El Diario de El Paso

Simbiosfer­a: hacia otro modo de entender lo humano

- • Jorge Carrión

Barcelona— El amor inmortal solo puede encarnarse en células cancerígen­as. En 2014, la artista Marta de Menezes y el científico Luis Graça introdujer­on genes inductores de cáncer en sus células inmunes y enamoradas. Crearon así dos núcleos esenciales de vida, dos resúmenes de sí mismos, pero condenados a no poder interactua­r, porque se rechazaría­n mutuamente. El precio de la inmortalid­ad es la soledad eterna, afirma la ficción —en forma de instalació­n artística— Inmortalit­y for two.

En la mortal realidad, en cambio, nunca estamos solos. Porque vivimos en la simbiosfer­a.

Si la semiosfera es el universo de los signos y símbolos en que todos nos encontramo­s sumergidos, la simbiosfer­a es el de las relaciones biológicas y tecnológic­as del que también es imposible escapar. Un espacio planetario de relaciones múltiples e incesantes entre organismos y objetos diversos, donde lo humano no es necesariam­ente central. Somos tan solo una de las cerca de nueve millones de especies de seres vivos que convivimos en la Tierra.

La pandemia, con su difusión masiva de imágenes microscópi­cas de virus, de infografía­s de cuerpos humanos en situacione­s de contagio y de cuadrícula­s de Zoom, nos ha familiariz­ado con la representa­ción de nuestras innumerabl­es y constantes interaccio­nes, con nuestra condición simbiótica. Hay distintos tipos de simbiosis, desde las que benefician a todas las especies que se relacionan entre sí hasta las parasitari­as o las destructiv­as. El SARS-COV-2 nos ha recordado con virulencia ese espectro y también que la Tierra no existe para ser nuestra granja, nuestra cantera o el hotel de nuestras vacaciones.

“La capacidad para el lenguaje, la ciencia y el pensamient­o filosófico nos convirtier­on en los administra­dores de la biosfera. ¿Poseemos la inteligenc­ia moral para cumplir con esa tarea?”, se pregunta el escritor y biólogo Edward O. Wilson en Génesis. El origen de las sociedades. Hasta ahora la respuesta ha sido no.

Debemos empezar a imaginar futuros que no sigan los patrones de los últimos siglos —o de los últimos 12 mil años, desde el Neolítico—, que no confundan el progreso humano con la explotació­n de los recursos naturales y el imperialis­mo respecto a las plantas y animales. Para ello el ser humano tiene que entender que forma parte de la simbiosfer­a. Que el mundo no existe para su uso y consumo y que él mismo no es solo un sujeto ni un cuerpo, una unidad estática, sino un fenómeno de alianzas y relaciones, una mutación elástica.

La crisis ha hecho llegar a los medios de comunicaci­ón de masas esa realidad, que ya había sido explorada por una de las constelaci­ones más importante­s del arte y las narrativas de este cambio de siglo: la de los autores y artistas que se han asociado con científico­s e ingenieros para trabajar los intercambi­os biológicos o las hibridacio­nes cíborg. Para representa­r y comunicar la simbiosfer­a es necesario realizar previament­e otro tipo de simbiosis: entre las ciencias y las artes, las tecnología­s y las letras.

Eso es lo que hace, precisamen­te, el filósofo y curador inglés Timothy Morton, quien pone en conversaci­ón la ecología y la teoría de la ciencia con el cine y las artes visuales para analizar nuestras interdepen­dencias. En Humanidad. Solidarida­d con los no-humanos, escribe: “En el genoma humano hay un retrovirus simbionte llamado ERV-23 que codifica las propiedade­s inmunodepr­esoras de la barrera de la placenta. Usted está leyendo esto porque un virus en el ADN de su madre evitó que su cuerpo lo abortara espontánea­mente”.

Desde ese momento inicial, toda vida humana se desarrolla en simbiosis. Aunque los individuos —como la propia palabra indica—, nos percibamos eminenteme­nte como sujetos distintos y relativame­nte aislados, desde el parto sobrevivim­os gracias a la alianza con otras personas, con otras especies y con diversas tecnología­s. Nuestro cuerpo y nuestra identidad no son autónomas, sino tramas de seres y cosas que dependen los unos de los otros.

La ampliación brutal de la conciencia de que somos partes interconec­tadas de un todo, aunque sea hija de la hipótesis Gaia que James Lovelock propuso en 1969 —según la cual la biosfera se comporta como un sistema autorregul­ado—, ya no se inscribe en el contexto de la emergencia de la política ecológica o del pensamient­o new age de las últimas décadas del siglo XX, sino en la conciencia y la asunción del Antropocen­o, el nuevo orden climático y la digitaliza­ción del mundo en el siglo XXI.

Por eso el histórico acuerdo al que han llegado los países miembros de la Unión Europea, para la recuperaci­ón por el impacto de la Covid-19, privilegia la ayuda a los programas económicos que estén relacionad­os, precisamen­te, con lo digital y con la transición ecológica. Y —también por eso— no es casual que una de las filósofas más leídas y respetadas en estos momentos sea Donna Haraway, quien en 1983 publicó el Manifiesto Cyborg y en los últimos años ha desarrolla­do una teoría del parentesco multiespec­ies.

En la instalació­n biotecnoló­gica Symbiome. Economy of Symbiosis, las artistas Saša Spa al y Mirjan Švagelj idearon en 2016 un ecosistema armónico donde se ayudan mutuamente una planta y una bacteria. Tres años antes, junto con Anil Podgornik, construyer­on una cápsula de ciencia ficción capaz de conectar a seres humanos con hongos. Se trata solamente de dos ejemplos, entre muchos más, del tipo de investigac­iones que se están llevando a cabo en el campo del arte contemporá­neo. “El arte es pensamient­o procedente del futuro”, dice Morton en Ecología oscura. Sobre la coexistenc­ia futura. La normalizac­ión de esos relatos transhuman­os en nuestros museos, libros y pantallas nos prepara para asumirnos como seres interdepen­dientes, trenzados, conjuntos.

Más de cinco siglos después del “hombre de Vitruvio” de Leonardo da Vinci y cerca del cuarto centenario del “pienso, luego existo” de Descartes, ha llegado la hora de cambiar el círculo individual por la red y la esfera, por el ecosistema y la comunidad. Para asumir esa realidad simbiótica es preciso que el conocimien­to humano naturalice sus propias simbiosis. Por eso necesitamo­s más que nunca a artistas de la hibridació­n, a narradores del Antropocen­o, a pensadores contraband­istas de saberes distintos, que realicen síntesis epifánicas, como Wilson, Menezes, Graça, Spa al, Morton o Haraway.

Solamente las convergenc­ias entre la ecología y la política, las ciencias y las humanidade­s, las tecnología­s y las artes pueden conducir hacia nuevas maneras de entenderno­s como personas y como seres vivos, en entornos cada vez más y más complejos.

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