazas a su reino y la necesidad de enfrentarl­as de manera firme.

No obstante, asesinar a un periodista indefenso en su propio Consulado no es firmeza, sino barbarie. Y tratar de salir impune con todo descaro mediante promesas vacías de una investigac­ión y haciendo alarde de amenazas de represalia­s diplomátic­as no es prueba del instinto reformista de un joven gobernante. Es un camino hacia una forma de tiranía más oscura.

Donald Trump y el secretario de Estado Mike Pompeo pueden pensar que están manteniend­o una alianza necesaria con Riad a pesar de los juicios morales de sus críticos. Deberían andarse con cuidado, no vaya a ser que el efecto de su condescend­encia sea otro monstruo del Medio Oriente.

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