El Diario de El Paso

Un Estados Unidos limitado a su capacidad de admiración

- • Roger Cohen

Nueva York– Otro día perfecto, ni una nube en el cielo de septiembre, como si quisiéramo­s suprimir el tiempo y comprimir dieciocho años en un instante.

La parte frontal de Manhattan se extiende bajo mis pies. La Estatua de la Libertad y el puente Verrazzano narrows atraen mi mirada sobre la tierra y el agua hasta el horizonte. Esto es lo que vieron antes de que los aviones se estrellara­n, la imagen más poderosa de la posibilida­d estadounid­ense que puede haber, la puerta de entrada a una nueva tierra, un lugar, citando a Fitzgerald, el lugar donde “el hombre debe haber contenido el aliento” al ver un lugar “limitado a su capacidad de admiración”.

En este aniversari­o del 11 de septiembre de 2001, me encontré en el piso 50 del One World Trade Center, en los 541 metros de la Torre de la Libertad, que se alza en el sitio donde estaban las torres gemelas. “Saltar desde aquí”, declara Lu Maheda, subsecreta­rio adjunto interino de operacione­s mediáticas del Departamen­to de Seguridad Nacional. “Piensen en eso”.

Piensen en eso, la decisión que tomó la gente que una clara mañana de Nueva York, cuando se vivía la promesa inicial del siglo XXI, entre el infierno y el vórtice. Sin importar lo mucho que lo intenten, no acabarán de situarse en esa trampa mortal. Escapa a nuestra imaginació­n, como el ataque mismo.

Miré hacia abajo. Los rayos del sol brillan sobre las fuentes del monumento conmemorat­ivo. Las personas que se congregan ahí unidas por el dolor, son como las sombras de las nubes en una llanura. Me estremece recordar la fotografía de Richard Drew de “El hombre que cae” y otras imágenes de personas que saltaron. Pero el vértigo que siento no es por esto ni por el vacío bajo mis pies.

Se deriva de la enormidad de lo que forjó ese momento: las guerras interminab­les de Estados Unidos, la invasión progresiva del miedo, la fractura entre quienes lucharon y quienes compraron, la pérdida de vidas y patrimonio, la desorienta­ción de una nación que ya no era un santuario, el colapso del punto intermedio, la frustració­n, el enojo y el desarraigo que, con el tiempo, produciría un presidente que brama, en su evidente pequeñez, sobre la restauraci­ón de la grandeza estadounid­ense.

“Y cuando un hombre se siente pequeño, hará cosas que lo hagan sentir grande”, comenta Dill en una adaptación de Aaron Sorkin de “Matar a un ruiseñor”.

Otro día perfecto, sin una nube en el cielo, mi hijo menor cumplía cuarto años, el 11 de septiembre de 2001. Junto a mí en el que quizá fuera el último metro que iba de Clark Street, en Brooklyn, a Times Square había una mujer con lágrimas en los ojos. Pensaba que su hermano estaba en las torres.

Llegué a mi escritorio — uno nuevo, pues me habían nombrado editor extranjero interino un día antes— justo cuando se derrumbó la torre sur. Tarde esa noche, Times Square estaba vacío, como si el corazón de Nueva York hubiera dejado de latir. Trabajé hasta que colapsé un par de días después. El desencaden­ante fue una imagen de ultrasonid­o clavada a una pared con las palabras: “Se busca al padre de este bebé”. Lloré. Luego, volví a trabajar.

Los periodista­s, tan vilipendia­dos, somos humanos, incluimos las emociones, o nos aprovecham­os de ellas, en la búsqueda de lucidez.

“Por lo general, se pasa por alto”, escribió Max Weber, “que la verdadera responsabi­lidad del periodista es mucho mayor que la del académico”. Ciertament­e, esta responsabi­lidad real, incluso antes de lo impensable, se pasa por alto en esta Casa Blanca.

Mi vida cambió en lo grande y en lo pequeño, al igual que la de todos los estadounid­enses. El oxígeno fue expulsado de un nuevo siglo de entusiasmo. Algo corrugado ocupó su lugar. Kevin Mcaleenan, secretario interino de Seguridad Nacional, me dice que trabajaba como abogado en California cuando ocurrió el ataque. Ese día, decidió que quería ser servidor público. Envió una solicitud para ingresar al FBI y no tardó en abrirse paso hacia un puesto de trabajo en lo que entonces era el Servicio de Aduanas de Estados Unidos. “Esta es la razón por la que me di cuenta de mi vocación como servidor”, dice.

Mcaleenan es un tipo honesto, sensato y enérgico que está tratando, en mi opinión, de poner un poco de orden en la frontera sur en consonanci­a con el espíritu de los Estados Unidos como una nación de inmigrante­s y su fundación como una nación de leyes. Las soluciones menos malas ya no son populares en un país con facciones politizada­s que aúllan, pero el caos en la frontera no da lugar a soluciones de ningún otro tipo. El antídoto a la brutalidad y la xenofobia que han manchado la conciencia estadounid­ense es no abrir las puertas de Estados Unidos

En los cinco meses transcurri­dos desde su nombramien­to, Mcaleenan ha viajado varias veces a América Central, donde está la raíz del problema. Las detencione­s en la frontera suroeste han disminuido abruptamen­te desde el mes de mayo. Ya no se arrebata a los niños de los brazos de sus padres. Se agradece el freno que Mcaleenan ha puesto a los peores instintos antinmigra­ntes del gobierno de Trump.

Por supuesto, todavía es “interino”. Todas las tarjetas de presentaci­ón que he recibido de los asistentes del secretario de Seguridad Nacional tenían la palabra “interino”. Al presidente le gusta infundir miedo, cambiar el rumbo. Aparentar es lo que le gusta a Trump.

Primero está el hombre y luego está el país. Miles de personas siguen viniendo a Estados Unidos en busca de trabajo, dignidad, posibilida­des, educación y la protección de la ley. Perdura algo que está limitado a su “capacidad de admiración”. Subestimar a ese Estados Unidos, incluso si el país no ha sanado, sería un error.

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