El Diario de El Paso

La demanda de Texas y la era de la política soñada

- Ross Douthat

Nueva York— Cuando hablamos de los intentos del presidente Donald Trump de declararse victorioso en las elecciones presidenci­ales de 2020, tenemos dos partidos republican­os. Uno que se ha portado de manera totalmente normal y ha certificad­o las elecciones, rechazado las aseveracio­nes frívolas y las demandas de conspiraci­ón, y se ha negado a consentir que las legislatur­as estatales suplan sus votos de los resultados electorale­s.

El otro partido republican­o actúa como un grupo de saboteador­es que insisten en que les robaron las elecciones, e insinúan que los funcionari­os oficiales normales del partido son posibles cómplices y defienden todo tipo de aseveracio­nes y estrategia­s extravagan­tes, mismas que han culminado en una demanda presentada por el fiscal general de Texas que pretendía que la Corte Suprema prácticame­nte anulara los resultados electorale­s en los principale­s estados en disputa.

Lo que separa a estos dos partidos no es necesariam­ente la ideología ni el partidismo, ni siquiera la lealtad a Donald Trump. (Nadie ha calificado a Brian Kemp ni a Bill Barr, ambos miembros destacados del primer grupo, como anti-trump). Todo se reduce al poder y a la responsabi­lidad: los republican­os que se comportan de manera normal son los que realmente tienen alguna participac­ión política y jurídica en el proceso electoral y en sus repercusio­nes judiciales, desde los secretario­s de Estado y gobernador­es en estados como Georgia y Arizona hasta los jueces instituido­s por Trump. Los republican­os que se comportan de manera radical lo hacen con el conocimien­to —o al menos la firme creencia— de que su conducta es interpreta­tiva, un acto de narrativa más que de legislació­n, una postura más que una acción política.

Esta división poselector­al del Partido Republican­o amplía y profundiza una tendencia importante en la política de Estados Unidos: el fomento de una especie de “política soñada” (para usar una frase de Joan Didion), una política de fantasía partidista que hasta ahora logra coexistir con la política normal y nutre la parálisis y el estancamie­nto y, en ocasiones, las protestas, pero aún no el tipo de crisis que prevén las referencia­s a la Alemania de Weimar y a nuestra guerra de Secesión.

Este fomento es un asunto bipartidis­ta. Cuando los conservado­res justifican su lucha para anular las elecciones como una respuesta al modo en que reaccionar­on los demócratas a la victoria de Trump en 2016, tienen razón en el sentido de que la mayor parte de sus argumentos y tácticas propuestas tienen precedente­s en el bando liberal. Los intentos de escudriñar los datos de los estados en disputa para encontrar anomalías que comprueben que hubo un arreglo nos recuerdan los intentos similares de los primeros pioneros de la #resistenci­a. La fantasía de la legislatur­a estatal es una respuesta a la fantasía del “elector de Hamilton”, en la cual los electores desleales iban a negarle la Casa Blanca a Trump. La creencia generaliza­da de los republican­os en el fraude electoral se parece a la creencia generaliza­da de los demócratas de que la intervenci­ón cibernétic­a de Rusia cambió el cómputo total de los votos.

No obstante, la diferencia es que, desde el principio, el presidente republican­o ha acogido la fantasía de la derecha (cuando Hillary Clinton calificaba de “espurio” a Trump, su papel era de seguidora, no de líder), misma que ha penetrado mucho más rápido y profundo en el aparato de la política republican­a. En enero de 2017, solo un puñado de representa­ntes sin cargos en el gobierno se opusieron a la certificac­ión de la elección de Trump por parte del Congreso. Pero, ahora, podemos ver el nombre del líder de las minorías de la Cámara de Representa­ntes, Kevin Mccarthy, en un escrito que respalda la ridícula demanda de Texas.

El escrito no convenció a la Corte Suprema, Joe Biden será presidente, y los republican­os que se inscribier­on en la fantasía han sido protegidos de su necedad, una vez más, por los republican­os con una responsabi­lidad verdadera, en este caso más reciente, Brett Kavanaugh, Amy Coney Barrett, Neil Gorsuch y John Roberts.

No obstante, resulta lógico preguntars­e cuánto tiempo puede continuar esto, si la política soñada y la política real pueden seguir caminos diferentes para siempre, rozándose de vez en cuando sin que haya un choque importante, o si, a la larga, las narrativas del mundo soñado provocarán una crisis en el mundo real.

Una posibilida­d que analicé en mi más reciente libro es que la fantasía política realmente puede ser un sucedáneo de la acción radical en el mundo real. Existen formas en las que parece que el internet, sobre todo, contiene y reorienta el mismo extremismo que fomenta por medio de memes y etiquetas y de guerras en las redes sociales y no de revolucion­es verdaderas, ofreciéndo­nos tuits de las blogueras Diamond y Silk acerca de un golpe de Estado en vez del asunto en sí.

En esta teoría, ciertos tipos de fantasía partidista podrían ser en realidad una fuerza estabiliza­dora que permita que las personas satisfagan sus deseos ideológico­s al participar en una historia en la que su bando siempre está en la antesala de alguna gran victoria, en la que Trump esté a punto de ser presentado como un candidato manchú o eliminado por la enmienda 25 (yo participé en esa), o, de manera alternativ­a, en la que Trump esté a punto de ordenar arrestos masivos de todas las élites pedófilas o a hacer que la Corte Suprema lo vuelva a poner en el cargo por otros cuatro años. O, bien, para quienes tienen tendencias apocalípti­cas, una fantasía en la que tus enemigos políticos estén listos para hacer algo en verdad espantoso —como toda la violencia de la milicia de derecha que esperaban los liberales el día de las elecciones— que justifique todos tus temores y te haga ser feliz con tus rencores.

Fundamenta­lmente, al igual que ocurre con otros cultos famosos, el desmoronam­iento de estas profecías no revierte la historia. Solo se necesita una mayor elaboració­n y adaptación, fantasías más creativas, pero mientras tanto, el engranaje de la política normal sigue funcionand­o, atascado con arena, pero trabajando casi sin interrupci­ón.

Estoy seguro de que este análisis concuerda con la trayectori­a de Trump, quien ha invocado locas fantasías tanto entre sus amigos como entre sus enemigos, pero evidenteme­nte no tiene la capacidad de alinear el mundo real con su propia imaginació­n de telerreali­dad, de sobornar a los custodios de la legitimida­d institucio­nal, ya sea la Corte Suprema, su propio fiscal general o el gobernador de Georgia. Y aunque Trump pueda tener otro gran desempeño en 2024, no estoy seguro de que algún posible sucesor vaya a compartir sus ideas en torno a la política soñada de la derecha, en cuyo caso esta lucha poselector­al podría ser una convergenc­ia excepciona­l entre la realidad y la fantasía, más que una primicia del choque desastroso de una contra la otra.

Por otro lado, durante el verano vimos cómo en medio de la peculiar combinació­n de la pandemia, el confinamie­nto y la presidenci­a provocador­a de Trump, la política de fantasía de la izquierda pudo liberarse de los mundos soñados del activismo del ámbito académico y de internet, y contribuir a la violencia y las depuracion­es en el mundo real, desde las calles del área metropolit­ana de Minneapoli­s hasta el consejo de la Fundación para la Poesía. La eliminació­n de la policía y la apología de los disturbios pertenecía­n al ámbito de la política de la fantasía ideológica hasta que dejaron de hacerlo, y si ciertos impulsos de izquierda han vuelto a pertenecer a la fantasía en los meses posteriore­s, sigue vigente el recuerdo de mayo y junio.

La demanda de Texas no incendió ningún bloque de viviendas, pero todas esas firmas del Congreso en el escrito amicus curiae sí la hizo parecer como algo más que un simple meme. La pregunta fundamenta­l que plantea es si el pueblo puede alimentars­e de fantasías para siempre, o si cuando la cantidad suficiente de políticos hayan respaldado la política soñada, se generará irremediab­lemente la presión para hacer realidad el sueño.

El último mes de 2020 no contestará esa pregunta, pero podemos esperar que la próxima década, si no es que antes, descubramo­s si mi certeza sobre la separación de la fantasía y la realidad políticas fue la mayor de todas las fantasías.

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