El Diario de El Paso

Un invitado incómodo

- • Alberto Barrera Tyszka

Ciudad de México – El tiempo entre el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador y el día en que, por fin, tome protesta como presidente de México es demasiado largo. Lo que fue una avasallant­e victoria se ha ido diluyendo. La Cuarta Transforma­ción comienza a parecer más bien una decimosext­a modificaci­ón. Por eso, supongo, el nuevo presidente necesita mantener en alto la polarizaci­ón. Le conviene permanecer siempre bajo los focos mediáticos y en el centro de la discusión pública. Necesita hacer sentir que algo pasa, que no se ha dormido, que el cambio está en movimiento.

Por eso apuró una consulta inconsiste­nte sobre el nuevo aeropuerto. Más que un acto democrátic­o, la encuesta era una provocació­n. Por eso, tal vez, también parece disfrutar de las indignadas reacciones ante la invitación a Nicolás Maduro a su toma de posesión el 1 de diciembre. “Somos amigos de todos los pueblos y de todos los gobiernos del mundo”, dice sonriendo.

Pero esa respuesta es una fórmula retórica. Suena bien pero puede ser muy contradict­oria, incluso incoherent­e. A veces, proclamars­e amigo de un gobierno implica convertirs­e en enemigo de su pueblo. Nicolás Maduro no cuenta con ninguna legitimida­d internacio­nal. Su popularida­d, dentro y fuera del país, es también ínfima. Sin duda, se trata de un invitado incómodo, de una presencia irritante. Su asistencia a la toma de posesión obliga a un rápido estreno de López Obrador en el complejo y frágil equilibrio diplomátic­o que vive la región. El nuevo gobierno puede defender el principio de la “no injerencia”, pero ¿cómo reacciona ante las fehaciente­s pruebas de corrupción y de violación a los derechos humanos que acorralan a Nicolás Maduro?

No se trata de una opinión personal. Tampoco es una conspiraci­ón del capitalism­o internacio­nal. Hay informes, datos concretos, confesione­s… Si alguien representa en Venezuela a “las mafias del poder” es Nicolás Maduro.

El discurso de Maduro aprovecha la gramática de la izquierda, invoca a los pobres y ataca al imperialis­mo, pero detrás de su lengua hay una caja registrado­ra que nunca se detiene. Está siendo investigad­o por el desfalco y blanqueo de mil 200 millones de dólares a la empresa estatal petrolera. Un miembro directivo de Odebrecht lo denunció, señalando que recibió 35 millones de dólares para su campaña electoral. Su propios ex compañeros de gobierno, todavía chavistas, exigen que responda ante el país por 350 mil millones de dólares desapareci­dos en el vaho de muchas empresas fantasmas. Su gobierno está implicado en una trama de corrupción en una red de distribuci­ón de alimentos comprados en el exterior para ser supuestame­nte vendidos a precios solidarios a los pobres de Venezuela. Se trata de una estafa gigantesca, que supone una cifra de 5 mil millones de dólares y que ha desatado la persecució­n oficial de los periodista­s que investigan los hechos.

Y esto podría ser solo una pequeña muestra de todo el gran sistema de corrupción que se mueve detrás de su gobierno. Para cualquier mexicano, invitar a Maduro podría ser algo parecido a convidar a Javier Duarte a la inauguraci­ón presidenci­al. El ex gobernador de Veracruz, actualment­e en prisión, es el emblema de la corrupción y del descaro político en México, una imagen de la perversión del PRI en el manejo de los dineros públicos y en el ejercicio de la violencia. Eso, ya tal vez mucho más, es Nicolás Maduro en el Caribe.

Otro de los elementos importante­s que problemati­za la alianza entre AMLO y el gobierno de Venezuela tiene que ver con el respeto a los derechos humanos. Insisto: no se trata de un asunto de criterios íntimos, de elucubraci­ones sesgadas. Casi desde el comienzo de su gobierno, Nicolás Maduro ha desatado una guerra feroz desde el Estado en contra de sus ciudadanos. En Venezuela hay actualment­e 232 presos políticos y 7 mil 495 personas sometidas a procesos judiciales, ligados a motivos políticos. Esto sin contar la cantidad de programas y medios de comunicaci­ón censurados o suprimidos, periodista­s a quienes se les retiene el pasaporte, ciudadanos cuyos derechos son vulnerados por participar en protestas en contra del gobierno.

En términos de uso de fuerza contra la población, las estadístic­as de Nicolás Maduro son sangrienta­s. Un informe de la OEA reseña que solo en las protestas del año 2017 se cuentan 163 muertos. Naciones Unidas, por su parte, ha pedido una investigac­ión especial sobre los operativos de seguridad diseñados por el gobierno, en los que, según denuncias, ha habido 505 ejecucione­s extraofici­ales. A todo esto, habría que sumar el supuesto suicidio de un concejal opositor, detenido de forma ilegal, en una prisión de la policía política; así como el reciente testimonio de un joven, desterrado a España tras cuatro años de prisión, sobre las diferentes modalidade­s de tortura que padeció. Es evidente que no se trata de un caso aislado sino de una política de Estado. Si, en 1968, Nicolás Maduro hubiera sido presidente de México, tal vez la masacre de Tlatelolco se hubiera perpetrado de la misma manera. O peor.

Dice López Obrador que “México ya cambió”. Tiene una enorme fe en sí mismo. Como lo sostuvo también en su campaña electoral, piensa que su sola presencia puede tener un efecto mágico en el sistema, en la vida pública, en la condición humana. Lamentable­mente, la historia demuestra que todo es mucho más complejo. Si algo, por ejemplo, contradice toda su prédica, es la presencia de Nicolás Maduro en el inicio de su mandato.

Maduro encarna toda la corrupción, el abuso y la represión que AMLO pretende combatir. Incluso para sus seguidores puede resultar una incongruen­cia monumental. La dicotomía entre la izquierda y la derecha se ha vuelto un sinsentido. La primera posverdad que hay que enfrentar es la ideología. Maduro no representa ninguna revolución popular y latinoamer­icanista. Representa un gobierno ilegal, corrupto y autoritari­o.

Ha señalado el historiado­r Rafael Rojas que “para emprender cualquier gestión diplomátic­a mediadora, en relación con Venezuela, el rechazo al autoritari­smo y a la violación de derechos humanos es una premisa insoslayab­le”. Ese es un gran desafío que tendrá el nuevo gobierno de México por delante. Estará obligado a participar en una crisis internacio­nal sin establecer complicida­des, sin traicionar sus propias promesas.

En estos momentos, no se puede ser amigo del pueblo de Venezuela y amigo del gobierno de Nicolás Maduro al mismo tiempo. Si AMLO quiere ser coherente con todo lo que ofreció en su campaña, si desea ser leal a sus votantes, no puede entonces establecer una alianza ciega con “la mafia del poder” que oprime al pueblo venezolano.

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