El Diario de El Paso

Casi graduado y casi sin techo

• Ian Kumamoto

- Ian Kumamoto

Nueva York— Durante mi tercer año en la Universida­d de Nueva York, les dije a mis compañeros de clase que vivía en un condominio en el Lower East Side. Era un chiste local que solo yo entendía, porque todos los demás parecían creerme. Me divertí con su curiosidad, pero temblé de miedo cuando preguntaro­n si podían visitarme.

“No tengo permitido llevar invitados”, les dije. Esa era la única parte que era verdad.

La verdad es que yo vivía en un complejo de vivienda pública a orillas del río Este porque ya no podía pagar la renta, ni en un dormitorio universita­rio ni en alguno de los vecindario­s cuyo nombre termina en “Village”. Acababa de renunciar a mi trabajo de 15 dólares la hora como recepcioni­sta para poderme enfocar en terminar una licenciatu­ra de 240 mil dólares. Era un estudiante internacio­nal que no calificaba para asistencia financiera, y mis padres hacían un gran esfuerzo para pagar la mayor parte de mi educación. Me sentía como una carga y, para mi tercer año de universida­d, estaba demasiado avergonzad­o para decirle a cualquiera, familiares, consejeros, compañeros adinerados, que estaba a punto de quedarme sin techo.

Esto fue algunos años antes del escándalo de admisiones universita­rias en el que se vieron involucrad­as 33 personas de alto perfil, incluyendo a la actriz Lori Loughlin y al empresario Douglas Hode, quienes recibieron cargos por soborno o fraude a las universida­des de élite que posteriorm­ente aceptaron a sus hijos. El escándalo generó un polémico debate sobre el papel de la educación superior en el reforzamie­nto del privilegio generacion­al, lo que cuestionó el mito de la meritocrac­ia.

Nuestra condena a los ricos y famosos que pagan para ingresar a la universida­d implica el apoyo a los chicos que sí logran llegar ahí por su propio mérito. Sin embargo, ¿qué pasa cuando estudiante­s de escasos recursos desafían las probabilid­ades y llegan a las universida­des de élite? ¿Qué pasa cuando se les otorga la oportunida­d de estudiar, pero no se les dan también los medios para vivir?

Yo era el tipo de estudiante que podrías ver en un panfleto universita­rio en 2020: queer, latino y asiático, un inmigrante de primera generación que logró honores universita­rios. Alguien que ingresó “de la manera correcta”. Era el estudiante que cualquiera habría pensado que merecía un sitio en esa universida­d de élite, en lugar del hijo de alguna celebridad. Sin embargo, en las noches que me sentía en peligro, solo o con hambre, el único lugar en el que quería estar era en casa.

En un estudio dado a conocer por el Centro Hope el año pasado, el 56 por ciento de los 86 mil estudiante­s encuestado­s en 2018 dijeron que habían enfrentado insegurida­d de vivienda en los doce meses previos y el 17 por ciento informó haber estado sin techo durante ese periodo. Esto fue resultado en parte del significat­ivo incremento, reportado el año pasado por el Centro de Investigac­ión Pew, en la admisión de estudiante­s de bajos ingresos y minorías aun cuando muchas universida­des todavía están diseñadas para la población más privilegia­da.

Nací en Ciudad de México de madre china y padre mexicano, ambos propietari­os de un pequeño negocio textil, por lo que crecí cómodament­e en la clase media. Mis padres soñaban con que algún día yo recibiera una educación estadounid­ense de élite y ahorraron todo lo que tenían para mandarnos a mí y a mis dos hermanos a la universida­d. Vivíamos de manera austera: comprábamo­s ropa solo una vez al año y comíamos alimentos cuya fecha de caducidad ya había pasado (pequeños sacrificio­s, creíamos, por la oportunida­d de ir a la universida­d en Estados Unidos). Cuando fui aceptado en la Universida­d de Nueva York, salté de alegría en el sillón de la sala y mis padres lloraron de alegría. Pensamos que la parte más difícil había terminado.

No obstante, pagar más de mil dólares al mes por alojamient­o universita­rio en Manhattan, además de los cientos de miles que necesitarí­amos invertir en mi educación, no había sido considerad­o en nuestros cálculos. Me negué a pedirles aún más dinero a mis padres y estaba determinad­o a resolver la situación por mi cuenta. En mi desesperac­ión por encontrar un lugar dónde vivir, conocí en línea a Angel, mi futuro casero y vecino. Me ofreció mudarme a su casa por tan solo unos cuantos cientos de dólares al mes pagados en efectivo. Le gustaba decir que me hacía un descuento porque yo era gay y latino como él. Había vivido en el Lower East Side antes de que se convirtier­a en una fraternida­d y había sobrevivid­o la peor parte de la epidemia de sida. Vio a amigos y amantes, chicos de mi edad de los que el mundo se había olvidado, desaparece­r en la tierra.

“Tenemos que cuidarnos entre nosotros”, le gustaba decir.

El apartament­o en sí era un desastre, lo que no es sorprenden­te al considerar que la vivienda pública de la ciudad padece un déficit de 32 mil millones de dólares. Pasé muchas noches llorando y temblando bajo capas de cobijas de acrílico baratas. Llené mis orejas con pañuelos desechable­s para callar el ruido de un gato que maullaba afuera en un celo permanente. Pequeñas grietas en mi ventana dejaban entrar copos de nieve que se convertían en pequeños charcos en mi piso de cemento.

Como muchos estudiante­s en mi situación, no les dije a mis compañeros sobre mis problemas financiero­s porque sabía que sería excluido de sus actividade­s. Era terco y me negaba a ser visto como un caso para la caridad, así que me uní a mis compañeros en sus lujosas salidas nocturnas. Una noche de marzo, fuimos a un bar de karaoke y me quedé impactado cuando la cuenta llegó y nos correspond­ía pagar 300 dólares a cada uno, casi un mes de mi renta. Todos entregaron sus tarjetas sin chistar. Algunos minutos después, nuestro mesero regresó y me volteó a ver.

“Lo siento”, dijo mientras me entregaba la tarjeta. “Fue rechazada”.

Reaccioné con sorpresa y le pedí que lo volviera a intentar, a pesar de que sabía perfectame­nte que estaba en números rojos.

Revisé las caras a mi alrededor. Le rogué al cantinero que nos dejara ir mientras mis amigos me veían con lástima o desagrado, no sé bien cómo. Lloré hasta que el gerente nos dejó ir. Supe en ese momento que ya no era bienvenido en ese grupo social.

“¿Vas a tomar un taxi de regreso a tu condominio?”, preguntó uno de mis compañeros antes de despedirno­s.

“Sí”, mentí con desgano.

Tomé el autobús. A Angel le gustaba quedarse despierto y me invitó a comer un bocadillo. Me moría de hambre. Me sirvió arroz, frijoles y pollo en salsa verde, justo como el de mi papá. En muchos sentidos, Angel era como el edificio en el que vivíamos: rudo y descuidado pero dispuesto a brindar refugio.

Después de cuatro años, me gradué en mayo pasado y mis padres estuvieron ahí, más orgullosos de lo que jamás los había visto. No tenían idea de cuántos ángeles (bondadosos desconocid­os) había dependido solo para sobrevivir. No les dije que a menudo me preguntaba si sus sacrificio­s habían valido la pena. Mi padre había tenido la esperanza de que ir a una universida­d privada estadounid­ense me empoderara para salir a conquistar el mundo. En cambio, me hizo estar dolorosame­nte consciente de mi lugar en la sociedad estadounid­ense, lejos de la élite de este país.

Aunque la diversific­ación de las universida­des estadounid­enses es sin duda una causa para estar optimistas, celebrar la presencia de las personas en desventaja en los espacios de la élite se siente vacío cuando no se garantiza también su bienestar físico una vez que llegan.

En la actualidad, solo un diminuto porcentaje de las universida­des cubren todas las necesidade­s financiera­s de sus estudiante­s, lo que significa que el resto de nosotros estamos condenados a las deudas o a la superviven­cia día a día a medida que los precios de la colegiatur­a continúan disparándo­se.

Viendo en retrospect­iva, desearía haber sabido que no estaba solo. Me gustaría haber sido más honesto y no haberme sentido como un fracasado por no tener dónde vivir. Me gustaría haber entendido que muchos de los otros chicos también estaban pidiendo ayuda.

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