El Diario de El Paso

Érase una vez los Windsor

- • Maureen Dowd

Nueva York— Nunca me ha interesado demasiado la reina.

Quizá sea por mi sangre irlandesa. Como bien dijo Winston Churchill: “Los irlandeses siempre nos han parecido un poco raros. Se rehúsan a ser ingleses”.

O quizá sea por mis raíces estadounid­enses. Nos costó trabajo librarnos de ese tropel amante de los corgis y la ginebra hace 244 años.

Pero pienso que, quizá muy adentro, Estados Unidos se lamenta de haber perdido a la familia real. ¿O cómo explicamos nuestra perdurable fascinació­n con las dinastías? Luego de haber pasado mi carrera reportando sobre cuatro dinastías políticas disfuncion­ales, me resisto más que nunca a la idea de que la biología te hace merecedor a tener autoridad.

El fantasma de una Diana que se rebeló anima el malogrado cuento de hadas de Meghan y Harry y su excesivo intento por darle un vuelco a siglos de reglas inflexible­s y liberarse de la Firma.

El peligroso tango que la Princesa Diana bailaba con los tabloides le quitó a Enrique las ganas de jugar el mismo juego, sobre todo debido al dejo de racismo que existe en contra de Markle. Hace poco confesó que el sonido y las luces de las cámaras fotográfic­as le traía recuerdos de la muerte de su madre.

Cubrí el primer viaje de Diana como Princesa de Gales a Estados Unidos en 1985. En ese entonces se veía contenta, fue el año antes de que Carlos renovara su relación con Camilla Parker Bowles. Ella y el príncipe intercambi­aban miraditas, guiños y bromas.

Nancy Reagan planeó una cena con un baile a la luz de las velas en la Casa Blanca, digno de una Cenicienta de 24 años que lucía un vestido de terciopelo azul oscuro. La primera dama dispuso que la Banda del Cuerpo de los Marines tocara “Night Fever” mientras John Travolta giraba a Diana, eufórica, por el piso (“Sabe moverse muy bien”, dijo el actor sobre ese baile).

Me pregunté cómo lidiaría el Príncipe Carlos con una joven esposa con tanta potencia estelar, que absorbiera tanto la atención. Todos quedábamos fascinados cuando bajaba su barbilla haciendo esa pose llena de timidez y nos lanzaba su mirada modesta pero coqueta.

La respuesta es que no lidiaba bien con esa situación. Doce años después, cuando sucedió aquella tragedia inimaginab­le, a los gélidos miembros de la familia real les enfureció la expectativ­a de tener que demostrar emociones por aquella mujer que había vociferado en contra de la monarquía diciendo que era una pandilla de gente cruel y desalmada, antes de llamarse a sí misma como la Prisionera de Gales.

En ese entonces la Firma se encontraba en un gran lío, al igual que ahora. ¿Cómo podría la reina y el Príncipe Felipe y Carlos entender el deseo de Meghan y Enrique de presentars­e como una empresa de estilo de vida tipo Goop? La noticia de que han solicitado registrar cientos de artículos, desde calcetines hasta sudaderas, con su marca “Sussex Royal” hace que el exilio de Wallis Simpson en las Bahamas, donde no hacía más que combinar las paredes con su maquillaje, parezca absolutame­nte monástico.

¿Acaso puedes decir que eres “independie­nte en términos financiero­s” cuando en realidad solo le estás sacando provecho a tu título nobiliario?

Dado el estado del mundo y la implosión del Imperio Británico (los escoceses están pensando en salirse, la unidad irlandesa está en juego, Australia arde y Boris Johnson engaña a la reina para que suspenda el Parlamento en un ardid por obtener su brexit), es difícil sentir pena por la duquesa de Sussex quejándose de que sus diamantes le pesan mucho. El pathos que inspira Markle, en su jaula de diseñador, tiene un límite.

Es fácil para la realeza venir a Norteaméri­ca, donde los acogen con opulencia como celebridad­es, pero sin todas esas molestas restriccio­nes de clase y funciones que cumplir (Véase el episodio de “The Crown” donde sale una alocada y borracha Princesa Margarita seduciendo a Lyndon B. Johnson).

De cualquier manera, creo que Meghan Markle debió haber hecho gala de su mentalidad progresist­a donde más falta hacía: en el Palacio de Buckingham. Pudo haber actuado como los Obama, quienes hicieron una labor excelente al ponerse por encima de las provocacio­nes racistas y trabajar con la institució­n para crear en el imaginario público una nueva realidad racial en Estados Unidos.

Markle ya había inyectado con éxito dosis refrescant­es de una innovación chic y semirradic­al a la familia real. Sus visitas a una mezquita que albergaba a londinense­s que perdieron su hogar en el incendio de la Torre Grenfell la llevaron a publicar un libro de cocina en 2018, cuyas ganancias fueron para las víctimas.

En sus buenos momentos, la monarquía ha logrado animar al pueblo como durante los bombardeos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Fui testigo de esa habilidad por transforma­r las emociones y opiniones cuando cubrí la visita de la reina a Irlanda en 2011, era la primera vez en un siglo que un monarca inglés visitaba ese país. Fue imposible no sentirse impresiona­do al verla hablar en gaélico y expresar amargura sobre cómo Inglaterra había hecho sufrir a Irlanda, inclinar su cabeza en el lugar donde ocurrió el Domingo Sangriento y en el Jardín del Recuerdo, el cementerio de los patriotas irlandeses.

Al inicio los irlandeses se mostraron escépticos, pero, al final de su visita, muchos la llamaban “Betty” en Twitter.

La reina de Inglaterra se aferra a la idea de que ella y su familia tienen una especie de autoridad moral vestigial. Pero con el embrollo del Príncipe Andrés en el serrallo de Jeffrey Epstein, y con la huida de Enrique a Hollywood, queda claro que a muchos en su familia no les interesa la autoridad moral.

El colapso de la autoridad de la monarquía británica refleja el colapso de las autoridade­s en general, laceradas por años de escándalos sobre sacerdotes que abusan de niños, atletas que golpean a sus novias y funcionari­os académicos que aceptan sobornos.

Sin embargo, aunque el papel de la realeza ahora sea parecido al de las Kardashian, no estuvo bien que Meghan y Harry se enfrentara­n a la reina, retaran sus indicacion­es, lanzaran su plan para un Megxit en Instagram e intensific­aran la triste separación entre los hermanos (si alguna vez hubo un momento correcto para beber ginebra…).

¿Qué prisa hay por dejar de tener influencia verdadera para ser un influyente de Instagram? Además, ¿qué clase de persona deja de seguir a su abuela?.

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