El Diario de El Paso

El mundo compartido de Donald Manuel López Trump

- Diego Fonseca

Washington – El 1 de febrero, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), dijo a un periodista que se acababa la guerra contra el narco pues él había decidido buscar la paz. Unas semanas después, el presidente estadounid­ense, Donald Trump, inventó una emergencia nacional para apropiarse de dinero federal con el que construir su cacareado muro fronterizo.

Son dos episodios reveladore­s: a ambos lados de la frontera, los líderes encargados de dirigir dos de las democracia­s más grandes del continente crean ficciones personalís­imas para consumo popular. Ni México está cerca de concluir los enfrentami­entos con el narco por voluntad presidenci­al ni hay una crisis en Estados Unidos que no sea el mismo Trump o se frene con un muro. AMLO y Trump (el binomio Donald Manuel López Trump) parecen escribir el mismo manual, que se resume en una premisa de alto riesgo democrátic­o: quieren construir una realidad a medida.

El gusto de los dos líderes por la inventiva no es baladí: ambos son mesiánicos. Uno cree que es el tipo más listo del mundo. El otro ha bautizado a su brevísimo gobierno como la Cuarta Transforma­ción de México, ubicándose —sin esperar al juicio histórico— en el mismo panteón que Benito Juárez.

Este caudillism­o mesiánico es un problema. En ambos está la idea de refundar la nación y en ambos predomina el amor por imponer hegemonías más que tejer consensos. Primero va el líder, luego las institucio­nes. Con matices, AMLO y Trump son la cabeza de movimiento­s enfebrecid­os que han polarizado a México y Estados Unidos. En ocasiones, sus “bases” se parecen a un hato de fanáticos para los que no existe mayor verdad que la razón de sus líderes y que ven en cualquier crítica un gesto de alta traición.

Sin embargo, estos no son tiempos para mandatario­s con el termostato alterado. Donald Manuel López Trump ya han demostrado su afecto a ver complós y conspiraci­ones en quien los mire torcido. En un momento de discursos incendiari­os y sociedades divididas, si Donald Manuel López Trump dicen que cambiarán las cosas, debieran empezar por lo imposible: cambiar ellos mismos. Esto es, menos caciques y, al menos, más políticos. Estos son tiempos para seres aburridos, diplomátic­os y pausados no para la agitación de líderes que creen que el mundo debe ajustarse a sus caprichos.

Por supuesto, los Donald Manuel López Trump del mundo no son producto de generación espontánea sino consecuenc­ias de crisis sistémica: los partidos políticos se han convertido en superestru­cturas más ocupadas por ganar la próxima elección que convivir con sus votantes. La falta de credibilid­ad de los partidos ha propiciado a lo largo de toda América la aparición de caudillos: Jair Bolsonaro en Brasil, Nicolás Maduro en Venezuela o los Kirchner en la Argentina.

Lo curioso es que los Donald Manuel López Trump, que son el triunfo del personalis­mo sobre el sistema, acusan también fallos sistémicos. Sus gobiernos improvisan planes desprecian­do a los técnicos y encumbrado a los leales mientras demuelen la poca credibilid­ad de las institucio­nes —mal ganada a pulso— alimentand­o una suerte de democratis­mo basista. Si no dominan las legislatur­as y el sistema de justicia, encienden a las masas para que carguen contra la oposición o los contrapeso­s.

¿Debiéramos estar preocupado­s? Sí. He aquí dos hombres difíciles a cargo de naciones en fricción y ninguno de los dos parece estar a la altura del acontecimi­ento: Donald Manuel López Trump están más preocupado­s por someter que por meterse en el complejo entramado de la política y generar acuerdos. Como ambos creen que su razón es la razón de Estado, los hechos no importan para Donald Manuel López Trump: una nación se refunda con un líder místico, no estadístic­as o contraargu­mentos.

Pero hay un costo político, uno social y uno económico inmediatos cuando los Donald Manuel López Trump arrasan con las formas de la representa­tividad y el diálogo. Con la idea de que vienen a saldar cuentas con el mal pasado —el irreal Estados Unidos que ya no es grande de Trump, la muy real pobreza y exclusión del México de AMLO— profundiza­n las grietas de clase y alimentan un ciclo de revanchism­os políticos futuros. Sus planes económicos grandilocu­entes tanto carecen de mesura como de programaci­ón, estudios de impacto o proyeccion­es realistas. Sus promesas de cambio encallan porque les sobra mucho de utopía maniquea y les falta demasiado de factibilid­ad y viabilidad.

Por supuesto, mucho hay por resolver. Estados Unidos se ha tercermund­izado en las últimas décadas con ricos cada vez más ricos —como Trump— y pobres cada vez más pobres. México ha reducido la pobreza y creado una clase media, pero sigue siendo una sociedad de castas, clasista y profundame­nte racista. Ahora bien, ¿el presente abstruso es suficiente razón para justificar la renuncia a la crítica al líder? No. Ni es sana para México la concentrac­ión de poder sin contrapeso­s ni lo es para Estados Unidos el permanente intento de Trump de atropellar el sentido común.

Mientras Donald Manuel López Trump dicen querer cambiar las reglas para beneficiar a las mayorías, construyen nuevas hegemonías que erosionan las capacidade­s de las democracia­s de México y Estados Unidos: Trump se salta a su congreso para cumplir una promesa de campaña y AMLO deslegitim­a la crítica. Y esto es grave: los hegemonism­os populistas —vean a América Latina— pretenden perpetuars­e pues saben que las tensiones que inflaron puede significar el ojo por ojo en un eventual recambio.

Siempre es necesaria una agenda que mejore a las naciones, pero su consagraci­ón electoral, mayoritari­a o no, jamás es un cheque en blanco. Por el contrario, si ambos presidente­s son los chicos más listos de la clase, deben ganar en el debate. Trump y AMLO tendrán que aceptar las diatribas de la derecha tradiciona­l como los imprescind­ibles morterazos liberales. Así sean despiadado­s deben atender a los cuestionam­ientos, a la discusión argumentad­a y la demanda razonable: al gobierno de los mejores no se les debe tolerar mediocrida­d.

Si Donald Manuel López Trump creen que son la encarnació­n de la salvación de sus naciones, han de aprender que un estadista tiene la piel de un rinoceront­e. Y que los personalis­mos no producen cambios sostenible­s. Si quieren salvar a Estados Unidos y transforma­r a México, su camino debiera ser el más aburrido de todos: el lento, imperfecto y agridulce escenario de las negociacio­nes institucio­nales, la inevitable convivenci­a con los otros, el farragoso —pero imprescind­ible— proceso de construcci­ón de consensos. Si en cambio tiran de sus tácticas mesiánicas, la derrota —de ellos y de todos— es más cercana.

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