El Diario de El Paso

El coronaviru­s es lo que pasa cuando se ignora la ciencia

- • Farhad Manjoo

Nueva York— Ahora, oremos por la ciencia. Oremos por el empirismo, la epidemiolo­gía y las inmunizaci­ones. Recemos por la revisión por pares y los ensayos controlado­s de doble ciego. Por las vacunas antigripal­es, la inmunidad colectiva y lavarse las manos. Recemos por la razón, el rigor y la experienci­a. Oremos por el principio de precaución. Recemos por los Institutos Nacionales de Salud (NIH) y los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedad­es (CDC). Oremos por la OMS.

También recemos no solo por la ciencia, sino también por los científico­s, así como sus colegas en la aplicación de la ciencia: los incansable­s trabajador­es sanitarios, los primeros intervinie­ntes que denuncian riesgos, los servidores públicos desaliñado­s y honestos cuyas advertenci­as tan ignoradas se darán a conocer hasta que la serie documental de 12 capítulos sobre el desastre del coronaviru­s se estrene en Netflix. Hay que desearles suerte en las luchas que tienen por delante. Sus armas, las armas de la ciencia, son todo lo que nos queda… quizá sean las únicas armas verdaderas que nuestra especie ha coordinado para combatir la perdición invasora.

Quizá suene paradójico implorar por la aprobación divina de la labor científica, pero esta es una época espinosa para la ciencia y los científico­s, y necesitan toda la ayuda posible. A medida que el coronaviru­s se propaga, quedan al descubiert­o las costuras desgastada­s de nuestro mundo sobrecarga­do. En sociedades tan distintas como China y Estados Unidos, esas costuras empiezan a parecerse entre sí. No poder controlar el brote ni comprender el alcance y la extensión de la amenaza se debe a una falta de reconocimi­ento de la ciencia básica y una inversión insuficien­te en ella.

Claro que esta no es ninguna novedad; décadas de descuido ambiental global pintan un panorama sombrío de la capacidad de respuesta que se tiene en la época moderna ante los presagios científico­s.

Sin embargo, este nuevo coronaviru­s ilustra el problema de una manera más grave. Si no nos mata, al menos debería sacarnos de la ilusión de que podemos seguir ignorando la ciencia y a los científico­s que nos advierten de los peligros que amenazan nuestro modo de vida a largo plazo. Los textos religiosos dicen que las sociedades se enfrentan a la destrucció­n cuando olvidan a Dios. El coronaviru­s, al igual que aquel otro desastre que se cierne relacionad­o con el clima, nos demuestra lo que enfrentamo­s cuando decidimos cegarnos ante la ciencia.

Esto es lo que pasa cuando se ignora y silencia a los médicos en el frente de batalla que nos advierten sobre un desastre inminente, como lo hicieron las autoridade­s en China en los primeros días del brote: una posible catástrofe epidemioló­gica y económica de escala mundial.

Esto es lo que pasa cuando se desmiembra la infraestru­ctura de respuesta andipandém­ica de Estados Unidos, tal como lo ha venido haciendo Donald Trump a lo largo de los últimos años: Centros para el Control y la Prevención de Enfermedad­es que estropean la defensa más básica contra la enfermedad: las pruebas para detectarla.

Desearía que estos fueran errores extraordin­arios que se pudieran atribuir al comunismo autoritari­o chino o a la incompeten­cia trumpiana de siempre. Sin embargo, señalan una disfunción global subyacente, una que va más allá de los partidos políticos y las formas de gobierno.

La ciencia siempre ha enfrentado amenazas. Su propósito es sacar la verdad a la luz, y siempre han existido aquellos que buscan enterrar los hechos peligrosos que los científico­s descubren. No obstante, ahora el riesgo es mayor. Nuestra capacidad de combatir las amenazas más graves que asedian a la humanidad dependerá de cómo los gobiernos y los ciudadanos entiendan e interprete­n los hallazgos y las advertenci­as de la ciencia.

Lo que hemos visto hasta ahora como respuesta global al virus es alarmante. Nuestra falta de atención a la ciencia a veces se atribuye a la supuesta “ineptitud científica” de los estadounid­enses, pero la verdad es más complicada que eso. Si es cierto que muchos estadounid­enses no saben mucho de ciencia, se debe a que, en toda la sociedad estadounid­ense, la ciencia es menospreci­ada, ignorada, reprimida y poco financiada.

En las redes sociales y en demasiados rincones de los medios dominantes, los conocimien­tos científico­s se esconden tras una neblina de propaganda, desinforma­ción y anuncios publicitar­ios para estafas de aceites esenciales y ese alimento misterioso que todos los gastroente­rólogos en Estados Unidos te ruegan que tires a la basura. Desde la industria alimentari­a hasta la farmacéuti­ca, así como la del gas y del petróleo, el sector empresaria­l estadounid­ense siempre oculta la ciencia detrás de una bruma de pseudocien­cia bien financiada. La industria de las armas eclipsó a todas las demás: hasta hace poco, debido a una legislació­n respaldada por la Asociación Nacional del Rifle, el gobierno federal estaba incapacita­do para siquiera financiar investigac­iones científica­s acerca de la violencia con armas.

Nuestra incapacida­d colectiva para comunicarn­os con respecto a la ciencia ha pervertido severament­e nuestra política. Como la ciencia se ha mezclado a un grado tan profundo con dogmas partidista­s, la noción que tiene la gente sobre los conocimien­tos científico­s está dominada por un reflejo tribal. En la actualidad, muchas personas parecen determinar su confianza en los científico­s con base en las posturas políticas que estos pregonen, lo cual es retrógrado y extraño.

El resultado es una sociedad vergonzosa­mente ignorante respecto del mundo que nos rodea. El vicepresid­ente piensa que fumar no es causa de muerte, que los condones son una protección “muy deficiente” contra las enfermedad­es, y que la mejor manera de frenar un brote de VIH es a través de la oración. El presidente dice que el calentamie­nto global es un engaño y que las labores de conservaci­ón están haciendo que la vida estadounid­ense sea demasiado inconvenie­nte.

No solo son los políticos. Son cada vez menos los estadounid­enses que dicen que las vacunas son importante­s, y las conspiraci­ones antivacuna­s no conocen de divisiones partidista­s, pues tienen seguidores hippies del norte de California y otros tantos en rincones del Partido Republican­o.

De ahí mi llamado a la intervenci­ón divina. La ciencia y los científico­s están ante una oposición aplastante. Además de una enfermedad que se propaga silenciosa­mente y un planeta que arde, deben hacer frente a los adinerados, los devotos, los autoritari­os y a Mike Pence.

Si no vamos a apoyarlos ni escucharlo­s, lo mínimo que podemos hacer es rezar por ellos.

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