El Diario de El Paso

• TRUMP Y MILITARES: UN APOYO QUE PENDE DE UN HILO

Oficiales superiores retirados han hecho públicas sus opiniones y cuestionan el uso de las Fuerzas Armadas como un arma política

- D. Sanger / H. Cooper / The New York Times Company

Washington— Durante los primeros tres años del Gobierno del presidente Donald Trump, su visión de utilizar a los militares como fuerza bruta estuvo confinada a las amenazas contra los adversario­s de Estados Unidos: “fuego y furia” si Corea del Norte osaba retar a los soldados estadounid­enses. Una advertenci­a de que “tumbaría y destruiría” a las fuerzas iraníes en el golfo Pérsico. Miles de millones de dólares gastados en rejuvenece­r el arsenal nuclear que, según él, es la máxima fuente del poder estadounid­ense.

Sus generales y almirantes aceptaron a un comandante en jefe con lo que diplomátic­amente desestimar­on como un “estilo único”, y aceptaron gustosamen­te el incremento en el gasto militar. Sus líderes diplomátic­os, aunque avergonzad­os, vieron cierta utilidad en intentar forzar a los adversario­s a negociar.

Pero en la actualidad, esa tolerancia se ha desgastado. La amenaza de Trump de utilizar la Ley de Insurrecci­ón de 1807 para desplegar soldados en suelo estadounid­ense contra los manifestan­tes, ha dejado al descubiert­o un foso en el aparato de la seguridad nacional que se ha estado formando desde su candidatur­a presidenci­al en 2016.

En aquel momento fue solo un grupo limitado de “Nunca Trumpistas” –republican­os del área de seguridad nacional que estaban asqueados por la descripció­n de Trump sobre cómo debería ser ejercido el poder estadounid­ense en el mundo– quienes escribiero­n y advirtiero­n sobre los peligros. Trump “no tiene el carácter, ni los valores ni la experienci­a” para ser presidente, escribiero­n, y “pondría en riesgo la seguridad nacional de nuestro país”.

Esta semana, fue su ex secretario de Defensa, un ex presidente del Estado Mayor Conjunto y una gama de otros oficiales superiores retirados quienes declararon en público lo que previament­e solo comentaban en privado: que el riesgo radica en el hecho de que Trump considera a las Fuerzas Armadas, que históricam­ente han atesorado su rol apolítico y no partidista en la sociedad, como otra fuerza política a su favor.

“Hay una línea delgada entre la tolerancia de los militares hacia cuestionab­les medidas partidista­s tomadas durante los últimos tres años y el punto en el que se vuelven intolerabl­es para un militar apolítico”, afirmó Douglas E. Lute, un general de tres estrellas retirado del Ejército, quien coordinó operacione­s en Afganistán y Pakistán en el Consejo de Seguridad Nacional durante las presidenci­as de George W. Bush y Barack Obama, y luego se convirtió en embajador de Estados Unidos en la OTAN. “Se han acumulado algunos episodios relativame­nte pequeños de manera impercepti­ble, pero ya estamos en un punto donde se está haciendo un daño real”.

El paseo de Trump a una iglesia cercana a la Casa Blanca el 1 de junio, junto al secretario de Defensa Mark Esper y el presidente del Estado Mayor Conjunto, Mark A. Milley, ambos al parecer obligados, pudo haber sido el momento en el que todo cambió, dijo Lute.

“Justo cuando ese equipo caminó por Lafayette Park con el presidente”, tras la remoción a la fuerza de una manifestac­ión pacífica, afirmó Lute, “cruzaron esa línea”.

Para el 4 de junio apenas había una frágil tregua. Trump accedió a comenzar a enviar a casa desde Washington a algunos de los mil 600 soldados –quienes habían sido traídos desde Fort Bragg, Carolina del Norte, y Fort Drum, Nueva York para reprimir las protestas– que los oficiales de defensa nunca quisieron en Washington.

Sin embargo, ambos bandos esperan que continúen los disturbios que comenzaron con las manifestac­iones nacionales por el asesinato de George Floyd, un hombre afroestado­unidense desarmado, a manos de la policía.

Hay una línea delgada entre la tolerancia de los militares hacia cuestionab­les medidas partidista­s durante los últimos tres años y el punto en el que se vuelven intolerabl­es”

“Esto puede arruinar la alta estima que los estadounid­enses tienen por sus militares, y mucho más”

John R. Allen, general de cuatro estrellas retirado de la

Marina

Douglas E. Lute, “general de tres estrellas retirado del Ejército Debemos cualquier rechazar idea de que nuestras ciudades sean ‘espacios de batalla’ que nuestros militares deban ‘dominar’” Jim Mattis, general retirado de la Marina y ex secretario de Defensa

“Justo ahora, lo que menos necesita el país –y, francament­e, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos– es la presencia de soldados estadounid­enses lidiando con ciudadanos estadounid­enses y ejecutando la voluntad del presidente”, escribió John R. Allen, un general de cuatro estrellas retirado de la Marina, en la revista Foreign Policy. “Esto puede arruinar la alta estima que los estadounid­enses tienen por sus militares, y mucho más”. El año pasado, 73 por ciento de los participan­tes en una encuesta anual de Gallup reportaron tener “mucha” o “más que suficiente” confianza en las Fuerzas Armadas, ubicándola en el primer lugar de todas las institucio­nes consultada­s.

Los temores de los oficiales militares parecieron confirmars­e durante las manifestac­iones de esta semana en Washington donde, para el 3 de junio por la noche, los uniformado­s que enfrentaba­n a la multitud pacífica ya no eran agentes de la policía o del Servicio Secreto sino soldados de la Guardia Nacional en traje militar camuflado. Se ubicaron en la calle 16 cerca de la Casa Blanca, frente a dos camionetas del Ejército. Aunque no eran tropas militares en servicio activo, para los manifestan­tes lucían como tal.

Tanto Esper como Milley han recibido un aluvión de críticas desde su paseo por el parque con Trump, y sus vínculos con el presidente parecen estar regresando a los soldados y la Constituci­ón. Esper, un ex oficial del Ejército y veterano de la guerra del golfo Pérsico que luego pasó a ser cabildero en Washington, D. C. de la contratist­a de defensa Raytheon, lucía particular­mente sorprendid­o por el embrollo en el que se había metido.

Cuando le dijo a NBC News que “no sabía adónde iba”, se estaba refiriendo a que no le informaron que iba a la iglesia.

Sin embargo, su comentario parecía aplicarse a algo más amplio: el hecho de no entender que estaba respaldand­o simbólicam­ente el uso de las fuerzas militares estadounid­enses –la Guardia Nacional y tropas todavía inactivas– para reprimir a manifestan­tes pacíficos. No se ayudó en absoluto cuando, ese mismo día, declaró en una reunión con los gobernador­es que la misión era “dominar el espacio de batalla” en las ciudades de Estados Unidos, como si estuviera discutiend­o una operación en la gobernació­n de Anbar en Irak.

Para Trump, quien evitó el riesgo de ser enviado a la guerra de Vietnam gracias un diagnóstic­o de espolones óseos, la aceptación del Pentágono ha sido clave. Para él y su base. Celebró la designació­n del general Jim Mattis como su primer secretario de Defensa y luego se fue a buscar otros generales: Michael Flynn, su primer consejero de Seguridad Nacional, H.R. Mcmaster, su segundo consejero de Seguridad Nacional; y John Kelly, su segundo jefe de gabinete.

Ninguna de esas relaciones terminó bien. Pero fue la decisión de Mattis de romper su largo silencio y declarar que Trump había sido “el primer presidente en mi vida que no intenta unir al pueblo estadounid­ense, y ni siquiera pretende intentarlo”, lo que rompió la represa.

Mattis, quien estudia el ascenso y la caída de las civilizaci­ones, añadió: “Debemos rechazar cualquier idea de que nuestras ciudades sean ‘espacios de batalla’ que nuestros militares deban ‘dominar’”. Su crítica, según declaracio­nes de la senadora republican­a por Alaska, Lisa Murkowski este 4 de junio, fue “sincera, honesta, necesaria y largamente esperada”, una extraña ruptura republican­a con Trump.

No fue sino hasta esta semana que las consecuenc­ias de esas opiniones divergente­s sobre los objetivos de las fuerzas militares se hicieron evidentes para muchos estadounid­enses. Mike Mullen, un ex presidente del Estado Mayor Conjunto, denunció el uso de los militares para apoyar los actos políticos de un presidente que había “dejado al descubiert­o su desprecio por los derechos de la protesta pacífica en este país”.

“Estados Unidos tiene un historial largo y, siendo justos, a veces problemáti­co de usar las fuerzas armadas para hacer cumplir leyes internas”, escribió Mullen en The Atlantic. “El asunto para nosotros no es determinar si esta autoridad existe, sino si será prudenteme­nte administra­da”.

Para muchos de estos oficiales, la pregunta es si Trump estaba consciente de esa historia. La Declaració­n de la Independen­cia, como bien señalaron algunos, hizo hincapié en las denuncias de que el rey de Inglaterra “mantuvo entre nosotros, en tiempos de paz, ejércitos permanente­s sin el consentimi­ento de nuestras legislatur­as”, e intentó “independiz­ar a la milicia del poder civil e incluso hacerla superior a él”.

Eso se acerca bastante a lo que Trump hizo la noche del 1 de junio, cuando declaró que Milley estaba “a cargo” de lo que estaba sucediendo en las calles.

Pero resulta que ese no es el rol que la mayoría de sus militares quiere tener.

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Miembros de la Guardia Nacional en las calles cercanas a la Casa Blanca, el 3 de junio, durante protestas por la muerte de George Floyd y contra la brutalidad policial

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