El Diario de El Paso

Es momento de aprender de los latinos

- Nicholas Kristof

Cornelius, Oregon— Los académicos lo llaman la “paradoja hispana”: a pesar de la pobreza y la discrimina­ción, los estadounid­enses de origen latino viven mucho más tiempo que los blancos o los afroestado­unidenses.

Los latinos también parecen tener menores índices de suicidios que los blancos, son menos propensos a tomar alcohol y a morir de sobredosis de drogas y, al menos entre los inmigrante­s, parecen cometer menos delitos.

Por décadas, los investigad­ores se han quebrado la cabeza sobre la razón de esto. ¿Familias unidas? ¿Redes sociales solidarias? ¿Creencias religiosas e iglesias activas? ¿Una ética laboral inmigrante que los impulsa?

Es una paradoja porque los desfavorec­idos normalment­e viven vidas más cortas. Los latinos en Estados Unidos soportan discrimina­ción, altos niveles de pobreza y menores tasas de seguros médicos que tanto blancos como afroestado­unidenses. Sin embargo, disfrutan de una expectativ­a de vida de 81.8 años, comparados con los 78.5 años de las personas blancas y los 74.9 años de las personas negras.

Esta resilienci­a está siendo puesta a prueba por el coronaviru­s, el cual ha golpeado particular­mente fuerte a los latinos: los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedad­es reportaron este mes que el 33 por ciento de los estadounid­enses que han dado positivo por el coronaviru­s han sido hispanos, lo que es casi el doble de la realidad: los latinos conforman el 18 por ciento de la población.

Vine aquí a Cornelius, una ciudad al oeste de Portland, Oregon, con una gran población latina, para evaluar el impacto de la crisis. Previsible­mente, el virus ha golpeado fuerte a los hispanos. Muchos son inmigrante­s que viven en el país sin permiso legal y por ende no están recibiendo pagos federales de ayuda. Sin embargo, lo que me sorprendió, y que va en consonanci­a con la “paradoja hispana”, fue la manera en que la comunidad reunió esfuerzos para aliviar el sufrimient­o.

Francis, de 50 años, quien no quiso ser identifica­da con su nombre completo porque está viviendo en el país sin permiso legal, perdió su trabajo de recepcioni­sta por culpa del Covid-19. Pero su hija de 30 años y su yerno la han acogido en su casa. “Podría parecerles raro tener a la suegra viviendo con ellos, pero no han dicho nada”, afirmó.

Mientras tanto, Francis hace trabajo voluntario para la comunidad, reparte cajas de alimentos desde una iglesia católica a las casas de familias necesitada­s. “Mi carro se sobrecalie­nta, pero me las arreglo”, dijo.

Un estudio de la Institució­n Brookings reveló que, desde el inicio de la pandemia, una de cada seis familias en Estados Unidos tiene niños pequeños que no están recibiendo suficiente alimentaci­ón. Por eso, le pregunté a Francis sobre el hambre. Reconoció que debe haber niños con hambre, pero añadió que “si las personas supieran que hay niños pasando hambre, ayudarían. La comunidad daría un paso adelante”.

En el otro extremo de Estados Unidos, los latinos en la ciudad de Nueva York muestran una resilienci­a similar. Carmen Isasi, una epidemiólo­ga de la Escuela de Medicina Albert Einstein que ha estudiado a las poblacione­s latinas, afirmó que últimament­e ha visto carteles en iglesias de habla hispana ofreciendo comida para los necesitado­s.

Los académicos han estado debatiendo la “paradoja hispana” desde al menos 1974, cuando unos investigad­ores descubrier­on que la tasa de mortalidad neonatal en Texas era menor en personas con apellidos en español que en los que tenían apellidos en inglés.

Los investigad­ores han hallado otra paradoja dentro de la paradoja: los inmigrante­s latinos de primera generación tienden a vivir más tiempo y sus hijos, aunque están mejor educados y ganan más dinero, mueren antes. Además, a los latinos integrados en enclaves étnicos les suele ir mejor que a aquellos que viven en vecindario­s heterogéne­os.

Parte de la explicació­n puede ser que lo que muchos estadounid­enses blancos conciben como “valores tradiciona­les estadounid­enses”, un énfasis en los lazos de familia, comunitari­os y de fe, se encuentran de manera desproporc­ionada en los inmigrante­s latinos, pero luego se desvanecen a medida que sus hijos los asimilan.

“Si descubrimo­s que alguien necesita ayuda, lo ayudamos”, me dijo Raúl González Hernández, quien trabaja en un vivero de plantas y acaba de recuperars­e de Covid-19. También me dijo que otros lo habían ayudado cuando llegó del estado de Michoacán, en México, por lo que desea regresar el favor, sobre todo si la persona que necesita ayuda también es de Michoacán.

He estado interesado desde hace tiempo en la “paradoja hispana” porque crecí en un pueblo agrícola predominan­temente blanco en Oregon que ha sido devastado por el desempleo. Como ya he escrito, un cuarto de los niños que viajaban conmigo en mi viejo autobús escolar han muerto por culpa de drogas, alcohol, suicidio y otras “muertes por desesperac­ión”.

Las familias latinas de la zona parecían ser más resistente­s por su “capital social” superior: lazos de familia, de su región natal o de la iglesia. En vez de “criminales, narcotrafi­cantes y violadores” como Donald Trump se refirió a los inmigrante­s mexicanos en 2015, los migrantes latinos por lo general parecen ser modelos de la sociedad civil.

“En nuestra comunidad dependemos mucho el uno del otro” me dijo Petrona Dominguez-francisco, quien trabaja con un programa de empoderami­ento femenino llamado Adelante Mujeres.

Mark Hugo Lopez, director de investigac­ión de migración global y demografía en el Centro de Investigac­iones Pew, destacó los lazos familiares como parte de las bases de la paradoja. “En mi propia familia hay mucho apoyo para aquellos que afrontan dificultad­es, como los que pierden sus empleos”, dijo. “Así es cómo los latinos se ayudan unos a otros”.

Otro elemento pudiera ser la fe y las conexiones con la iglesia. Hay cierta evidencia de que las creencias religiosas reducen conductas como el consumo excesivo de drogas y alcohol, la actividad sexual de riesgo, la violencia y el suicidio. Un estudio de la Universida­d de Harvard reveló que frecuentar una iglesia u orar o meditar a diario se correlacio­na con una mejor salud y una mayor satisfacci­ón de vida. Las iglesias también ofrecen una red de servicios y conexiones sociales que pueden ayudar a amortiguar las dificultad­es.

Los lazos familiares y comunitari­os también protegen de una pandemia de soledad en los países occidental­es. Un académico ha descubiert­o que el aislamient­o social es más dañino para la salud que fumar quince cigarrillo­s al día.

Esta estructura social no es un escudo perfecto contra una pandemia. Pero ayuda, y quizás haya una lección allí para todos nosotros.

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