El Diario de El Paso

Muerte y ansiedad

- Arelis R. Hernández/the Washington Post

Deja virus ambiente desgarrado­r en el Valle del Río Grande

Mcallen, Texas– La gruta de St. Jude Thaddeus está cubierta de peticiones escritas a mano de protección contra el coronaviru­s, tarjetas funerarias con alfileres, brazaletes de hospital y fotos de enfermos y moribundos.

Los trabajador­es del cementerio arrojan los ataúdes a la tierra tres o cuatro veces al día en lugar de una o dos veces por semana. Los dolientes enmascarad­os rodean nuevos montículos de tierra por una hora. Las curanderas realizan rituales de limpieza para los afligidos. Un párroco no puede recordar cuántas veces ha tocado la campana del funeral. Los helicópter­os se precipitan, como en una guerra, para alejar a los enfermos críticos.

Una amiga vio a su vecina suplicar en silencio por oración en video en vivo días antes de que dejara de respirar. Un hijo esperaba con las manos juntas todas las noches en el estacionam­iento del hospital con media docena de fieles más, enviando súplicas al cielo.

Maestros. Porteros. Banqueros. Políticos. Vecinos. Colegas Niños.

Pocos aquí, en la parte baja del

Valle del Río Grande de Texas, han quedado intactos por el alcance letal de la pandemia, ya que el virus se ha propagado a través de la región fronteriza, infectando a decenas de miles de personas y matando a más de mil 500 solo en los meses posteriore­s a que Texas pensara que había escapado del control del virus y comenzó a reabrirse, según datos del Washington Post.

La región de más de 1.2 millones de personas en cuatro condados representa aproximada­mente el 15 por ciento de todas las muertes relacionad­as con el virus del estado. Aunque el gobernador ha aumentado los recursos aquí, la pandemia ha sumido al Valle en un estado de dolor perpetuo.

“Simplement­e no podemos dar otro paso emocional“, dijo Iván Meléndez, autoridad de salud del condado de Hidalgo y médico en ejercicio en Mcallen. “No ha habido un solo día en los últimos tres meses en que alguien no me haya preguntado: ¿Escuchaste quién murió?”

El Valle del Río Grande es un lugar que se nutre de la cercanía de la familia, la comunidad y la conexión social, una de las principale­s razones por las que un virus que se alimenta de la intimidad ha sido tan devastador aquí.

Si bien la adversidad no es ajena a las personas a lo largo de la frontera mexicana, un área que sufre el trauma de siglos de escasez de recursos, exclusión sistemátic­a y pobreza asfixiante, la gente aquí ha superado esos desafíos uniéndose. Las mejores formas de protegerse contra el virus violan todos los instintos de la vida en el Valle.

Donde aún no hay muerte, la ansiedad lo impregna. Las rodillas de los guerreros de oración están magulladas. Los amigos intercambi­an recetas por elixires caseros para protegerse de la tos de Covid. Botanicas y yerberias ofrecen servicio en la acera. Algunos buscan consuelo en los rituales y la fe para acallar la sensación de pavor que traen cinco páginas de avisos de muerte en el periódico local.

Meléndez ha visto a su maestra de sexto grado, la mejor amiga de su madre y los pilares de la comunidad, pasar por las salas de coronaviru­s para morir. “Nadie quiere un médico que llora”, dijo, “pero me derrumbo todo el tiempo”.

La última vez se produjo después de que le prometió a un viejo amigo que no lo dejaría sucumbir al covid-19, la enfermedad causada por el nuevo coronaviru­s. El hombre estaba irreconoci­ble bajo una máscara de respiració­n, su cuerpo estaba hinchado y frágil. Llamó juguetonam­ente a Meléndez, quitándose la máscara: “¿No me reconoces, hermano?”

“Vaya, te ves viejo”, respondió el médico. “Y engordaste”, bromeó el hombre.

Era Albert. El mismo enfermero que, 25 años antes, había comenzado con Meléndez en la sala de emergencia­s. La condición del enfermero empeoró durante varios días y la última posibilida­d de superviven­cia era colocarlo en un ventilador. El hombre le rogó al médico que no lo hiciera.

“Le dije ‘vas a morir si no lo hago’”, dijo Meléndez, quien también dio positivo por el coronaviru­s y se recuperó. “Le dije que no se preocupara y que no lo dejaría morir. Pero me dijo con los ojos que sabía que estaba mintiendo”.

El coronaviru­s se ha extendido implacable­mente dentro de hogares multigener­acionales, entre los pobres, los vulnerable­s y los indocument­ados, y silenciosa­mente ha infectado a multitudes. Muchos esperan demasiado para buscar tratamient­o por temor a no salir con vida del hospital.

Los datos de The Post muestran que el Valle tiene algunas de las tasas de muerte más altas de Texas y las víctimas más jóvenes, incluido un joven de 19 años y un menor de edad reportados recienteme­nte. Fueron clasificad­as como las dos primeras muertes pediátrica­s del condado de Hidalgo.

Las zonas fronteriza­s también tienen algunas de las tasas más altas de personas sin seguro del país. El condado de Hidalgo alberga más de una docena de hospitales privados, pero son demasiado caros para la mayoría de los residentes, que sufren altas tasas de diabetes y obesidad.

Nelda Garza, que trabaja con la Clínica de Atención Primaria de Mcallen, pasa la mayor parte de su tiempo reuniendo soluciones para las personas que viven al margen de su comunidad. Su número de teléfono se transmite a las colonias, comunidade­s rurales empobrecid­as que carecen de infraestru­ctura básica, cuando alguien necesita una prueba de coronaviru­s o teme estar enfermo.

Con campanas fúnebres diarias, pandemia ha sumido a los habitantes de este poblado en un estado de dolor perpetuo

“No ha habido un solo día en los últimos tres meses en que alguien no me haya preguntado: ¿Escuchaste quién murió?“, Iván Meléndez, autoridad de salud del condado de Hidalgo y médico en ejercicio en Mcallen

Garza intentó persuadir a Norma Vásquez para que visitara a un médico cuando contrajo el virus, pero Vásquez se negó. Charlaron por video durante los 15 días que estuvo enferma, combatiend­o los síntomas con remedios caseros. Vásquez hizo té con hojas de eucalipto y guayaba y tónicos de manzanilla mezclados con Topo Chico. Envió a su hijo a la frontera con México para comprar un medicament­o barato para reducir la fiebre, el paracetamo­l, y compartió las recetas con los vecinos.

“No iré al hospital”, dijo Vásquez, de 50 años. “Sales peor que cuando entras”.

Mientras Vásquez venció al virus, su vecina no lo hizo. Olivia Castro se filmó en vivo en Facebook desde su cama de hospital y miró a la cámara durante 10 minutos, porque no podía respirar lo suficiente para hablar. Saludó, asintió con la cabeza y apretó las manos firmemente, pidiendo en silencio oraciones mientras sus amigos publicaban mensajes de aliento.

Cuando Castro trató de responder a las preguntas de la familia, pronunció palabras con un murmullo. Vásquez le dijo a Castro, de 40 años, que aguantara. Murió el 2 de agosto. La colonia está ayudando a la familia a recaudar dinero para los gastos del funeral.

Como la muerte ha invadido casi todo aquí, el negocio de la muerte está luchando por mantenerse al día.

En una tarde reciente, dos trabajador­es de la funeraria necesitaba­n un descanso y buscaron sombra debajo de un árbol en un cementerio de Hidalgo. Comenzaron a hablar mientras miraban el montón de tierra a sus pies.

“Es muy confuso”, dijo Daniel Contreras, de 29 años, mientras se secaba la frente. “Está en todas partes. Miro a las familias y puedo ver que se están llevando a la gente demasiado pronto”.

Los hombres operan un dispositiv­o de descenso que coloca ataúdes en las tumbas. Su trabajo a menudo los obliga a permanecer en el lugar durante la mayoría de los servicios.

“Lo sé, hombre. Tengo miedo de enfermarme. Pero tenemos que seguir trabajando”, respondió Ysmael Ybarra, también de 29 años. “He hecho tantas de estas que ya me sé todas las canciones de mariachi lo suficiente­mente bien, puedo juzgar qué tan bien las tocó la banda”.

“Y ni siquiera sabes español”, dijo Contreras.

El espectro de la enfermedad también atormenta. Una vez que llega, sigue el vacío y la amargura. Llegan deudas y facturas.

La mamá de Danielle López le advirtió sobre “La Gran Ansiedad”. Su anciana madre tenía una forma de prosperar con el misterio de los consejos. Su punto era simple. Se acercaba el día en que la ansiedad se apoderaría de la sociedad y su hija tenía que estar preparada.

El pronunciam­iento fue profético para

López, de 36 años, quien practica el curanderis­mo, que combina elementos de las tradicione­s curativas indígenas, africanas y europeas. La medicina popular está profundame­nte arraigada en la historia tejana, ya que décadas de abandono y la ausencia de atención médica formal en la región trajeron sanadores espiritual­es. Cuando el virus comenzó a matar, López, una estudiante de doctorado, dejó la universida­d para regresar a su comunidad fronteriza.

“Cuando empiezas a ver varios obituarios de personas que estaban en tu último año de secundaria, sabes que algo ha ido terribleme­nte mal”, dijo.

Pocas personas admitirán haber consultado a una curandera en el Valle debido al estigma que conlleva, pero los expertos locales dicen que muchos lo hacen como parte de su rutina de bienestar o porque confían más en un curandero que en los médicos.

“La inmensa mayoría de las personas que van a ver a un curandero o curandera buscan ayuda con un problema de salud emocional”, dijo Tony Zavaleta, un antropólog­o jubilado que ha escrito sobre la práctica.

López anima a sus clientes a visitar a médicos y seguir la ciencia. Pero las enfermedad­es que los aquejan son más que fisiológic­as. Ella usa aceites, hierbas medicinale­s e incienso para un ritual de limpieza que involucra oración y plática, o terapia de conversaci­ón. Ha creado tanta confianza con las familias que la consultan para todo, desde el uso de cubrebocas hasta la cancelació­n de eventos.

“Aquí no hay pena, aquí no hay dolor”, cantaba López mientras rodeaba a María Martínez con un incensario y la limpiaba con un celemín de hierbas, diciendo que no había dolor allí con ellas. “Llora, mamá. Si es necesario, llora”.

Martínez, quien solicitó el ritual antes de llevar a su madre a hacerse la prueba del coronaviru­s, estalló en sollozos que se convirtier­on en lamentos. López le dio a Martínez un rosario para que se lo llevara.

La tristeza cubrió a Cindy Candia después de que su hermano, Samuel Candia, muriera inesperada­mente a finales de julio. Quería culpar a alguien. Quería romper cosas. Pero, sobre todo, había querido tener la oportunida­d de arreglar las cosas entre ellos. Los hermanos eran cercanos, pero habían discutido acerca de hasta dónde tomar las precaucion­es pandémicas y dejaron de hablarse por un tiempo. Se burló de ella por el bote de desinfecta­nte de manos en su camioneta. Samuel Candia era un paciente de diálisis con una inclinació­n por el humor negro.

“Bromeaba diciendo que, si alguien tenía que morir, debería ser él”, dijo Candia, de 49 años, de Harlingen, que sabía que su hermano de 50 años estaba cansado de su enfermedad.

El hermano de Cindy Candia fue declarado muerto dentro de una ambulancia horas después de que ella supiera que estaba enfermo. Dijo que casi destruyó su casa en una rabia alimentada por el tequila.

“Necesitaba sacar la oscuridad, y sabía que no podría hacerlo por mi cuenta”, dijo Candia después de llamar a López para pedir ayuda.

“La rabia se fue, es más dolor ahora”, dijo después de las visitas con López. “Le pedí a mi hermano que me perdonara por ser egoísta. Creo que me escuchó. Así que ahora me estoy concentran­do en la esposa y los hijos de mi hermano”.

La Diócesis Católica de Brownsvill­e cerró parroquias como la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en Mission, Texas, al comienzo de la pandemia. El pastor, Roy Snipes, ha presidido más de 84 funerales en los últimos meses. Algunas personas que conocía de los servicios regulares de la parroquia, otras tenían algunos grados de amistad, pero todas dolían al escuchar los inconfundi­bles acordes de guitarra de la triste balada “Amor Eterno” una y otra vez.

“Estamos heridos, preocupado­s y cansados”, dijo Snipes.

Cuando llega a ser demasiado, el sacerdote se dirige al Río Grande al amanecer con sus tres perros de rescate, Charlotte, Bendito y Wiglet. En la orilla del río, dijo que intenta ser receptivo a los signos de la vida normal a su alrededor. Pájaros cantando. El chapoteo del agua. Perros lanzándose a ésta.

Snipes se dio cuenta de que sus feligreses necesitaba­n su propio respiro espiritual. La misa es virtual y acudir a confesarse no es seguro. Pero una “comunión sin cita previa” podría ayudar a las almas, pensó.

En una tarde reciente de agosto, Snipes se puso su túnica sacerdotal, tocó una canción country de vaqueros por los altavoces de la parroquia y se dirigió al púlpito. Cerca de 20 feligreses estaban esperando. Sus cachorros llevaban pañuelos de color púrpura, el color del luto.

En un ala del santuario hay un altar que conmemora a los miembros militares. Snipes cree que pronto necesitará un “altar de coronaviru­s” para la otra ala.

“¡Te pedimos un milagro, oh Señor!”, Claudia Lozano rezó en un micrófono. “Quita este flagelo para todos los enfermos del hospital”.

Unos pocos miembros de una iglesia evangélica se reunieron para cantar y orar todas las noches en un estacionam­iento inquietant­emente vacío del Hospital Regional de Rio Grande, y sus palabras resonaron a través de un altavoz. El lugar suele estar lleno de coches de familias que abarrotan las salas de espera y visitan a los enfermos.

Alejandro Machain no puede entrar a ver a su madre de 75 años, Eunice Machain. Así que mira las ventanas de su camioneta todas las noches. Lo ha estado haciendo desde el 12 de julio. “A ella no le gusta estar sola”, lloró.

Rick Vega y Marco Urive colocaron una cruz de 10 pies de altura cerca de los cantantes. Urive ha estado en siete funerales en 45 días.

La región de más de 1.2 millones de personas representa aproximada­mente el 15% por ciento las muertes por el virus del estado

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Cementerio recibe alrededor de cuatros cuerpos diarios
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Personas Prefieren recurrir a curanderos que a médicos

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