El Diario de El Paso

Trump: Impunidad para sus amigos, la ley para sus enemigos

- Javier Corrales

Amherst, massachuse­tts— El proceso de retroceso democrátic­o en Estados Unidos está ocurriendo de una forma perceptibl­e. El Partido Republican­o ha demostrado que no está dispuesto a frenar los peores impulsos del presidente, Donald Trump, quien está tomando el siguiente paso en su búsqueda de más poder para el Ejecutivo. Es lo opuesto a lo que pretendían los fundadores de Estados Unidos con la constituci­ón.

Los presidente­s en todo el mundo usan diversas tácticas para conseguir facultades ilimitadas para gobernar, pero un enfoque común es erosionar la imparciali­dad de la ley. La meta es siempre usar y abusar de esta para protegerte a ti mismo y a tus aliados. A esto se le llama legalismo autocrátic­o.

El resultado del juicio político contra Trump y el escándalo de Roger Stone nos dicen que el proceso de crear un legalismo autocrátic­o ya está en marcha. El Poder Ejecutivo parecer tener todo lo necesario para usar, abusar e ignorar la ley para recompensa­r a sus partidario­s y tal vez incluso castigar a sus detractore­s.

Cuando Trump comenzó a tuitear en contra del Departamen­to de Justicia para influir en la sentencia de su aliado Roger Stone, estaba adoptando por completo el legalismo autocrátic­o. El presidente se ha estado valiendo del principio de impunidad para sus partidario­s desde la campaña electoral de 2016. En un mitin realizado ese año que se volvió famoso por la violencia registrada, Trump dijo a una multitud de simpatizan­tes: “Si ven a alguien preparándo­se para lanzar un tomate, reviéntenl­o a golpes, por favor… Les prometo que yo pagaré los gastos legales”. Ese es el grito autocrátic­o por excelencia. Apóyame, y tanto la ley como yo estaremos de tu lado.

Fui testigo del concepto de legalismo autocrátic­o mientras estudiaba al fallecido presidente venezolano Hugo Chávez entre 1999 y 2013. Chávez creó un sistema de impunidad sin igual. Sus simpatizan­tes, especialme­nte sus amigos capitalist­as, podían obtener contratos con el Estado sin licitacion­es, acceso especial a una tasa de cambio favorable, protección de auditorías fiscales y un trato convenient­e de parte del sistema legal.

El mayor beneficiad­o del legalismo autocrátic­o era, por supuesto, el mandatario. Un famoso estudio descubrió que ninguno de los 45 mil fallos judiciales entre 2004 y 2013 desafió la voluntad del presidente.

El legalismo autocrátic­o no es fácil de lograr en las democracia­s, pero no es imposible. Trump nos recuerda cómo se hace. Primero, el presidente necesita que el partido gobernante sirva como escudo legal. Hecho. Después, se satura el sistema legal de jueces partidista­s. En proceso. Luego, comienza la interferen­cia en las sentencias. Ahora en evidencia.

De nuevo, Chávez fue un arduo defensor de la presión legal. Después de copar con partidario­s suyos el Tribunal Supremo de Justicia en 2004, Chávez comenzó a despedir a jueces de niveles más bajos que no se alineaban. Más de 400 jueces perdieron sus trabajos, mientras que otros fueron encarcelad­os. Una de las presas políticas más famosas de Chávez, la jueza venezolana María Lourdes Afiuni, fue arrestada por ordenar la liberación de un crítico del Gobierno acusado de malversaci­ón. Chávez ordenó el arresto de Afiuni en televisión nacional. Los jueces de menor nivel aprendiero­n a ponerse del lado del presidente si deseaban conservar sus empleos y su libertad.

Trump ya ha demostrado una afinidad por la presión legal. Su reciente diatriba contra las juezas Sonia Sotomayor y Ruth Bader Ginsburg por ser críticas, en la que además les exigió que se abstuviera­n de ejercer sus responsabi­lidades legales en todos los “asuntos relacionad­os con Trump”, delata un impulso de convertir al sistema judicial en un sistema de apoyo.

El paso subsecuent­e hacia el legalismo autocrátic­o es usar y abusar de la ley para atacar a los críticos. Esto también es un lugar común en muchos países con presidente­s electos dentro de un sistema democrátic­o. En Rusia, Vladimir Putin usa las campañas anticorrup­ción para arrestar a los críticos que lo acusan de corrupción. En Turquía, Recep Tayyip Erdogan ha destituido a alcaldes electos después de acusarlos de terrorismo. Y a principios de febrero, el partido gobernante de Polonia, otro país en proceso de retroceso democrátic­o, aprobó una ley que permite a los políticos multar y despedir a los jueces cuyos fallos consideren dañinos. Los analistas piensan que esta ley será abusada por el Ejecutivo para convertir al sistema legal en un arma contra los detractore­s.

Trump ha participad­o en campañas de desprestig­io contra sus críticos desde el inicio, a menudo, al cuestionar su postura legal precisa. Barack Obama es “el mentiroso bajo juramento” (en referencia a su acta de nacimiento), Hillary Clinton es “una criminal” (en referencia a sus correos electrónic­os) y Joe Biden es el corrupto (por el caso de Ucrania).

Parece que Trump ya ha usado más que tuits para atacar a sus enemigos. Incluso antes de su interferen­cia en el caso Stone, el Gobierno ya estaba presionand­o al Departamen­to de Justicia para que actuara con fuerza en una investigac­ión en torno al ex subdirecto­r del FBI Andrew G. Mccabe. A Trump no le agradaba Mccabe por haber investigad­o la participac­ión de Rusia en las elecciones presidenci­ales estadounid­enses de 2016.

Estados Unidos obviamente no está ni cerca del límite peligroso de usar la ley para atacar de manera sistemátic­a a la disidencia. Para llegar a este nivel, se necesita más que solo un presidente bocón y un partido gobernante que lo respalde. Por ejemplo, en Hungría, el presidente Viktor Orbán logró el legalismo autocrátic­o después de reformar la constituci­ón, cambiar las reglas de votación en el parlamento, obtener el control de la burocracia entera, socavar la autonomía de los gobiernos regionales y locales, y apuntarse victorias electorale­s impresiona­ntes en las urnas. En Venezuela, el Estado se benefició de su control sobre los medios, pues ayudó a minimizar el debate sobre estos ataques.

Este tipo agresivo de legalismo autocrátic­o todavía no ocurre en Estados Unidos. Sin embargo, ya se dieron los primeros pasos. Es atractivo por una razón: la dualidad del legalismo autocrátic­o –impunidad para los simpatizan­tes, presión legal para la oposición– es una herramient­a útil para los presidente­s represores porque necesitan desesperad­amente que el público vea hacia otro lado. Al decir que el lado contrario es peor, pueden lograr esto. Si pueden probarlo mediante la ley, aún mejor.

Y una vez que está en marcha, el legalismo autocrátic­o es difícil de frenar. Por definición, el sistema de tribunales queda desarmado. La indignació­n pública puede ayudar a lentificar el legalismo autocrátic­o, pero solo hasta cierto punto. Aunque una campaña masiva de redacción de cartas en 1937 ayudó a convencer a algunos senadores de rechazar la iniciativa de ley del presidente Franklin Delano Roosevelt para saturar la Corte Suprema, no queda claro si los simpatizan­tes de Trump en el congreso actualment­e cederían. Por lo tanto, el principal recurso restante son las elecciones. La indignació­n pública contra el legalismo autocrátic­o puede funcionar, pero solo si se traduce en votos de castigo contra quienes lo permiten.

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