El débil caudillo
Nueva York – En el segundo mandato de Barack Obama, con una agenda legislativa muerta en un Congreso controlado por los republicanos, el presidente dio un giro al unilateralismo ejecutivo de una manera innovadora. En materia de regulación climática y atención médica empleó el poder presidencial para desarrollar políticas que el Congreso le negaba, y en cuanto a la inmigración, dio un salto más drástico: mediante un poder al que él mismo había renunciado previamente, ofreció una categoría legal provisional a casi la mitad de los inmigrantes ilegales.
En ese momento, lo llamé “cesarismo”: un intento de adjudicar a una presidencia imperial el mismo poder sobre la política interna que ya ostenta pero ahora ejercerlo en los asuntos exteriores y militares. Además, debido a que la decadencia de las repúblicas es un proceso repetitivo, en el que cada facción se construye sobre la ruptura de normas en la que incurrieron sus adversarios, era bastante evidente —bueno, para mí, si no es que para sus partidarios— que el cesarismo de Obama ayudó a alimentar el atractivo del caudillo Donald Trump, quien prometía una versión más burda de la misma ambición impaciente del ejecutivo.
Ahora, ese espíritu de caudillo está adoptando forma legal en la apropiación de poder más grave que ha realizado Trump hasta el momento: el intento de usar una declaración de “emergencia nacional” —una atribución cuyo abuso crónico por parte de los presidentes nunca ha controlado el Congreso— con el fin de construir una valla fronteriza que el Partido Demócrata y su propia impotencia política le han negado.
En esencia, cualquiera que se opusiera a las medidas de Obama también debería oponerse a esta. La dimensión del cambio de la política es más pequeña, pero el desafío al Congreso es más abierto; la base legal podrá ser un poco más firme (así como la gelatina es un poco más firme que el pudín) pero la mala fe involucrada en la declaración de “emergencia” es más extrema.
Además, en general, los verdaderos conservadores se oponen a Trump. El cofundador de Vox, Mathew Yglesias, recientemente hizo comentarios sarcásticos acerca de los expertos en la derecha que “se acaloraron acerca del ‘cesarismo’ y los ‘caudillos’” en la época de Obama, y nos pusieron como ejemplos a mí y al editor de National Review, Rich Lowry. Pero Lowry ha escrito severamente contra la declaración de emergencia y yo con mucho gusto respaldo su opinión: si Obama abusaba de su poder, entonces Trump claramente también lo hace.
Sin embargo, tratándose del encanto general del presidencialismo, el deterioro general de las normas de una república con el afán de adoptar hábitos imperiales, también creo que el acto de caudillismo de Trump es mucho menos peligroso que lo que hicieron sus predecesores.
Aquí, no solo disiento de los liberales que no recuerdan a Obama como alguien que respetaba las normas meticulosamente, sino también de los conservadores que se preocupan de que Trump esté sentando un precedente para que algún presidente liberal futuro imponga un nuevo acuerdo ecologista por decreto. No es que no vayan a estar tentados a hacerlo, pero simplemente no me imagino a nadie que esté viendo los restos del naufragio político del unilateralismo de Trump y crea que hay algún precedente que valga la pena retomar.
Para que se amplíe significativamente el poder presidencial, no es suficiente que un presidente solamente se apropie del poder. Esa apropiación tiene que unir a su partido (idealmente también dividir a la oposición), tiene que estar amparada por una devoción y negación suficientes como para encontrar apoyo en los posibles árbitros, tiene que parecer políticamente exitosa y, finalmente, tiene que ser ratificada por los demás sectores del gobierno, aunque solo sea por omisión.
Esto sucedió principalmente con los poderes posteriores a la guerra del 9/11 reclamados por el gobierno de George W. Bush: hubo retroceso y resistencia, pero muchos demócratas aceptaron, Bush ganó la reelección, y la mayor parte de su estructura para la guerra contra el terrorismo fue adoptada y ampliada por el gobierno de Obama.
El intento de Obama de representar al César en la política interna tuvo resultados más variados, ya que la apropiación del poder en cuanto a la inmigración estuvo limitada por los tribunales, hasta que la elección de Trump hizo que parte de ella se quedara en letra muerta. No obstante, Obama al menos convenció a los demócratas y a los medios de aceptar su cesarismo, y sentó precedentes que sin duda hubiera adoptado Hillary Clinton como presidente.
Sin embargo, con Trump, el único precedente claro que se sienta es el de una incompetencia deplorable. Está tomando medidas poco aceptadas que dividen a su partido y unen a la oposición, y lo está haciendo con una combinación de descarada hipocresía y retórica absurda que hace que la apropiación del poder sea imposible de amparar; el presidente se está garantizando una batalla legal ampliada, y ni siquiera está alcanzando ninguna meta evidente (hay una razón por la que los verdaderos restriccionistas de la inmigración están en contra de este plan) excepto la meta personal de salvar un poco su dignidad.
Esta escenificación no evitará que algún futuro presidente explote una declaración de emergencia de manera más eficaz. Pero es sumamente cuestionable la idea de que la apropiación de Trump, más que las medidas que tomaron Bush y Obama, permita que haya futuros abusos. Si acaso, justamente debido a que su desprecio por los límites constitucionales es tan manifiesto y su incompetencia tan marcada, Trump ha (muy modestamente) debilitado la presidencia imperial al generar más retroceso, en cierta medida, que sus predecesores.
Así que la declaración de emergencia no es en sí una emergencia constitucional. Más bien, cosa tan frecuente en la presidencia de Trump, es un momento que aclara la forma en que podría actuar algún día un posible autócrata más peligroso. Es una muestra extraña, no el evento principal. Una advertencia, no una crisis. Un interludio patético en el deterioro de la república, no el Rubicón en sí.