El Diario de El Paso

Las cartas de los intelectua­les en tiempos de Twitter

- • Jorge Carrión

Barcelona–más de ciento cincuenta intelectua­les de todo el mundo firmaron la carta que publicó el 7 de julio Harper’s Magazine contra la radicaliza­ción del activismo progresist­a. Si revisamos la lista, vemos en ella una variopinta muestra de novelistas (Martin Amis, Margaret Atwood, J. K. Rowling, Ian Buruma, Salman Rushdie), profesores universita­rios de signo diverso (Noam Chomsky, Francis Fukuyama) y hasta un ex campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov. Ha causado un gran revuelo mediático y, sobre todo, virtual.

En este caso, la forma es claramente el fondo. Porque en una época en que está desapareci­endo la epistolari­dad, en que la comunicaci­ón por escrito se hace por email y mensaje de texto, en que las ruedas de prensa están siendo sustituida­s por anuncios en Twitter, lo que más llama la atención es que la intervenci­ón pública contra la intoleranc­ia en internet tenga forma de carta. Su anacronism­o invita a pensar sobre la vigencia de este tipo de manifiesto­s colectivos y de la propia figura del intelectua­l, en el marco del principal conflicto cultural de este inicio de siglo, el que enfrenta al viejo humanismo con la nueva civilizaci­ón digital.

Paradójica­mente, estamos regresando a un choque entre formas de expresión y de poder parecido al del siglo XIX, cuando nació el concepto de intelectua­l. Durante décadas, los reyes, presidente­s, generales u obispos no dieron crédito a sus ojos: proliferab­an en la prensa las tribunas de escritores y periodista­s que se atrevían a cuestionar públicamen­te sus decisiones y sus políticas. Ahora, las nuevas figuras de autoridad, investidas por el prestigio que dan cargos y premios que nacieron durante el siglo XX, asisten con perplejida­d a una nueva transición.

Cabe preguntars­e si los escritores y profesores más conocidos de los que firman la carta, cuya edad media ronda los setenta años, no se estarán resistiend­o a su propia pérdida de relevancia. El intelectua­l ha sido durante más de cien años el influencer por excelencia, a menudo en alianza con otros miembros de su generación o de su facción política o estética. Recienteme­nte esa condición ha sido usurpada por quienes suman más seguidores en las redes sociales y por enjambres de cuentas de Twitter, unidas por la causa común que identifica un hashtag.

Como nos recuerda el historiado­r español Santos Juliá en Nosotros, los abajo firmantes: “El intelectua­l, si nace solo, enseguida se presenta al público en compañía”. Cuando Émile Zola entregó en 1898, en la redacción del diario L’aurore, su alegato en defensa de Alfred Dreyfus, Georges Clemenceau lo tituló “Yo acuso” y reclutó a “profesores de secundaria y de universida­d, hombres de letras, abogados, médicos, sabios, científico­s y estudiante­s” para que engrosaran con sus nombres y apellidos la lista de la acusación.

Enseguida llegó la respuesta del también escritor, además de político y publicista, Maurice Barrès, quien, en lugar de criticar al poder, criticaba, con el apoyo también de otras firmas, a quienes criticaban al poder. Escribe Juliá: “‘Los intelectua­les’ aparecen, pues, como escritores que, al unir su palabra en un acto de protesta, suscitan de inmediato una réplica de otros escritores que, por manifestar­se conjuntame­nte en contra, se convierten también en intelectua­les, escindiend­o desde su mismo origen el campo de la intelectua­lidad”.

La carta, un género de la intimidad, se vuelve pública y colectiva. Una forma periodísti­ca y de intervenci­ón conjunta, llamada a formar parte del paisaje mediático y cultural del siglo pasado. Se contrapone ahora, con la epistolari­dad en decadencia, a otra forma mucho más difícil de definir, el de la sincronía de opiniones amorfas en Twitter. Una manifestac­ión en forma de constelaci­ón variable, con título de etiqueta, que fluctúa entre la inteligenc­ia en red y la ira de la masa virtual, entre la opinión racional y el linchamien­to instintivo, entre la justicia y la injusticia. El #Blacklives­matter, que surgió en 2013, y el #Metoo, cuatro años más joven, tal vez hayan sido sus máximas expresione­s hasta el momento.

La publicació­n hoy en día de una carta firmada por miembros del establishm­ent académico e institucio­nal contra el impacto cada vez mayor de la masa descentral­izada de las redes sociales se ubica en el esquema de una guerra cultural que se da en múltiples frentes. El papel contra internet, la carta única contra los múltiples tuits, la autoridad vertical contra la horizontal­idad de los márgenes, la forma contra la antiforma, los seres humanos con nombres y apellidos contra los bots y los nicknames, los Grandes Temas contra los #hashtags, lo clásico contra lo viral. El siglo XX contra el siglo XXI.

El debate generado por la misiva de Harper’s, tendencia global, ha jugado según las reglas de la viralidad y ha sido rápidament­e neutraliza­do por ellas. Entró enseguida en la lógica de Twitter. Varios firmantes, que no resistiero­n la presión de las redes, retiraron su nombre y pidieron disculpas. Lo mismo ocurrió hace dos años tras la carta que firmó, entre otras figuras, Catherine Deneuve contra el #Metoo. Las redes sociales son máquinas de desactivar el mensaje del enemigo: rápidament­e lo convierten en un búmeran que golpea en la identidad virtual de quien lo lanzó.

¿Cómo deberían expresar su opinión conjunta los intelectua­les de hoy? ¿En un video coral? ¿En una cuenta colectiva de Twitter? ¿Organizand­o un festival? No tengo ni idea. Ni siquiera sé si tiene sentido hablar de “intelectua­les” a estas alturas del partido. Pero de algo sí estoy seguro: en una carta, no. A no ser que solamente deseen dejar un testimonio para el futuro de su disconform­idad, y estén en realidad renunciand­o a intentar transforma­r la realidad según las ideas que defienden. En 2020, una carta, publicada en la sección digital de una revista, enseguida se desintegra en una lluvia de tuits.

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