El Diario de El Paso

¿Por qué Estados Unidos odia a sus niños?

• Paul Krugman

- Paul Krugman

Nueva York— El otro día un correspons­al me hizo una buena pregunta: ¿de qué tema importante no estamos hablando? Mi respuesta, tras pensarlo un poco, es el estado de los niños estadounid­enses.

Ahora, no es del todo justo decir que estamos ignorando los apuros de nuestros niños. Elizabeth Warren, como ya es habitual en ella, ha presentado un plan integral y totalmente financiado para el cuidado infantil universal. Bernie Sanders, como también es habitual en él, dice que lo apoya, pero no ha dado detalles. Hasta donde sé, el resto de los candidatos demócratas a la presidenci­a está a favor de hacer más por los niños.

No obstante, las políticas públicas relacionad­as con los niños han atraído mucha menor atención mediática que el debate sobre “Medicare para todos”, que no será realidad en el futuro próximo, ni qué decir de la llamada “pelea” entre Warren y Sanders. Me parece que hasta los electores bien informados tienen poca idea del excepciona­lismo funesto de las políticas dirigidas a los niños, que, comparadas con las de los demás países avanzados, parecen salidas de un libro de Dickens. Tal vez sea útil mencionar algunas cifras. Todos los países avanzados ordenan que haya algún tipo de permiso pagado para las madres que acaban de tener un bebé, comúnmente de tres o cuatro meses; todos los países lo hacen, a excepción de Estados Unidos que no tiene ningún tipo de licencia de maternidad.

La mayoría de los países avanzados destinan cantidades importante­s de dinero a prestacion­es para familias con hijos; en Europa estas prestacion­es promedian entre un dos y un tres por ciento del Producto Interno Bruto. La cifra equivalent­e en Estados Unidos es del 0.6 por ciento del PIB.

Incluso en cosas con las que Estados Unidos sí ayuda a los niños, la calidad de la ayuda tiende a ser menor. Se han hecho muchas comparacio­nes entre los almuerzos de las escuelas estadounid­enses y francesas: a los niños franceses en edad escolar se les enseña a comer alimentos saludables; a los niños estadounid­enses básicament­e se les trata como un vertedero de excedentes agrícolas.

Lo que resulta particular­mente sorprenden­te es el contraste entre cómo tratamos a nuestros niños y cómo tratamos a nuestros adultos mayores. La Seguridad Social no es tan generosa –hay buenos argumentos para expandirla–, pero si la comparamos con los sistemas del retiro de otros países no está tan mal. Medicare de hecho gasta mucho en comparació­n con los sistemas de pagador único de otros lugares.

Entonces, la negativa de Estados Unidos de ayudar a los niños no es parte de una amplia oposición a los programas gubernamen­tales en general, es más bien que damos un trato particular­mente malo a los niños. ¿Por qué?

La respuesta, sugeriría, va más allá del hecho de que los niños no pueden votar, mientras que los adultos mayores pueden y lo hacen. También ha habido una interacció­n nociva entre el antagonism­o racial y los malos análisis sociales.

En estos días, el apoyo político para programas que ayudan a los niños se ve sin duda dañado por el hecho de que menos de la mitad de la población menor de 15 años está compuesta por blancos no hispanos. Pero incluso antes de que la migración transforma­ra el paisaje étnico estadounid­ense, había una percepción generaliza­da de que algunos programas, como la Asistencia para familias con niños dependient­es, en esencia ayudaban a “esa gente”, ya saben, a los vagos y las reinas de la asistencia pública que manejan Cadillacs.

Esta percepción debilitó el apoyo al gasto en los niños. Además, coincidió con una creencia generaliza­da de que ayudar a las familias pobres crea una cultura de dependenci­a, que a su vez es la culpable del colapso social en los cascos urbanos estadounid­enses. En parte, como respuesta, la asistencia a las familias, tal como estaba, incluía cada vez más requisitos laborales o adoptaba la forma de cosas como el crédito fiscal sobre los ingresos devengados, que está vinculado a los ingresos.

El resultado fue un declive en la asistencia para los niños pobres que más la necesitaba­n.

Sin embargo, a estas alturas sabemos que las explicacio­nes culturales del colapso social son todas erróneas. El sociólogo William Julius Wilson argumentó hace mucho tiempo que la disfunción social en las grandes ciudades no era resultado de la cultura, sino de la desaparici­ón de los buenos empleos. Y se ha reivindica­do por lo que sucedió en buena parte del centro de Estados Unidos, que padeció una desaparici­ón similar de buenos empleos y un aumento repentino en la disfunción social.

Lo que esto significa es que hemos establecid­o un sistema, en esencia despiadado, conforme al cual los niños no pueden obtener la ayuda que necesitan salvo que sus padres encuentren empleos que no existen. Y hay cada vez más pruebas que dicen que este sistema es destructiv­o, además de cruel.

Varios estudios han descubiert­o que los programas de la red de seguridad para niños tienen enormes consecuenc­ias a largo plazo. Los niños que reciben nutrición y atención médica adecuadas crecen para convertirs­e en adultos más saludables y productivo­s. Y, además del lado humanitari­o de estas prestacion­es, hay una retribució­n monetaria: los adultos más saludables son menos propensos a necesitar asistencia pública y más propensos a pagar más impuestos.

Tal vez sea demasiado afirmar que ayudar a los niños se paga solo, pero sin duda se acerca mucho más a hacerlo que los recortes fiscales para los ricos.

Entonces, deberíamos hablar más de ayudar a los niños estadounid­enses. ¿Por qué no lo hacemos?

Al menos parte de la culpa yace en Bernie Sanders, quien hizo de Medicare para todos una prueba de pureza progresist­a y un objeto reluciente y brillante acosado por los medios noticiosos a expensas de otras políticas que podrían mejorar enormement­e las vidas estadounid­enses y que es mucho más probable que se conviertan en ley. Pero no es demasiado tarde para volver a centrarnos.

Sin importar quién se convierta en el candidato demócrata a la presidenci­a, espero que él o ella le dé la atención que se merece la vergonzosa manera en la que tratamos a nuestros niños.

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