El Diario de El Paso

El duro, largo trabajo de sanar una sociedad

- Brandon McGinley

No cambia nada que uno de los peores ataques contra judíos en la historia de Estados Unidos haya ocurrido en un vecindario que conozco, a cinco cuadras de mi escuela secundaria. Las víctimas y su comunidad no sienten más dolor ni pena ni terror porque puedo visualizar la intersecci­ón de Wilkins y Shady. Los muertos ya no están muertos. Y no cambia nada el hecho de que el hombre que supuestame­nte cometió esta masacre vivió a cinco minutos de mi casa de la infancia, en un camino que todavía viajo con frecuencia. Sus motivos no son más pernicioso­s ni atemorizan­tes debido a esa proximidad. Muestra que el odio está en todas partes, no sólo el odio, que cada persona alberga en algún momento de su vida, sino ese tipo especial de animosidad explosiva y autodestru­ctiva que impulsa a un hombre a tirar todo para satisfacer­lo.

Pero, aun así, se siente diferente, cercano, personal. Los presentado­res de noticias locales hablaron sobre lo sorprenden­te que fue que algo como esto pudiera suceder aquí. Supongo que fue una buena cosa para decir en un día difícil, pero ¿quién podría creerlo? Después de todo, este tipo de cosas ha sucedido aquí. Hace dieciocho años, un hombre de Pittsburgh obsesionad­o con la inmigració­n no blanca disparó a su vecino judío de edad avanzada e incendió su cuerpo, luego se fue a una ola de dos condados, matando a cuatro personas de color y disparando contra dos sinagogas. Hace nueve años, otro hombre de Pittsburgh motivado por un tipo diferente de odiosa obsesión mató a tres e hirió a nueve en una clase de gimnasia para mujeres antes de suicidarse.

Para los locales fue especialme­nte conmovedor que este ataque haya ocurrido en Squirrel Hill. Uno de los enclaves judíos urbanos más grandes que quedan en los Estados Unidos, Squirrel Hill era cosmopolit­a antes de que Pittsburgh se volviera cosmopolit­a (nuevamente). Hasta hace poco, era uno de los pocos lugares de la ciudad donde se podía escuchar de manera confiable otros idiomas además del inglés. En medio de una ciudad en recuperaci­ón de Rust Belt, Squirrel Hill ha representa­do durante mucho tiempo a una América diferente de los antiguos vecindario­s de la clase trabajador­a: ampliament­e diversa, socialment­e privilegia­da, económicam­ente segura.

Más de Pittsburgh se parece a Squirrel Hill ahora, pero para mucha gente lo que representa parece más distante y más amenazador que nunca. Lleno de generacion­es de profesores, abogados, doctores y, sí, judíos, es un lugar perfecto para el agraviado culturalme­nte. Entonces, sí, me sorprendió escuchar las noticias, pero en la forma en que uno se sorprende al escuchar que una falla activa se ha roto: nunca se sabe el día en que sucederá, pero fue una cuestión de tiempo.

Me gustaría poder decir que algún día los libros de historia registrará­n mi ciudad como el lugar donde se detuvo, pero no puedo, porque no lo harán. Las heridas sociales que conducen a la creación de comunidade­s que nutren la ira no pueden combinarse con una legislació­n ilustrada o una aplicación de la ley agresiva o algún compromiso generaliza­do con la tolerancia. Esto seguirá sucediendo.

A medida que se desarrolla­ba la masacre, conducía por la ciudad para hablar en una pequeña conferenci­a sobre cómo crear una política cristiana basada en la verdad de Imago Dei, la enseñanza bíblica de que todos los seres humanos están hechos a imagen y semejanza de Dios. El grupo era una rama del Partido de Solidarida­d de los Estados Unidos, un movimiento todavía pequeño para organizar una fuerza electoral basada en los principios demócratas cristianos.

Ese concepto de solidarida­d volvió a mi mente una y otra vez el sábado. Pensé en la relación especial (y no siempre saludable) entre cristianos y judíos, y en el deber de solidarida­d que tenemos con ellos con base en a esa relación especial, y a nuestra participac­ión compartida en Imago Dei.

Pero también pensé en cómo, tal vez más que nada, nuestra sociedad sufre de falta de solidarida­d, una deficienci­a en el entendimie­nto de que compartimo­s algo valioso como estadounid­enses y como seres humanos, una falta de compromiso para cumplir con los deberes que tenemos uno con otro, no porque elegimos esos deberes sino porque están implícitos en nuestra dignidad.

La solidarida­d, sin embargo, es más que sentimient­os cálidos hacia los marginados y amenazados. Es una virtud, y una virtud es un hábito. El hábito de la solidarida­d comienza no enviando pensamient­os o incluso recursos a quienes están lejos de nosotros, sino en el arduo trabajo de sanar nuestras relaciones con los más cercanos a nosotros. La solidarida­d comienza cuando recibimos en nuestras casas a un amigo con dificultad­es, frágil o difícil, cuando nos reconcilia­mos con un miembro de la familia distanciad­o y cuando realizamos actos específico­s de caridad para personas específica­s en nuestras órbitas cercanas.

Curar a una sociedad de esta manera es más una rehabilita­ción que un trabajo de costura; lleva mucho tiempo, tal vez toda una vida, tal vez más de una, y luego una vigilancia constante después de eso. Y comienza en casa reconocien­do que hay heridas justo frente a nosotros y dentro de nosotros que demandan nuestra atención. Esto no evitará que alguien saque de una ciudad lejana, pero un día podría salvar a una ciudad o un vecindario o una familia de un dolor como el de Pittsburgh hoy.

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