La mentira más grande y peligrosa de Trump
Nueva York— Cuando un presidente solicita la redacción de un discurso especial, convoca a los medios nacionales y envía un mensaje a todos los estadounidenses de que aquí no hay lugar para “ideologías siniestras” de “racismo, intolerancia y supremacía blanca”, la respuesta normal es aplaudir.
Sin embargo, esta no es una época normal. Donald Trump no es un presidente normal. Y esas palabras, las cuales pronunció el lunes, me dieron asco porque fueron concesiones baratas y vacías de una convención.
No las cree. O más bien, no le importa. Esto es indiscutible con base en sus acciones hasta este punto, y quedará demostrado de nueva cuenta con su comportamiento en el futuro. Le perdí el cariño a los pronósticos después de noviembre de 2016, pero puedes apostarle a esta predicción: Trump regresará a sus viejos tuits y trucos en menos de lo que canta un gallo. Lo han traído hasta aquí, y no va a cambiar algo que sí le funciona solo porque el país está en crisis.
Ese discurso que dio fue una pantomima de dignidad para proteger a sus facilitadores republicanos, y vaya qué fue un descaro. ¿Trump el sanador? ¿El unificador? Me he habituado peligrosamente a sus mentiras —¿cómo no hacerlo cuando dice tantas?—, pero esta fue tan grande que me dejó petrificado. Y me aterró porque, cuando finge que lo que ha hecho no es intolerante ni racista, y que no está promoviendo una narrativa de que la gente blanca pertenece aquí, pero vive bajo la amenaza de la gente oscura que no, fomenta esa misma ilusión en sus seguidores. No los está confrontando. Los está librando de toda culpa.
Esta gran mentira se basó en una interminable sarta de mentiritas, algunas de las cuales están incluidas dentro de aquellos compendios difíciles de manejar de todas las mentirillas y falsedades que ha dicho Trump, las cuales en realidad no son hechos que se puedan verificar ni información incorrecta que se pueda desmentir:
“Soy la persona menos racista que hayas conocido en tu vida” (tal vez esa persona a la que le habla no tiene un círculo amplio o cultivado de conocidos). “No tengo ni un hueso racista en el cuerpo” (hasta no ver una radiografía de su esqueleto, no puedo refutar esto). No se puede probar con precisión que atacó a las congresistas del “escuadrón” porque son mujeres de color además de ser progresistas, por prominente que sea ese detalle. Simplemente es muy sospechoso.
Antes de continuar: no digo que Trump en específico haya provocado o sido el catalizador de lo ocurrido en El Paso, Texas, o en Pittsburgh o en cualquiera de las masacres relacionadas, porque nada es tan simple, porque sé que los tiroteos masivos y los tiradores desquiciados son anteriores a él, y porque, en cierto sentido, no importa. De cualquier forma, la hostilidad que siembra y el odio que cosecha son inaceptables, y queda claro que no disminuyen la temperatura del discurso político en Estados Unidos.
Tampoco creo que todos los simpatizantes de Trump sean intolerantes y aferrarse a ese argumento equivale a propasarse, y tiene el efecto desafortunado de invitar a muchos de ellos a dejar de escuchar a quienes los critican. Trump ascendió y Trump gobierna por una variedad de razones.
No obstante, entre ellas existe un racismo prominente que manifiesta un enfrentamiento de ellos contra nosotros. Nunca debemos olvidar los hitos de su ascenso político: en 1989, mientras coqueteaba con la idea de competir por la presidencia, desplegó anuncios de páginas completas en importantes periódicos de la ciudad de Nueva York en contra de los cinco de Central Park y denunció a las “bandas de criminales desbocados” e “inadaptados trastornados” que amenazaban al resto de la población. En retrospectiva, fue una manera de aclararse la garganta para invocar a los mexicanos violadores más de un cuarto de siglo después.
En 2011, se convirtió en el rostro más reconocido del movimiento “birther”, el cual promovía la idea de que Barack Obama había nacido fuera de Estados Unidos y por lo tanto era un presidente ilegítimo. “Trump reconoció una oportunidad para conectar con el electorado en torno a un asunto que muchos consideraban tabú: la molestia, en algunos distritos de la sociedad estadounidense, con la elección del primer presidente negro de la nación”, escribieron Ashley Parker y Steve Eder en The New York Times. “La empleó para obtener una ganancia política, pues comenzó a conectar con la base fundamentalmente blanca del Partido Republicano que, en su campaña de 2016, le ayudó a asegurar su nominación en el partido”.
Entre los puntos negativos de esa campaña y posteriormente de su presidencia se encuentran la prohibición de acceso a los viajeros musulmanes; las repetidas referencias a la inmigración ilegal como una “invasión”; la caracterización de los migrantes como una plaga que “llega a raudales e infesta” Estados Unidos; el tuit en el que insta a cuatro mujeres congresistas de color a “regresar” a sus países, aunque solo una de ellas había nacido afuera de Estados Unidos; y, por supuesto, la insistencia en que había “personas muy buenas en ambos lados” de la violencia que tuvo lugar en una reunión de neonazis en Charlottesville, Virginia.
Algunas de esas “personas muy buenas” gritaron “los judíos no nos remplazarán” y, a pesar de todo, Trump siguió vituperando en contra del Partido Demócrata en general y de la representante Ilhan Omar en particular al tacharlos de antisemitas. A esto me refiero cuando menciono su gran mentira. Les hace un guiño a los nacionalistas blancos y luego señala con el dedo en otras direcciones.
Incita a los intolerantes y a la intolerancia, como lo hizo en el mitin reciente celebrado en Carolina del Norte donde coreó “Regrésenla” para referirse a Omar y en un mitin de mayo en Florida donde le preguntó a la multitud cómo evitar que los migrantes cruzaran nuestra frontera sur. “¡Dispárenles!”, gritó un hombre. El público estalló en carcajadas. La respuesta de Trump fue una sonrisa.
Reflexiona sobre eso teniendo en cuenta lo que acaba de suceder en El Paso. Y, mientras estás en eso, lee otra vez el discurso de su anuncio de campaña presidencial en el que mencionó a los violadores y narcotraficantes provenientes de México. No se trata solo de un aria, sino de una ópera entera de agravios, y su furia genuina está dirigida a actores supuestamente inescrupulosos de lugares donde la piel de la gente es más oscura y la fonética de sus nombres es menos directa que la de Donald Trump. Coincide con una nitidez escalofriante con la “teoría del remplazo” que motivó al pistolero de El Paso, y no tiene como objetivo inspirar ni instruir. Busca incendiar.
Mi colega de The New York Times Peter Baker, quien da cobertura a las noticias de la Casa Blanca para este periódico, tuvo toda la razón cuando hace unas semanas escribió que, en cuanto a la raza, Trump “juega con fuego como no lo había hecho ningún presidente en un siglo”. Yo digo que es un pirómano moral y, si decidió que la única forma de mantener el poder era incendiar todo por completo, con gusto sería el rey de las cenizas. Parafraseando a Milton: es mejor reinar un país en ruinas que ser solo otro burdo plutócrata en uno noble.
El lunes, tuvo la audacia de hablar sobre “los peligros del internet y las redes sociales”, al señalar que debemos “arrojar luz” sobre sus “oscuras sombras”. Su cuenta de Twitter es una de esas sombras. Lamentó cómo “el odio deforma la mente, hace estragos en el corazón y devora el alma”. Fue la máxima distracción, la denuncia de lo que él representa.
Las mentiras más grandes no son discretas. Son contundentes. No son incidentales. Son espirituales. Y cuando Trump, después de encender un fósforo tras otro, profesa aflicción sobre el infierno, no hay una farsa más grotesca. Ni tampoco una más peligrosa.