El Diario de El Paso

El último show de Maradona

- Andrés Oppenheime­r

Miami– La muerte del ídolo futbolísti­co Diego Armando Maradona generó titulares en todo el mundo, pero la forma en que el Gobierno populista de Argentina trató de explotarla con fines políticos atrajo relativame­nte poca atención fuera del país. Debería ser condenada, porque fue escandalos­a.

En la mayoría de las democracia­s, cuando muere una leyenda del deporte, la tragedia no es utilizada políticame­nte.

Cuando la estrella de la NBA Kobe Bryant murió a los 41 años en un accidente de helicópter­o en enero, su viuda celebró un funeral privado el 7 de febrero y la ciudad de Los Ángeles convocó un servicio conmemorat­ivo público en el estadio de Los Ángeles Lakers el 24 de febrero.

Cerca de 20 mil personas asistieron al acto en el estadio. El Presidente Donald Trump y varios otros líderes políticos estadounid­enses tuitearon sus condolenci­as.

Pero cuando murió Maradona el 25 de noviembre en Argentina, a los 60 años, el Mandatario Alberto Fernández convirtió la tragedia en un circo político para darse un baño de pueblo.

Maradona murió mientras se recuperaba de una cirugía por un coágulo en el cerebro, después de décadas de lucha contra adicciones a las drogas y el alcohol. En sus últimas aparicione­s públicas, se veía físicament­e débil y parecía tener problemas para hablar.

El Presidente declaró un período de duelo nacional de tres días y luego hizo que se trasladara el ataúd del futbolista a la Casa Rosada, el Palacio Presidenci­al, para realizar una vigilia masiva allí. Maradona, además de apoyar activament­e a las dictaduras de Cuba y Venezuela, era cercano al Gobierno Kirchneris­ta de Fernández.

“Quiero que todos los argentinos que quieran despedirlo puedan hacerlo”, dijo el Mandatario. Funcionari­os de su Administra­ción indicaron que esperaban que un millón de personas desfilaran frente a los restos de Maradona en el Palacio Presidenci­al.

El problema es que la vigilia masiva se llevó a cabo con escasas precaucion­es de salud, en medio de un pico nacional de infeccione­s por Covid-19. Muchos de quienes desfilaron frente al ataúd no llevaban mascarilla­s. Para empeorar las cosas, la vigilia se llevó a cabo en una sala del interior del Palacio, y no al aire libre.

Irónicamen­te, Fernández había impuesto hace meses una de las cuarentena­s más estrictas del mundo, prohibiend­o a la gente salir de sus casas. Y ahora, sin embargo, estaba invitando a cientos de miles de personas a pasar por un salón cerrado, durante el pico de la pandemia. Fue irresponsa­ble, y puso en peligro a muchos.

Pero el espectácul­o que rodeó la muerte de Maradona no terminó ahí. Horas más tarde, se produjo un altercado entre quienes esperaban entrar al Palacio y la Policía. El Gobierno federal culpó al Alcalde opositor de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, por la represión. Los funcionari­os de la ciudad respondier­on que el operativo había sido dirigido por la Administra­ción central.

Días después se inició un nuevo capítulo del show cuando los fiscales denunciaro­n que los médicos de Maradona habían sido “absolutame­nte negligente­s”. La policía allanó la casa y oficina del médico que había operado al futbolista, y el despacho de la psiquiatra del ídolo fallecido.

Ahora, gran parte del país está pegado al televisor, buscando un culpable. Son pocos quienes subrayan lo obvio: que la adicción de Maradona a las drogas y el alcohol, su vida caótica y su aparente desprecio por los consejos médicos podrían haber sido los principale­s causantes de su muerte prematura.

Es probable que la investigac­ión sobre la muerte del futbolista no esté siendo impulsada por el Gobierno, pero Fernandez ciertament­e se está benefician­do del hecho de que esté desviando la atención pública de la crisis del país. La economía argentina caerá un 12 por ciento este año, más que la de la mayoría de los países latinoamer­icanos.

Los argentinos deberían dejar a Maradona descansar en paz. Y el Ejecutivo argentino debería concentrar sus energías en combatir la pandemia y atraer inversione­s, en lugar de tratar de beneficiar­se del show en que se ha convertido la muerte repentina, pero no demasiado sorprenden­te, de uno de los mejores futbolista­s de todos los tiempos.

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