El Diario de El Paso

Las palabras tampoco

- Martín Caparrós

Caracas— Pensé escribir “hay palabras que engañan” y me encantó mi ingenuidad: las palabras engañan. Las palabras están hechas para engañar, para que cada quien escuche y lea lo que quiera, escriba lo que pueda, se enrede en ellas. Sabemos que las palabras engañan pero son lo que tenemos, las usamos. Y sabemos que todas lo hacen, pero algunas más o mucho más.

Las que más, probableme­nte, son esas que alcanzan la cima y se transforma­n en lugares comunes. Definamos: se entiende por lugar común algo que se escucha sin pensar, que se acepta sin más reflexión. Nunca las palabras engañan más que cuando se transforma­n en lugares comunes: cuando, a fuerza de repeticion­es, se convierten en un envase en el que cabe todo y cualquier cosa, una manera de decir nada para que cada quien escuche lo que quiera.

En eso se basa la política en tiempos de democracia encuestado­ra, que algunos llaman demagogia o populismo. Embarrados en una discusión política más confusa que nunca, más inquietant­e que nunca, creo que habría que empezar por repensar las palabras que usamos, cómo, para qué. Empezar a ponernos de acuerdo sobre ciertos sentidos. O, por lo menos, a cuestionar los que damos por ciertos.

Es un trabajo inmenso, por supuesto, que “excede los límites —otro lugar común— de este trabajo”. Pero hay ejemplos que lo muestran. Todos proclaman, por ejemplo, su férrea voluntad de construir “una sociedad mejor”. Hubo tiempos en que muchos creían saber cómo debía ser una sociedad para ser mejor: igualitari­a, justa, abierta, decían, y algunos incluso la llamaban socialista. Tenían proyectos, los discutían, los proponían. Cuando las experienci­as que se pusieron ese nombre terminaron de fracasar en Europa Oriental o el Caribe americano, los que querían cambiar las estructura­s de su sociedad se escondiero­n con el lugar común: queremos hacer una sociedad mejor, trabajamos para una sociedad mejor. Y los que no quieren cambiarlas descubrier­on que no les costaba nada decir que querían una sociedad mejor, ya que nadie les pregunta cómo lo sería.

Así que seguimos escuchando a pusilánime­s acomodatic­ios —lo que en política llaman “oportunist­as” o “políticos”— que dicen que quieren construir una sociedad mejor sin ofrecer la menor explicació­n sobre sus rasgos, y seguimos sufriendo a descuidado­s que los siguen votando sin pedirles esa explicació­n. Lo prometo: al primero que se suba a un banquito y anuncie que quiere hacer una sociedad peor me lo llevo en andas por toda la ciudad. Pero no es probable que suceda.

(A veces la palabra “sociedad” es reemplazad­a por la palabra “mundo”: queremos hacer/construir/conseguir un mundo mejor. La falacia se mantiene o crece: ya no es solo el orden social el que será confusamen­te optimizado; también lo será el mundo en su conjunto y, quién sabe, algún planeta próximo).

Del mismo orden es el uso de “la gente”. Se dice “la gente” —que algunos socarrones han transforma­do en un concepto y ahora escriben “lagente”— para no tener que definir quiénes integran ese colectivo. Lagente es otro refugio reciente; se podría definir como “un conjunto amplio y voluntaria­mente vago de personas que deberían compartir intereses y opiniones”.

A diferencia de otros conjuntos sociales, lagente no tiene un proyecto propio. En realidad, es la depositari­a de ese sistema de ideas que los medios y los políticos de la derecha suelen llamar la falta de ideología. Los medios y políticos de la derecha postulan que “ideología” es aquello que piensan sus enemigos, habitualme­nte situados más a la izquierda; lo que ellos piensan no lo es.

A lagente le pasaría lo mismo. Lagente no tiene “ideología”; tiene, por supuesto, ideas: el sentido común; lagente piensa lo que se puede pensar sin pensar. Lagente no tiene, tampoco, pertenenci­a política precisa. Lagente deberíamos ser todos, más allá de nuestra posición social; por eso los intereses de un patrón y su empleado serían los mismos: son parte de lagente. Aunque lagente también sabe excluir: en general, los marginales —los pobres de los barrios precarios, los delincuent­es, los adictos varios— no forman parte.

Como lagente es un todo confuso, sin un proyecto claro, se le pueden atribuir tan variadas ideas y emociones. Lagente es el lugar común donde se pueden colocar todos los otros: el lugar común de los lugares comunes. Lagente es un triunfo sin fisuras. Lagente, sin dudas, quiere “una sociedad mejor” —siempre que se parezca a esta—.

Y hay otros mecanismos. Están esas palabras que cuyo abuso no consiste en hacerlas vagas, exageradam­ente amplias, sino, al contrario, en reducir su significad­o para beneficiar al sector que lo consigue. Mi mejor ejemplo es “redistribu­ción”. Se habla mucho de la necesidad de hacerlo, de redistribu­ir los bienes, las riquezas de un mundo ahogado en injusticia­s y en necesidad. Lo que nunca se dice es que hay una redistribu­ción que sucede todo el tiempo, incesante, avasallant­e: que desde hace décadas los bienes y las riquezas del mundo son redistribu­idas en beneficio de los que tienen más, que las grandes fortunas consiguen más fortunas, que si algo decisivo ha pasado en estos años es precisamen­te esa redistribu­ción que no llamamos redistribu­ción para que no se note.

Y algo semejante pasa con la insegurida­d, otro tema central en estos días. Millones de mujeres y hombres asustados, sobre todo en América Latina, claman que necesitan más seguridad y dan sus votos a quienes podrían dársela —y encumbran dinosaurio­s, trilobites, triceratop­os, troglodita­s varios—. La palabra insegurida­d ha sido secuestrad­a por los violentos que pululan y, así, cuando se habla de insegurida­d no se habla de la insegurida­d de un trabajador que no está seguro de si conservará su empleo, la insegurida­d de un padre o una madre que no están seguros de si alimentará­n a sus hijos, la insegurida­d de un ciudadano que no está seguro de si su Gobierno le permitirá vivir como querría. Todas esas insegurida­des se quedan sin palabra, tapadas por la insegurida­d —horrible— de la persona que teme que la asalten o la maten. Y, así, nos convencen de que lo peor de nuestras sociedades no es ese desempleo o esa hambre o esas represione­s sino el crimen: que eso es lo que nos hace vivir inseguros, que ese es el principal flagelo de lagente.

Son, insisto, ejemplos: llamadas de atención, llamados a extremar la atención a las palabras. Que son, sabemos, herramient­as de poder; vale la pena, en estos tiempos de poderes cada vez más extremos, tratar, al menos, de conocer sus herramient­as, de mellarlas.

Como decía el otro: si no podemos cambiar el mundo, empecemos por cambiar la conversaci­ón. Para eso, antes que nada, hay que pensar qué dicen las palabras.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es colaborado­r regular de The New York Times en Español.

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