La nostalgia por el teléfono fijo perdido
Nueva York— Esto es un lamento por el teléfono fijo, una rapsodia a su tono de marcado, un himno a la forma en que conectaba a las personas. Son las pequeñas cosas las que extrañamos. El teléfono fijo era un punto focal de la casa, un antídoto contra la atomización y la soledad, esos flagelos de nuestra época.
Todavía puedo escuchar a mi madre, en nuestra casa de Londres, contestando el teléfono con su voz cantarina: “Doble uno nueve cinco”. Luego gritaba: “¿Roger está en casa?”. ¡La gente recibía las llamadas de otras personas! A través de esos encuentros tan aleatorios, terminaban participando en la vida de los demás. Después, mi madre quizá me preguntaba: “Querido, ¿quién es Caroline?”. Y había que dar alguna respuesta, por evasiva que fuera.
Me parece ver el teléfono negro de disco encaramado en una repisa junto a una ventana en el centro de la casa. Todos convergíamos alrededor de ese objeto. Veo a mi madre perfumada (usaba Ysatis de Givenchy) entregándome el auricular. Esos eran los pequeños ritos y el tejido conectivo de la era presolipsista.
El teléfono fijo era algo compartido. Las conversaciones sucedían en momentos que no eran planificados. Oír por casualidad era inevitable. Abría la cortina de red que nunca me gustó y contemplaba la nada suburbana. No podía atender la llamada en mi habitación.
Hoy, por inercia, todavía tengo un teléfono fijo en mi departamento de Brooklyn. El teléfono está conectado a su cargador como un fósil olvidado. Se usa un puñado de veces al año, generalmente cuando extravío o agoto mi teléfono celular. Hace poco tiempo, lo usé para llamar a mi hija. “¡Espera! ¡Guau!”, dijo cuando me contestó.
Esperé en la línea. “¿Es un teléfono fijo?”, reconozco que esa llamada representaba una regresión paleolítica. “¡Oh, Dios mío!”, dijo ella. “No recuerdo la última vez que recibí una llamada de un teléfono fijo”.
El otro día estaba hablando con mi amiga Ruth Franklin, autora de una premiada biografía de la escritora Shirley Jackson. Me dijo que había estado tratando de explicarles, sin éxito, a sus hijos adolescentes qué es un tono de marcado.
“No lo recordaban para nada”, dijo Franklin. “Extraño los tonos de marcado. Nos deshicimos de nuestro teléfono fijo porque nadie lo usaba”.
Franklin recuerda que se sentía mortificada cuando su madre contestaba la llamada de un novio al teléfono fijo de la familia. “Aun así, al menos en ese entonces te podías dar una idea de con quién andaban tus hijos. Los teléfonos celulares acabaron con eso”.
Los teléfonos fijos proporcionaban conexiones que eran estables y parecían reales, en contraste con las conversaciones en teléfonos celulares, con sus molestas interrupciones por la pérdida de recepción. El teléfono celular introdujo el concepto de devolver la llamada, a veces en varias oportunidades. El tiempo perdido (y las discusiones generadas) por los frustrantes intentos de reconexión es incalculable.
En el mundo de los teléfonos fijos había tiempo muerto. Salías de la casa, mirabas a tu alrededor, “veías” gente, soñabas despierto, te perdías, volvías a encontrar el camino, mirabas desde la ventana del tren las hileras de álamos que se mecían en la niebla. El tiempo pasaba. No era una materia prima para extraer productividad. Se estiraba, era un lienzo en blanco.
Las experiencias sucedían, no eran algo que debía ser calificado con estrellas, ni el preludio de una solicitud de comentarios. Las aceras no eran una carrera de obstáculos alrededor de personas absortas en sus teléfonos inteligentes. La postura era mejor. Las cabezas no estaban inclinadas en la contemplación de los pulgares. El final de los teléfonos fijos ha sido negativo para los cuellos. También ha sido malo para los lazos que forman la experiencia de comunidad.
La gente sabía dónde estaba en relación con otros lugares en un mapa. Tenía un rumbo. No eran esos puntos azules zombis que se movían por un sistema de navegación. Podían recordar los números de los teléfonos fijos. Los niños no tenían citas para jugar, tenían barrios. En esos barrios jugaban con los niños de los vecinos. No eran rastreados minuto a minuto.
Con los teléfonos fijos llegó la puntualidad. Se hacía una cita y se atenía a ella, no existía nada de lo que ahora facilita el contacto constante, esa elasticidad del tipo “tengo algo mejor que hacer”. Seamos realistas, la tardanza es grosera.
Los días tenían más estructura, la planificación tenía un significado mayor. Recuerdo que mi hijo me preguntó cómo se conocía a alguien en la época anterior a la telefonía celular. Apenas podía recordarlo. Le dije que uno acordaba encontrarse con un amigo en un sitio determinado en un momento determinado y simplemente llegabas. Se mostró escéptico.
Es la era de la autoestima. Las personas se pierden en laberintos digitales que distraen sin ser satisfactorios, que son estimulantes, pero no brindan satisfacción. Se acercan las vacaciones: un tiempo para crear comunidad, un momento para dejar que el tiempo transcurra, para tener largas conversaciones; una ocasión para comer pastel de frutas, reír, relajarse y olvidarse del próximo tuit del presidente.
Vamos, ¡diles a tus hijos que usen el teléfono fijo para llamar a la abuela! Pásales el auricular. Explícales qué es el tono de marcado. Diles que es el preludio de algo. Como cuando una orquesta afina sus instrumentos. Cuando cada violín y cada arco se apoya en un ángulo ligeramente diferente que refleja las particularidades de cada ser humano. Cuando la orquesta está al borde del unísono en la búsqueda de lo sublime.
Vale la pena intentarlo. Estados Unidos necesita las conversaciones aleatorias que no está teniendo ni escuchando.