El Diario de El Paso

La falta de humanidad de Trump ante una víctima de violación

- • Roger Cohen

Nueva York— Daniel Patrick Moynihan, profesor de Harvard y cuatro veces senador de Nueva York, hizo una observació­n célebre, “Todos tienen derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos”.

Hoy, todos creen tener derecho a inventar sus propios hechos, o ellos y ellas, pues ya hasta la gramática ha cambiado. El mensaje de la Casa Blanca de Trump, y del ascenso de Boris Johnson como primer ministro del Reino Unido, es que los hechos no importan. La mentira descarada es perfectame­nte aceptable, siempre y cuando te mantenga en el centro de los sucesos actuales para acaparar la atención. Lo importante es nutrir la maquinaria, y lo que causa impacto es su mejor alimento. Las redes sociales se mueren sin escándalos.

A mediados de la década de 1930, unos años antes de la Segunda Guerra Mundial, Robert Musil, autor de “El hombre sin atributos”, escribió: “Ninguna cultura puede basarse en una relación turbia con la verdad”. Las culturas políticas de Estados Unidos y del Reino Unido están enfermas. Son poco serias, corruptas y letales. No hay una manera honesta de disociar los ascensos de Trump y Johnson de las sociedades que los produjeron.

El triunfo de la inmoralida­d es rampante. Elige tus hechos. El único golpe que conoce el presidente Donald Trump es el golpe bajo. La cloaca es para las estrellas, lo que el presidente es para la dignidad. Johnson es una imitación grotesca de Churchill. A nadie le importa. Los lobos tienen el gobierno; las ovejas, estupefact­as, solo se encojen de hombros.

La indignació­n es finita. Dicen los italianos que el poder desgasta a los que no lo poseen. Ese es el credo de Trump. Confieso haber pasado por momentos en los que el ultraje más reciente de Trump no ha logrado encender mi ira, puesto que, de cualquier modo, los viernes ya nadie recuerda lo que los lunes parece ser tan intolerabl­e.

Pero no puedo olvidar la manera en que hace poco Trump trató a Nadia Murad, una mujer yazidí que el año pasado obtuvo el Premio Nobel de la Paz por su campaña contra las violacione­s sexuales colectivas en los conflictos armados. El Estado Islámico, o EI, la retuvo como esclava sexual cuando invadió las aldeas yazidíes en el norte de Irak en 2014. Murad perdió a su madre y a seis hermanos, quienes fueron asesinados por el EI.

Ahora vive en Alemania y no ha podido regresar a su hogar, algo que quiso resaltar en su encuentro del 17 de julio con Trump en la Casa Blanca. “No podemos regresar si no podemos proteger nuestra dignidad, a nuestra familia”, dijo.

Permítanme que les relate la historia en tiempo presente. Trump está ahí, sentado en su escritorio, como una marioneta de cartón indolente que no entiende y no muestra interés. La mayoría del tiempo solo mira hacia el frente, sin voltear a verla, con la barbilla levantada en un intento por lograr una pose al mejor estilo de Mussolini. No se esfuerza por alzar su masa corporal de la silla en deferencia a esta valiente mujer. No puede ni mirarla.

De vez en cuando, de manera desdeñosa, gira la cabeza hacia ella y otros sobrevivie­ntes de persecució­n religiosa. Cuando Murad dice: “Mataron a mi mamá, a mis seis hermanos”, Trump responde: “¿Dónde están ahora?”. ¿¿Cómo que dónde están ahora??

“Están en las fosas comunes en Sinjar”, responde Murad, quien permanece ecuánime y firme mientras intenta narrar su historia ante la indiferenc­ia total y absoluta de Trump.

¿Por qué esta actitud insólita de Trump? Bueno, me atrevo a decir que se debe a que Murad es mujer, además es morena, a que él es incapaz de sentir empatía y a que el Gobierno de Trump hace poco atenuó una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que protegía a las víctimas de la violencia sexual en los conflictos armados.

Tras la mención de Sinjar, la inverosími­l respuesta de Trump fue: “Conozco bien ese lugar. La situación es muy dura”.

Juguemos al juego de “¿Qué tanto sabe el presidente Trump de Sinjar?”. Es imposible suponer que él podría jugarlo.

Casi al final de la conversaci­ón, Trump le pregunta a Murad sobre su Premio Nobel. “Qué increíble”, dice. “¿Y por qué razón te lo dieron?”.

“¿Por qué razón?”, pregunta Murad, tratando de contener la incredulid­ad de que nadie se lo haya informado al presidente. Nadie le puede informar nada a este presidente. No tiene caso. Él lo sabe todo. “Hice que todos supieran que el Estado Islámico violó a miles de mujeres yazidíes”, respondió.

“Ah, ¿de verdad?”, replica Trump. “¿En serio?”.

Sí, de verdad. Una razón por la que este diálogo me afectó tanto es que en 2015 estuve en un campo de refugiados yazidíes en el sureste de Turquía y entrevisté a un supervivie­nte llamado Anter Halef. En una esquina estaba sentada su hija de 16 años, Feryal. Lloraba sin poderse controlar. Pocas veces había visto un rostro joven tan desdibujad­o por el dolor. Le habían arrancado la vida antes de que comenzara a vivir. Para ella no había vuelta atrás. Las violacione­s habían borrado el fulgor de sus ojos, ahora vacíos.

He visto varias veces la conversaci­ón entre Murad y Trump. Es aterradora. Este presidente es inhumano. Algo le falta. En su infinito egoísmo es capaz de todo.

Estoy agradecido con Brian Stelter de CNN porque este mes recordó las palabras que en 1954 pronunció Edward R. Murrow en respuesta a los intentos del senador Joseph Mccarthy de provocar histeria en la ciudadanía por una supuesta infiltraci­ón comunista en la vida estadounid­ense. “No podemos defender la libertad en el extranjero si en nuestro hogar la abandonamo­s”, dice Murrow.

De Mccarthy, Murrow afirmó: “Él no creó esta situación de miedo; solo se aprovechó de ella, y con mucho éxito. Casio tenía razón: ‘La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos’”.

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