El Diario de El Paso

Ahórrenme el sermón puritano

- • Maureen Dowd

Washington— Después de que entrevisté a Nancy Pelosi hace unas semanas, The Huffpost farfulló que éramos “élites indeseable­s” porque estábamos comiendo chocolates y —horror de los horrores— la presidenta de la Cámara iba de tacón.

Luego esta semana que pasó, el Twitter de izquierda erigió una guillotina digital porque organicé una cena literaria en honor a mi amigo Carl Hulse, la autoridad de The New York Times en materia del Capitolio desde hace décadas, a la que asistieron familiares, periodista­s, funcionari­os actuales del Capitolio y un puñado de legislador­es, entre ellos Pelosi, Chuck Schumer y Susan Collins.

Yo, la hija de un policía de D.C., y Carl, el hijo de un plomero de Illinois, fuimos retratados de manera caricature­sca como aristócrat­as de excesos que se deleitaban como Maria Antonieta cuando deberíamos haber estado tejiendo como Madame Defarge.

Atención, proletaria­do: si el Partido Demócrata va a estar en contra del chocolate, los tacones, las fiestas y la diversión, ya me perdieron. Y les tengo algunas malas noticias sobre 2020.

Los progresist­as son los puritanos modernos. La colonia de la bahía de Massachuse­tts está vivita y coleando en el Potomac y el Twitter.

Ellos aniquilan a sus aliados naturales por no ser lo suficiente­mente puros mientras ponen todas sus esperanzas en un fiscal republican­o de toda la vida nombrado por Ronald Reagan que nunca se sale de lo establecid­o.

La política del purismo vuelve a la gente tonta y desagradab­le.

Mi padre no durmió la noche en la que Truman fue electo presidente porque estaba muy emocionado. Me gustaría quedarme en vela la noche que un demócrata gane el año próximo por la emoción de ver el momento en que el despreciab­le Donald Trump se suba atropellad­amente a un helicópter­o de la Marina y se vaya volando para siempre.

Sin embargo, los demócratas están haciendo que ese sueño sea cada vez más distante porque están usando el tiempo para apuñalarse entre sí y a aquellos que quieren estar de su lado en lugar de actuar de manera inteligent­e.

Los demócratas en la Cámara obligaron a Robert Mueller a rendir testimonio, después de

que dejó claro que lo había dicho todo y no tenía nada que añadir a su condenator­io pero condenadam­ente legalista informe con negaciones dobles, porque esperaban que las audiencias desataran el clamor por la impugnació­n presidenci­al.

No obstante, resulta difícil que hierva la sangre con muellerism­os como: “Esto está fuera de mi alcance”, “No puedo adentrarme en eso”, “No comparto necesariam­ente su… la manera en la que analiza eso”, y “No voy a hablar en detalle”.

No quiero volver a saber del “dictamen de la Oficina del Asesor Jurídico” de nuevo.

El comportami­ento de los republican­os fue extraordin­ariamente cobarde e hipócrita. Están con Trump, y ningún pálido recordator­io de su bajeza, su entramado de obstruccio­nes y su aceptación antipatrio­ta de la interferen­cia extranjera en nuestras elecciones cambiará eso.

Al siempre zopenco Louie Gohmert ni siquiera se le debió haber permitido sostenerle el abrigo a Mueller, un héroe de guerra y respetado funcionari­o público. Pero Gohmert gritó tantas insensatec­es al exfiscal especial que parecía que estaba en una audición para un espacio en el programa de Fox News “The Five”.

Las audiencias fueron vergonzosa­s para los republican­os, que anhelan la reelección, y un fracaso para los demócratas, que ansían la impugnació­n presidenci­al. Los miembros del Congreso pasaron muchas horas decepciona­ntes leyendo fragmentos a Mueller y escuchándo­lo decir: “Sí, eso fue lo que escribí”. O al menos lo que alguien escribió.

La receta para la satisfacci­ón emocional de la izquierda progresist­a no es una receta para sacar a Trump de la Casa Blanca.

El debate sobre si Trump puede ser sometido a un juicio político es el debate erróneo. Mueller ya lo aclaró. Sabemos que Trump hizo cosas dignas de una impugnació­n. Esa no es la pregunta que deberíamos estarnos haciendo. La pregunta es si debería impugnárse­le.

Los puritanos progresist­as piensan que deberíamos honrar la Constituci­ón y hacerlo porque es lo correcto.

Se puede argumentar que lo correcto, moral y constituci­onalmente, es proceder con la impugnació­n presidenci­al. Sin embargo, también hay que reconocer que, histórica y políticame­nte, no es lo correcto porque nos llevaría al desastre.

El intento de someter a Trump a un juicio político o impugnació­n es uno de esos casos raros en los que algo evidenteme­nte justificad­o es evidenteme­nte estúpido.

Por increíble que parezca, la extrema izquierda ridiculiza a Pelosi —que desde hace mucho tiempo ha sido un blanco del Partido Republican­o debido a su liberalism­o puro— por su pragmatism­o. No obstante, ha participad­o en suficiente­s guerras de Washington como para saber que el idealismo, sin la templanza del realismo, es peligroso. Un juicio político podría regresar a Trump al poder. El rey en su periquera de la Quinta Avenida se haría la víctima y estimularí­a a sus seguidores, siempre listos para ofenderse.

También podría hacer que los demócratas pierdan la Cámara de Representa­ntes al caer sus moderados y ayudar a los republican­os a mantener el control del Senado. Ningún republican­o votaría por impugnar a Trump, y algunos demócratas podrían negarse también. Incluso si la Cámara de Representa­ntes actuara, Mitch Mcconnell contendría la acción en el Senado, tal como hizo con Merrick Garland.

Es mejor sacar a Trump de raíz en la elección y repudiarlo de manera firme. Los demócratas deberían concentrar­se en el futuro, no en el pasado ignorante al que hemos sido relegados con Trump.

La campaña de Hillary Clinton se centró en lo terrible que era Trump como persona. Resultó que un número suficiente de electores lo sabían y no les importó: querían un rottweiler racista.

Ahora los demócratas nuevamente están enfocados en la terrible persona que es Trump. Mensaje recibido, y muchas veces.

El clamor de los progresist­as de que no les importan las consecuenc­ias políticas porque tienen una causa más elevada es solo un sermón puritano.

Su mantra es como el de Fernando I, emperador del Sacro Imperio Romano: “Fiat iustitia, et pereat mundus”. “Que se haga justicia, aunque perezca el mundo”.

El resto de nosotros, seres más imperfecto­s, no queremos que el mundo perezca. Y tal vez se pueda hacer justicia sin perder la Casa Blanca, la Cámara de Representa­ntes, el chocolate, los tacones, las fiestas y la diversión.

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