Qué les depara el futuro a los inmigrantes indocumentados
Pensilvania— Falta poco para que Donald Trump deje la Casa Blanca. Pero en los millones de hogares donde viven inmigrantes latinos, las preguntas que han dominado estos últimos cuatro años no desaparecerán tan fácilmente: ¿volveré a ver mi a mi madre? ¿Habrá una época en la que pueda vivir sin el temor de desaparecer camino al trabajo, sin que mis vecinos me vuelvan a ver? ¿Podré estudiar una carrera? ¿Acaso mis padres lograrán escapar de la pesadilla que es la burocracia migratoria?
Hay 11 millones de inmigrantes indocumentados en este país y millones más que son hijos, hermanos y cónyuges de indocumentados; estas personas viven en el incierto limbo cultural y legal de una familia de “estatus mixto”. Incluso si eres un ciudadano estadounidense que nunca ha conocido o trabajado con un inmigrante indocumentado, el destino de la democracia que tanto atesoras está ligado al de ellos.
Este verano viajé al centro de Pensilvania para reunirme con una amiga de la familia que es indocumentada. Ella y mis tíos fueron vecinos en Ciudad de Guatemala. Ahora vive con su esposo y sus hijos en un vecindario multiétnico, con casas de estructura de madera y umbrales desgastados que parecen la escenografía de una obra del dramaturgo afroestadounidense August Wilson.
Desde que llegaron a Pensilvania como inmigrantes indocumentados hace 16 años, ella y su esposo han mantenido a su familia con empleos en fábricas y en la construcción. Uno de sus hijos adultos ahora es oficinista. En su familia de estatus mixto hay un graduado de la universidad que es un beneficiario del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), el cual otorga un estatus temporal a los que cruzaron la frontera de niños. Hace poco la pareja compró una casa, y su primer nieto, un ciudadano estadounidense, nació hace unos meses.
La reelección del presidente Donald Trump habría preservado el statu quo según el cual todo lo que han logrado en Estados Unidos podría ser destruido de un momento a otro. Pero, de cualquier manera, la victoria pírrica de Joe Biden y el inesperado pero sólido triunfo de los republicanos en las elecciones legislativas podrían hacer que ese statu quo se mantenga intacto.
Cuando falleció la madre de mi amiga hace poco, en Ciudad de Guatemala, ella participó en los servicios fúnebres por medio de una videollamada desde Pensilvania, pues salir del país la pone en riesgo de ser separada de sus hijos para siempre. El beneficiario de DACA de la familia tiene permiso para trabajar en Estados Unidos, pero ante los ojos de la ley sigue siendo un inmigrante indocumentado. El gobierno de Trump actuó para desmantelar el programa DACA, y no hay garantía de que el nuevo Congreso vaya a hacer algo para rescatarlo. Todos viven con el temor de que algo tan simple como ser detenidos por una infracción de tránsito vaya a provocar que los deporten.
La labor de los trabajadores indocumentados sostiene a Estados Unidos. Durante la pandemia, ellos realizan actividades esenciales en hospitales, campos de cultivo, tiendas de comestibles y otros lugares. Alimentan a este país, limpian nuestros hogares y ayudan a criar a nuestros hijos. Sus ansiedades diarias y sus frustraciones son un elemento central en el paisaje emocional de Estados Unidos.
Han pasado trece años desde que fracasaron los esfuerzos para legislar una reforma migratoria integral durante la administración de George W. Bush. Muchos miembros de la generación de los “dreamers” tienen ahora treinta y tantos años. Y hay una generación más vieja de inmigrantes indocumentados —personas que llegaron aquí en los años noventa ya adultos— que ahora se acerca a la edad de jubilación. Hace poco conocí a un funcionario electo cuyos padres ancianos, campesinos de larga data en el noroeste del Pacífico, son indocumentados.
En Estados Unidos estamos creando poco a poco una casta de latinos que siempre fueron y serán indocumentados. Políticos como Mitch Mcconnell ayudaron a acabar con los esfuerzos para una reforma migratoria cuando Barack Obama era presidente. Asimismo, Mcconnell fue un aliado de la administración Trump al usar a los inmigrantes como accesorios en un teatro de crueldad, desde la prohibición de viajes provenientes de países de mayoría musulmana hasta el intento de destruir el programa DACA, el cual llegó a la Corte Suprema esta primavera.
Durante el mandato de Trump, diversas agencias federales han puesto en marcha más de 400 acciones ejecutivas que restringen la inmigración y castigan a los inmigrantes. Trump y su equipo han disfrutado de atormentar a los indocumentados porque eso hacía que el presidente pareciera un macho, cuando en general era pusilánime. Así es como llegamos a la infame declaración de Jeff Sessions de que: “Necesitamos llevarnos a los niños”. Es probable que Mcconnell siga siendo el líder de la mayoría en el Senado luego de que Biden asuma el cargo.
La historia ha demostrado que aceptar la existencia de formas de inequidad generalizadas y legales puede menoscabar a una sociedad desde el interior, al punto en que esta ya no distinga entre lo bueno y lo malo. A inicios del siglo XXI, la casta creciente de personas que permanecerían indocumentadas estuvo en la mira de los medios de derecha a nivel local y nacional. Los locutores de radio con un gusto por los escándalos y comentadores televisivos caracterizaron a estos inmigrantes como inherentemente “criminales” y azuzaron el prejuicio en su contra. A su vez, esta intolerancia contribuyó al auge político de Trump.
He conocido a dueños de negocios y graduados de la Universidad de Harvard indocumentados. Durante cuatro años, han soportado un ataque tras otro por parte de Trump. Cuando el electorado estadounidense lo sacó del cargo, pudieron darse un respiro y celebrar un poco. Pero ¿qué les depara el futuro? La respuesta a esta pregunta podría determinar si la gran democracia fundada por rebeldes en el siglo XVIII podrá sobrevivir al siglo XXI.