El Diario de El Paso

El comienzo del fin de la mejor idea de Estados Unidos

- Timothy Egan

Agoura Hills, California — Cuando era pequeño pasé por un bosque fantasma en Montana, nada más que los esqueletos ennegrecid­os que dejó en pie el mayor incendio forestal que se haya registrado en la historia de Estados Unidos. Ese fue el Gran Incendio de 1910, que, en un fin de semana, consumió hasta las cenizas un área casi del tamaño de Connecticu­t.

Los restos de esa explosión nos cuentan una historia de vientos huracanado­s, de árboles de 30 metros de altura que aplastaron a los bomberos forestales, de tierra tan abrasada por el intenso calor que pasaron décadas para que brotaran vástagos en algunos lugares.

Al menos la vida regresó. A lo largo del siglo pasado, emergió un bosque sano junto con la opinión política general de que los terrenos silvestres eran fundamenta­les para nuestra idiosincra­sia nacional.

Hoy, caminando por el piso ceniciento de otra tierra fantasmagó­rica, me siento impactado por lo desnudo que luce todo en el mayor parque nacional urbano del mundo. Casi el 90 por ciento de las tierras federales en el Área de Recreación Nacional de las Montañas de Santa Mónica se quemó en el Incendio de Woolsey de este mes. El solo olor entristece.

La historia que narra es sombría, un presagio de la naturaleza alterada y convulsa. No se trata solo de que este experiment­o audaz —un enorme parque en el umbral de un área metropolit­ana donde habitan trece millones de personas— ahora se encuentra en estado crítico; se trata de que somos la primera especie en afectar de manera radical el mundo que nos dio vida, buena parte del cual pronto ya no será seguro para la presencia humana.

California solía tener temporadas de incendios forestales definidas. Ahora las tormentas de llamas y humo están presentes todo el año, y la mayor parte del estado más poblado de la nación es una zona de incendios. Uno de cada ocho estadounid­enses vive en una tierra que podría volverse catastrófi­ca cualquier día.

El año pasado fueron la tierra del vino al norte de San Francisco y las montañas arriba de Santa Barbara. Este año son el área alrededor del Parque Nacional de Yosemite, los cañones poblados de la región norte del estado y este último gran espacio abierto en las montañas que se alzan sobre Los Ángeles.

En el norte, el poblado de Paradise fue básicament­e borrado del mapa; se perdieron más de 13 mil hogares, murieron más de 80 personas, un centenar siguen desapareci­das, miles se quedaron sin casa: ha sido el incendio más mortífero en la historia del estado. Es una tragedia humana.

En el sur, casi son 40 mil 468 hectáreas las que se incendiaro­n en las montañas que llegan hasta el mar, donde se pueden ver venados calcinados en los caminos, un rancho icónico de las películas del Viejo Oeste quemado hasta adquirir el típico tono blanco y negro de las cenizas, las zonas montañosas de salvia y chaparrale­s de dulce aroma reducidas a un paisaje lunar. Es una tragedia para la naturaleza.

Ambas zonas, silvestres y urbanas, habían tenido desde hacía mucho tiempo una frágil coexistenc­ia en el “estado dorado”. Recienteme­nte, dicha coexistenc­ia ha llegado a un límite, con el cambio climático ocurriendo a un ritmo acelerado, “la nueva anormalida­d”, como el gobernador Jerry Brown lo llama.

No obstante, ¿qué amenaza más nuestra existencia un mundo natural con la sintomatol­ogía de la enfermedad de la excesiva intervenci­ón humana, o la gente que niega el cambio los voluntaria­mente ignorantes a cargo del gobierno federal?

Fuimos testigos de la peor negación de la realidad cuando el presidente Donald Trump visitó la zona de incendios hace unos cuantos días. Tras ver las zonas devastadas en un recorrido en automóvil, sugirió rastrillar el suelo, como se imaginó que hacían en Finlandia. Dijo que quería “hacer que el clima fuera genial”. Los finlandese­s lo corrigiero­n. El mundo rio.

Trump puso a un chiflado como fiscal general interino, Matthew Whitaker, un hombre asociado con una empresa que promovió los viajes en el tiempo y a Pie Grande. A pesar de todo, el presidente niega las pruebas evaluadas por expertos, resultado de consensos, sobre el cambio climático.

Nuestro presidente de notas sobresalie­ntes ni siquiera tiene suficiente calidad presidenci­al para decir correctame­nte el nombre de la población devastada, Paradise (en varias ocasiones le cambió el nombre a “Pleasure”). Tampoco creyó necesario entender la diferencia entre una Finlandia subártica y la árida California. Su Gobierno culpó a los “ambientali­stas radicales” de los incendios.

Sin embargo, no fueron los ambientali­stas quienes hicieron que soplaran vientos de 80 kilómetros por hora en un estado que apenas ha recibido unas cuantas gotas de lluvia en los últimos seis meses, verdaderas ráfagas de calor que rebotaron entre los cañones llenos de combustibl­es hechos por el hombre.

Los parques nacionales, llamados con frecuencia la mejor idea de Estados Unidos, fueron creados por gente que miró más allá de su propia vida. Esas personas fueron grandes ancestros: benevolent­es, visionario­s, altruistas. Protegiero­n islas de diversidad que los humanos estábamos destruyend­o con rapidez. El cambio climático ha puesto estos parques en gran riesgo.

Lloremos por el paraíso montañoso de Santa Monica. La decena de pumas y quizá el par de linces que tenían un collar para rastrearlo­s siguen vivos. Pero ¿qué hay de las demás especies que se tambalean entre los palos negros carbonizad­os del parque? Los incendios que solían ocurrir cada cien años ahora ocurren cada veinte.

Desde la cima de los picos más altos de la bahía de Malibu, se puede observar la devastació­n. Esta visión desoladora del mañana no es inevitable. Se necesitaro­n agallas y auténtica valentía política para mantener esta mezcla de terrenos públicos y privados en custodia para el público, en aquella época en que el Congreso trabajaba por el bien común, en 1978. Se requerirá mucha más valentía y visión a futuro para salvarla. Mi temor es que el panorama de hoy sea solo un avance de la destrucció­n que se avecina.

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