Cancelar la cultura significa más libertad, no menos
San Diego— He aprendido a dejar de preocuparme y amar la cancelación de cierta cultura.
Eso se debe a que me he dado cuenta de que el verdadero veneno que hay en las venas de nuestra sociedad no es la actitud teatral ni los berrinches.
Vamos a sobrevivir al derrumbamiento de las estatuas confederadas a manos de los de la izquierda que creen que los monumentos celebran el racismo y la quema de los tenis por conservadores que están molestos por la decisión que tomó Nike en el 2019 de fabricar unos tenis para honrar la bandera estadounidense que fue confeccionada por Betsy Ross.
Tampoco es un problema derivado de la amenaza de boicots contra Disney, Amazon, CNN y Netflix por los de la derecha, ni de Hallmark, Chick-fil-a, el Ejército de Salvación o los Alimentos Goya por la izquierda.
Los dirigentes de esas empresas tienen el derecho a la libre expresión. Al igual que los que se rehúsan a comprar sus productos, y los que se han comprometido a comprar el doble de muchos productos. Hay libre expresión en todas partes.
La verdadera amenaza al pegamento que mantiene unido a nuestro país es que los padres de familia estadounidense, políticos, medios de comunicación, directores generales y muchos más– están criando a una generación de adolescentes y veinteañeros que creen que tienen los anticuerpos que los hace inmunes a las consecuencias.
Sólo hay que ver a nuestro alrededor. En ambos extremos del espectro político, todos andan libremente. Los manifestantes se agrupan, realizan actos de pillaje, queman edificios y amenazan a los oficiales de la Policía, y nadie ha sido arrestado, y todos los vecindarios se han rendido ante los radicales.
Roger Stone –el encargado de hacer “arreglos” políticos que desde hace tiempo ha sido confidente del presidente Donald Trump– fue acusado y condenado por contaminar a los testigos, obstrucción de la justicia y de mentirle a los investigadores, y días antes de que Stone fuera a prisión, Trump redujo su sentencia. No hubo responsabilidad ni consecuencias.
Al ver todos estos sucesos, nuestros niños aprenden que la culpa está sobrevalorada, que las sanciones son innecesarias, y cualquier tipo de castigo representa una falla del que castiga y no es la culpa de los castigados.
¿Qué es lo que puede salvarnos? Sólo una cosa: hay que cancelar esa cultura. De hecho, más personas, lugares y cosas necesitan ser cancelados cuando se salen de los límites.
Las empresas son muy protectoras de sus marcas, y tienen el derecho de distanciarse socialmente de las celebridades, de los que se dedican al entretenimiento, de los atletas y líderes de pensamiento que manchan su buen nombre o lo reflejan pésimamente en ellos.
Thomas Jefferson escribió los derechos inalienables. Pero con toda seguridad no pensó en el derecho a tener un trabajo cómodo o una promoción lucrativa. Todos tenemos el derecho de expresar nuestros pensamientos, pero lo que están cerca de nosotros también tienen el derecho de solicitar que no nos acerquemos mucho a ellos cuando así suceda.
En 1997, el golfista profesional Fuzzy Zoeller perdió su empleo como portavoz de Kmart después que llamó a Tiger Woods “niño chiquito” –un hombre maduro que acababa de ganar el Masters– y comentó en broma que el nuevo campeón debería abstenerse de solicitar que el staff de la cocina del Club Nacional de Augusta sirviera “pollo frito y ensalada de repollo” durante una cena ceremonial.
En el 2017, a la comediante Kathy Griffin le cancelaron unos tours, contratos de promoción y su término como co-presentadora en CNN concluyó. Todo se debe a que posó para una sesión fotográfica sosteniendo una máscara que parecía a una cabeza cercenada y sangrienta de Trump.
Y más recientemente, Nick Cannon perdió una relación laboral con Viacomcbs que databa de los años 1990 y un programa diurno de entrevistas que tenía planeado fue aplazado para el próximo año.
Esto se debe a que el músico y presentador de televisión hizo unas declaraciones anti-semitas en su podcast de Youtube, “Cannon’s Class”.
Todo eso está bien. Si uno va a hablar sin pensar de una manera en que algunas personas van a sentirse ofendidas, uno tiene que pagar las consecuencias.
Sé lo que están pensando. ¿Me sentiría diferente si eso me pasara a mí? No hay necesidad de especular. Eso me sucedió a mí, en ocho ocasiones diferentes. Todas esas veces –en los 30 años en que he estado navegando en las agitadas aguas de los medios de comunicación– he sido despedido, no me han renovado mi contrato o he sido acompañado hasta la salida del edificio.
Citando a Winnie the Pooh, todo eso me ha sucedido por gustarme tanto el periodismo. Me ha gustado tanto que usualmente he sido sorprendido en el acto de cometer esas cosas.
Una vez, mientras trabajaba como columnista metropolitano en un periódico importante, metí las manos en unos documentos incriminatorios que no reflejaban bien el actuar de los líderes hispanos del estado.
Después de entrevistar a los influyentes, quienes trataron de convencerme de que no había historia qué contar, escribí la columna. Resulta que ese influyente jugaba a las cartas con el editor del periódico. Perdí mi columna y pronto tuve que renunciar.
En ese tiempo, todos teníamos un dicho. Cancelar esa cultura ha muerto. ¡Viva el cancelar esa cultura!