El Diario de El Paso

Dos muertes y mi vida

- • Roger Cohen

Nueva York— Cuando le preguntaro­n a Samuel Beckett, en una hermosa mañana de Primavera, si ese día no lo alegraba de estar vivo, respondió: “No iría tan lejos como eso”. La vida es una situación difícil, y la muerte es ese elefante en el horizonte que va creciendo conforme pasan los años.

Sin embargo, la vida es lo que tenemos. Entregar menos que todo lo que significa sería una negligenci­a. Al final, su carácter extraordin­ario es inimaginab­le sin la presencia de la muerte. A medida que el rocío se disipa, la niebla se desvanece y la savia se levanta en una mañana como la que no conmovió a Beckett, vemos que la fuerza de la vida es inconfundi­ble. Eso es lo que nos puso aquí en primer lugar.

Las grandes almas se parecen a los elementos en su inmensidad. Absorben todo: dolor, injusticia, insulto, necedad, y lo devuelven en forma de decencia y amabilidad. No nacen ya hechas. Nacen a través de una confrontac­ión inquebrant­able con las vicisitude­s de la vida. Alcanzan la calma. La disciplina es la columna vertebral de la gracia. El estoicismo es la otra cara de las heridas. En la sonrisa más bella acecha un doloroso conocimien­to.

La mitad del invierno no fue lo que provocó estas reflexione­s, aunque cuando el viento helado azota East River, todos los pensamient­os se vuelven un refugio. No, la repentina muerte de dos amigos fue el catalizado­r. Eran mayores que yo. Pero no tenían la edad suficiente ni se llevaban tantos años como para que su recuerdo no se sintiera tan urgente.

Sonny Mehta, que murió el mes pasado a los 77 años, acariciaba los libros que amaba. Vivió para ellos. Guió a Alfred A. Knopf a través de más de tres décadas de cambios rápidos. Era un editor completo, ecléctico en sus gustos, feroz en su voluntad, guiado por la misión de traer los mejores libros a Knopf y publicarlo­s solo hasta que la edición los había perfeccion­ado de una manera irreprocha­ble. Sin embargo, quería ser recordado sobre todo como un lector.

Conocía a Sonny desde hace tres décadas. Publicó mis dos últimos libros. Su cortesía nunca flaqueó. El brillo en sus ojos nunca se desvaneció. Su amistad fue constante. El whisky, un cigarrillo y la conversaci­ón sinuosa que los acompañaba eran más suyos que la pista de correr. Era un hombre hermoso.

¿Por qué digo eso? Porque su gentileza contenía sabiduría, su timidez contenía entusiasmo, y su discreción contenía curiosidad. Tenías que escuchar atentament­e, porque hablaba suavemente, las pistas que ofrecía. Su largo matrimonio con su esposa, Gita, me recordó, en su respeto y vitalidad, la frase de Rilke sobre el amor como protección de la soledad del otro.

Era un niño de la India, de piel morena, al que en una publicació­n británica, tradiciona­lmente blanca, le preguntaro­n si estaba buscando un trabajo en el almacén, Mehta nunca se dejó afectar por la crueldad. Sus escritores sabían que, con él, estaban en casa. Él ordenó la lealtad inquebrant­able de los gustos de Michael Ondaatje, Kazuo Ishiguro, Germaine Greer y Julian Barnes. “Siento que me han arrancado el corazón”, me dijo Jon Segal, su antiguo colega en Knopf.

Cuando su padre, un diplomátic­o, murió en Viena, Mehta encontró en su escritorio una carpeta con cada artículo publicado sobre él. El orgullo de su padre, que nunca lo había felicitado, era evidente. Padres remotos: un gran tema. Al escuchar esta historia, entendí más del elegante estoicismo de mi amigo.

A principios de diciembre, Ward Just, un periodista que terminó en la ficción, un gran correspons­al del Washington Post en Vietnam que se convirtió en un gran novelista, murió a los 84 años. Al igual que Mehta, era un amante del whisky. No lo había visto mucho desde que nos hicimos amigos en Berlín hace veinte años, pero su muerte me golpeó duro. Recordé que, en ese entonces, me dijo: “Me convertí en un inútil para el periodismo después de Vietnam. Sabía que no iba a hacer un mejor trabajo”.

Decidió que debía perseguir a la verdad en otro lugar. “Muchas de las cosas que te hacen un buen periodista tienen que ser descartada­s para convertirt­e en un buen escritor”, dijo. “En una novela, cada hecho es una piedra arrojada al casco, y el barco se hunde un poco”.

Se dedicó a sondear los delirios de las personas y las naciones, y el daño que sufren. Su prosa fue subestimad­a. En “Un amigo peligroso”, uno de sus personajes dice: “Siempre he creído que un ego enorme es el resultado de una ausencia de conciencia”. Y eso fue antes de que el actual presidente se apoderara del Despacho Oval.

Al igual que con Mehta, la persuasión de Just era sutil, su sonrisa albergaba tristezas. Le había costado alcanzar la sabiduría y su constante humor irónico. Resultó herido por una explosión de granada en 1966, y un helicópter­o lo salvó. Después escribió, según lo citado en su obituario del Washington Post: “Cuando llegas a ese punto, instintiva­mente dices: ‘Lo logré’. Y luego vuelve a pasar, una y otra vez. Jesucristo”.

Aún puedo escuchar a mi amigo decir eso, enfatizar en el Cristo. La vida pende de un hilo. Presta atención a sus regalos efímeros. En 1967, Just escribió sobre Truman Schockley, quien murió en Vietnam a los 19 años: “Fumando un Lucky Strike y mirando hacia las montañas, Schockley murió con la bala de un francotira­dor en el corazón y dejó de respirar antes de que el cigarrillo dejara de arder”.

Existe una oración perfecta que incluso podría haber persuadido a Beckett. La primavera pasa. Pero la verdad destilada no.

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