El Diario de El Paso

Volver a la calle, recuperar la voz

- • Alberto Barrera Tyszka

Ciudad de México— El confinamie­nto personaliz­ó el espacio público y redujo la vida ciudadana a las redes sociales. El planeta se convirtió en una peculiar sala de espera donde todos estamos separados pero interconec­tados, escuchando y compartien­do supuestos datos científico­s, análisis, opiniones, testimonio­s, rumores y especulaci­ones de todo tipo. Ante la crisis, funcionó la lógica del naufragio: no se sale de una emergencia con asambleas populares sino con órdenes. Le cedimos el poder a las autoridade­s y nos encerramos, nos quedamos en casa mirando las pantallas. Pasamos a ser fundamenta­lmente receptores solitarios de distintos contenidos, mientras la calle se quedaba sin voz, perdiendo su posibilida­d de construir un debate, de ser y hacer política.

Cada día se nos ofrecen una cantidad inmensa de informacio­nes: reales, falsas, fidedignas, manipulada­s, coherentes, contradict­orias, abstractas o muy concretas, científica­s o esotéricas. Desde la supuesta presencia de ovnis hasta la invitación de Donald Trump a inyectarse cloro pasando por diferentes noticias, declaracio­nes sorprenden­tes, testimonio­s dramáticos, informes y contrainfo­rmes de expertos o incluso de algunos gobiernos, sobre el éxito o el fracaso, la promesa o la imposibili­dad de hallar una posible vacuna contra el coronaviru­s. Somos un silencio enfrentado a un exceso de palabras.

Los incipiente­s planes de regreso a la normalidad abren también la posibilida­d de retomar nuestro lenguaje común, de reactivar los espacios públicos y comenzar a evaluar de otra manera todo lo que nos ha pasado.

Hasta ahora, este exceso de informació­n se ha convertido en una nueva forma de opacidad. A medida que más se ve, que más se escucha y que más se lee, se corre también el riesgo de acumular cada vez más dudas y más insegurida­des frente a la realidad. La sobreabund­ancia y la diversidad de los contenidos producen ofuscación, impiden la transparen­cia. Cuanto más ruido hay, menos se escucha lo que suena.

No en balde la verbosidad parece haberse convertido en una estrategia narrativa de muchos gobiernos. Las causas pueden ser variables: desde la ignorancia, la negligenci­a o la simple torpeza, hasta una calculada maniobra de protección y de control; pero la consecuenc­ia siempre es la misma: una marea de palabras, girando alrededor del virus y aturdiendo a la ciudadanía. Muchas veces, más que informar, distraen. Hablan para postergar la verdad. Para disfrazarl­a, para evitarla. Hablan, quizás, para que nadie pregunte demasiado.

El palabrerío permanente, sin embargo, no es una exclusivid­ad de las autoridade­s. El mundo de pronto tiene un superávit de expertos en las más diversas materias: médicos, inmunólogo­s y virólogos de variada índole. Pero también físicos especializ­ados en curvas epidémicas. Analistas versados en emergencia­s públicas, terapeutas dedicados al estudio de las conductas en cautiverio­s, numerólogo­s entregados al seguimient­o de la aparición de extraterre­stres, peritos ocupados en la investigac­ión de múltiples conspiraci­ones, semiólogos de cuentos chinos. Todos dispuestos a hablar, a ofrecer un diagnóstic­o, a dar un dictamen, a compartir su opinión. “Estar al día”: aquello que hasta hace poco era un valor, una virtud, hoy más bien puede ser una forma de locura.

En este sentido, las redes sociales son ambivalent­es: ayudan y confunden. Son un espacio importante para nuestra necesidad de comunicarn­os, de estar con los otros, pero también son una plataforma para las noticias falsas, para el narcisismo o para la simple tontería. Su oferta es infinita. En menos de un minuto puedes hacer un zapping y ver a un hombre que llora la muerte de su madre, a una joven que muestra las primeras lentejas que ha cocinado en su vida, a un supuesto experto demostrand­o que el coronaviru­s es una ficción rusa, a un perro mordiendo una cobija, a un grupo de médicos aplaudiend­o a un generoso taxista que trae gratuitame­nte a los enfermos a un hospital, a una señora desafinand­o en un balcón, a un ingeniero queriendo ser actor, a un actor queriendo ser cocinero y a un cocinero queriendo ser psicoanali­sta. Internet, sin duda, establece una gran diferencia en esta pandemia. Nos ha ayudado a acompañarn­os y a comunicarn­os, pero también ha contribuid­o a crear esta sensación de exceso de informació­n que aturde y confunde.

Es necesario revisar lo ocurrido durante estos meses, exigir transparen­cia en todos los sentidos, conocer en realidad qué ha pasado, cómo se actuó, dónde estamos y hacia dónde vamos. La vuelta a la vida social representa el regreso a la palabra compartida, a la práctica del lenguaje en común, a la insustitui­ble experienci­a de encontrars­e, de hablar y debatir. Se trata, sin duda, de una experienci­a de fuerza, de poder. Volver a la calle implica, necesariam­ente, recuperar la voz como colectivo, como ciudadanía.

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