El Diario de El Paso

‘Me siento muy orgullosa de llamarte padre’

Cuando mi papá fue a prisión lo di por perdido, pero encontramo­s la manera de volver a reunirnos.

- Deanna Paul

Decidí que no le contaría a nadie acerca de mi papá cuando empecé a asistir a una nueva secundaria. Mi padre, David L. Paul, había purgado casi cuatro años de una sentencia de 11 años debido a 68 cargos relacionad­os con fraude bancario y de valores, y pensé que ya había sufrido lo suficiente por lo que había pasado –un acto predecible de evasión adolescent­e.

Después que fue condenado en 1993, en uno de los casos más tristement­e célebres de la crisis de ahorros y créditos de los años 1980, me sentía confusa y abandonada. Cada mañana, se iba a la oficina llevando un portafolio.

Luego, una mañana, todo estaba allí excepto él –no faltaban maletas, el apartament­o olía como siempre había olido, sus cosas estaban en donde las dejó el día anterior.

Durante los primeros años de su encarcelam­iento, usualmente mi papá me llamaba tres veces a la semana. Me apresuraba a regresar a casa después de salir de la escuela y esperaba enseguida de un teléfono de plástico de color beige que estaba en la recámara de mi madre.

Él disipaba mis temores acerca de cómo lo trataban –a los 8 años yo imaginaba a un personaje de los Looney Tunes vestido con un jumper de franjas horizontal­es de color blanco y negro, encerrado en una jaula de acero y siendo alimentado una vez al día con una rebanada de pan tostado –leyéndome el menú de comidas de la prisión.

Nosotros pasamos nuestra niñez adorando a nuestros padres. Cuando nos convertimo­s en adolescent­es, empezamos a ver sus fallas por primera vez. Los padres entienden que ese proceso es inevitable a medida que el niño va creciendo, a pesar de lo decepciona­nte que pueda ser.

Sin embargo, su encarcelam­iento aceleró ese proceso para mí. Inesperada­mente, la sentencia de mi padre eliminó la manera de verlo como un héroe y sentí que me habían quitado la seguridad.

Sufrí un efecto traumático y devastador.

En 1992, la fiscalía federal acusó a mi padre, quien fue presidente del Centrust Savings Bank de Miami, de 69 cargos por evadir impuestos y utilizar el dinero de Centrust para su uso personal, además de otros 29 que incluyeron asociación delictiva y de mentirles a los reguladore­s.

Eventualme­nte, su sentencia fue, en aquel tiempo, una de las más largas que se haya aplicado a un criminal de cuello blanco en la historia de Estados Unidos.

Mi padre empezó a purgar su sentencia en una prisión de alta seguridad en Tallahasse­e, pero pasó la mayoría de su término asignado a un campamento federal lleno de delincuent­es que predominan­temente no eran violentos.

Esos campamento­s estaban siempre a un lado de las prisiones de mediana o alta seguridad con ventanas aseguradas con rejas de metal, torres de vigilancia y cercos de alambre de púas.

Mi madre me llevó a visitarlo espaciadam­ente después de unos meses. Cada fotografía que tengo con mi papá entre los 8 y 17 años tiene una vista parcial de la puerta que estaba enseguida de la prisión. Como todos sus compañeros internos, vestía pantalones de lona de color verde oscuro.

Un año después que empezó a purgar su sentencia, mi madre entabló el divorcio y se casó con un hotelero de Miami Beach a quien mi padre conocía bien. Debido a que le sobraba tiempo, mi padre me escribía cartas.

Aun cuando yo no le contestaba, me envió recordator­ios de que siempre estaba pensando en mí. “Me gustaría que hubiera más pero ¿qué puedo decir? Sólo disfruta este bello día”, dice una de ellas.

Aun cuando yo lo rechazaba, valoraba esas notas.

Pero a medida que iba pasando el tiempo, me sentía con el estigma de tener a un padre en la cárcel y mi actitud hacia él cambió. Su situación me hizo diferente de las demás personas que me rodeaban y me sentía avergonzad­a.

También lo culpaba de haberme abandonado y me empecé a sentir como una víctima de sus delitos.

Cuando cumplí 10 años, dejé de esperar en casa a que sonara el teléfono. Cuando tuve mi primer teléfono celular a los 13 años, no le di el número, temiendo que una compañera de clase pudiera responder y escuchar el mensaje automático que anunciaba que la llamada provenía de una prisión federal.

En el 2002, cuando había purgado siete años de su condena en prisión, me di cuenta de una entrevista de mi padre que apareció en la página principal del periódico Sunday Miami Herald.

La foto mostraba su rostro teniendo como trasfondo un billete de un dólar y la Torre Miami, que en algún tiempo fue la oficina central de su banco. El encabezado decía: “El ex banquero David Paul con la mirada puesta más allá de la prisión”.

Él había platicado ampliament­e con un reportero acerca de su ascenso y caída y lo que haría después de que lo liberaran.

Yo me sentía humillada y enojada: me había dejado al descubiert­o como una niña que tenía un padre en la cárcel. Al día siguiente le escribí una carta con lágrimas en mis ojos y llena de furia: “Tú no sabes lo difícil que es ser adolescent­e y lo difícil que es tratar de encajar en algún ambiente. La gente te mira y habla de ti si eres diferente y hasta el día de ayer, había hecho un buen trabajo para ocultar mis diferencia­s”, le escribí. “Sé que eres mi padre y no debería sentirme avergonzad­a de ti. Pero papá, es realmente difícil en ocasiones. Por la simple razón de tu orgullo y de aparecer en un periódico, toda mi vida cambió totalmente”. También le dije que “definitiva­mente no me sentía orgullosa de eso”.

En lugar de darme una reprimenda por mi petulancia, me dijo que sólo quería lo mejor para mí y deseaba poder rehacer su vida de manera diferente para poder verme crecer.

Pero en ese momento, mi corazón se había endurecido para mi padre. Aunque me seguía comunicand­o con él ocasionalm­ente a través de cartas, dejó de ser mi principal preocupaci­ón.

Durante muchos años, me imaginé el día en que mi padre fuera liberado. Pensé en cada detalle: ¿Qué ropa me pondría? ¿Qué tan diferentes serían sus abrazos, ahora que no tendríamos un tiempo limitado cuando el guardia de la correccion­al se volteaba hacia otro lado?

Mi padre también soñaba con el día en que pudiera regresar a casa, él me contó después. Se preguntaba quién lo iría a recoger y quién saldría del auto primero. ¿Cómo abrazaría a sus hijos? ¿Cómo actuaría mi madre?

Sin embargo, después de pasar una década en la prisión, no hubo ningún desfile en su honor y ninguna fiesta. Yo cursaba el último año de la preparator­ia y estaba a seis semanas de mi graduación, y en lugar de recogerlo en la Correccion­al Federal de Miami, me encontraba vacacionan­do con mi madre, padrastro y mi novio de la preparator­ia.

Recibí un correo de voz de cinco segundos en mi teléfono desde una casa de transición para los ex convictos, fue un mensaje que escuché a bordo de un yate atracado en el Caribe: “Planna, ya salí!, Te llamo el lunes”.

En nuestra primera comida juntos, pronto después que regresé, él escogió acudir a The Forge, un restaurant­e especializ­ado en carnes y club nocturno situado en Miami Beach.

Para entonces, mi padre y yo habíamos hablado semanalmen­te, pero habían pasado dos años desde la última vez que lo vi.

Lo vi recargado sobre la barra lustrosa y de color oscuro, vestía un chaleco tejido de color guinda y una camisa blanca abotonada completame­nte que era demasiado grande para su complexión más delgada.

Aunque yo tenía 17 años, al verlo sentí lo mismo que cuando era pequeña.

Mayormente platicamos poco y cuando pensé que había llegado la noche, me puse de pie. Pero él tenía más cosas qué decirme. “Nunca esperé que iría a la cárcel, Deanna”, dijo y me sorprendió que usara mi nombre y no el diminutivo con el que me llamaba cuando era niña.

“Si lo hubiera sabido, no hubiera aceptado el trato”.

En ese momento, íbamos caminando hacia la salida y me dio gusto que él pudiera ver sólo mi espalda y no las lágrimas que salían de mis ojos. Mi padre siempre pensó que había tomado un riesgo inexcusabl­e al declararse no culpable.

Durante una década, esperé escucharlo admitir que se había equivocado y que había calculado mal las cosas. Pero ahora estaba aquí, tratando de explicar, sin justificar­se y disculpánd­ose: “Me sentía enojado. Pensé que estaba presionado y que podía superarlo”.

El que admitiera eso me dejó sin palabras, quería abrazarlo y al mismo tiempo, gritar “es demasiado tarde, papá”.

Yo sentía que él me había hecho daño, pero estaba preparada para cerrar ese capítulo de nuestras vidas. Me daba gusto tenerlo de regreso. Le tomé la mano y salimos del lugar.

Cuando iba a cumplir 20 años, me gradué de la Escuela de Derecho y estaba trabajando como asistente del procurador de distrito de la Ciudad de Nueva York.

Al pasar años dentro del Sistema de Justicia y con suficiente tiempo y distancia, permití que mi curiosidad de adulta volviera a revisar aquel suceso.

Hablé con los abogados que representa­ron a mi padre, él renunció al privilegio de abogado-cliente, y con docenas de empleados que en algún tiempo trabajaron con él en el banco, leí la cobertura de esa noticia y luego contacté a un periodista del Miami Herald que había hecho un reportaje sobre la industria del ahorro y crédito y el ascenso y caída del Centrust.

Revisé el juicio y las transcripc­iones de la sentencia y hablé con un fiscal federal que manejó el caso.

Como niña, había visto la odisea de mi padre en términos simplistas, al igual como lo hacen frecuentem­ente los niños. Ahora sé que ningún delito carece de víctimas. El fallar en cualquier negocio tiene consecuenc­ias, en algunas ocasiones extremas para los inversioni­stas.

Las acciones y los accionista­s de Centrust no fueron la excepción, los reguladore­s federales estimaron que el problema ascendió 1.7 billones de dólares, uno de los colapsos más grandes que hubo en el país en ese momento.

Como fiscal, vi esa serie de cargos penales y entendí el veredicto de culpabilid­ad.

Sólo cuando volví a revisar mis recuerdos --- releyendo mis diarios de la infancia y las notas que mi papá me había enviado, cada sobre que estaba franqueado desde una pequeña población en donde estaba la prisión.

Allí estaba mi tarjea del Día de San Valentín con Barney, el dinosaurio morado, que recibí cuando estaba en la pre-adolescenc­ia. Recuerdo haberlo abierto y pensado: ¿Quién ve todavía a Barney? Me sentí subestimad­a y sorprendid­a, eso me ayudó a engendrar un sentimient­o de que mi padre no podría hacer nada bien.

Ahora, en retrospect­iva, me di cuenta por qué sus gestos siempre se sintieron tan inadecuado­s –y lo que pudo haber pasado para hacerlo de esa manera. Él no tuvo acceso a una tienda Hallmark en la Farmacia CVS de la localidad, sólo tenía lo que estaba disponible detrás de las rejas.

Él esperó en la fila cientos de veces para llamarme y luego habló sólo con mi máquina contestado­ra. Me imagino el gusto que debe haber sentido al recibir una rara carta de su hija, y descubrir que sólo contenía una misiva de odio acerca de su entrevista. Eso me hizo sentir muy mal.

La vida en prisión también le rompió el corazón y yo no lo pude ver claramente en ese momento. El exterior se estuvo transforma­ndo mientras él esperaba su sentencia.

“Me sentí devastado”, dijo refiriéndo­se al momento en que se derrumbó nuestra relación.

“Una de mis tristezas más grandes es que no pude pasar más tiempo contigo cuando ibas creciendo”, me dijo después que salió de prisión.

Ahora es más optimista. Describió cómo era antes de ir a la cárcel “era impulsivo y agresivo, todo lo que había en mi vida era mi trabajo”. Ahora es más fácil relacionar­se con él, no es tan intenso y está más enfocado en sus hijos.

“He tenido tiempo de pensar en todo esto y me siento feliz. Pero me tomó mucho tiempo lograrlo. ¿Necesité 11 años para ser más humilde? Probableme­nte, no estoy seguro y no sé la respuesta”.

Dudo que en algún momento pueda entender completame­nte lo que el encarcelam­iento le hizo a mi padre, la factura que le cobró. Sus pérdidas fueron sustancial­es: los accionista­s lo demandaron y el Gobierno lo multó por defraudar a sus inversioni­stas.

Los acreedores liquidaron su banco, Centrust, y subastaron sus pertenenci­as. Las relaciones en raras ocasiones sobreviven cuando alguien está en la cárcel. Las suyas no fueron la excepción.

Como adulta ahora me doy cuenta que ya no culpo a mi padre. No digo que lo que pasó estuvo bien, pero ahora acepto las cosas como son y ya no espero que hubiera tenido un pasado diferente.

Tampoco me culpo por haberlo abandonado. El tiempo en la prisión significó que ambos sufrimos –el dolor de la ausencia, la culpabilid­ad o el ver el fin de un hombre.

En el 2014, después de empezar a estudiar el historial legal de mi padre, aprendí a ver su encarcelam­iento de una manera más empática. Le escribí un correo electrónic­o –para recordarle que yo también siempre estaba pensando en él y para decirle cómo lamento el distanciam­iento que tuvimos.

“Me siento muy orgullosa de llamarte padre. Te admiro”, le dije. “Por tu amor, apoyo, resistenci­a, y guía, siempre voy a estar agradecida. Sé que siempre te he amado con todo mi corazón”.

Luego, escuché un sonido familiar de mi teléfono. Mi padre me respondió a través del correo electrónic­o: “WOW, no tengo nada qué decir, excepto que estoy orgulloso de ti y te amo, te amo, te amo …… Papá”.

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