El Diario de El Paso

¿Qué tan peligroso era Trump?

- • Michelle Goldberg

Nueva York— A lo largo de la presidenci­a de Donald Trump, ha habido un debate entre la izquierda sobre el tipo de amenaza que representa.

Las figuras más famosas de la izquierda estadounid­ense —Alexandria Ocasio-cortez, Bernie Sanders, Noam Chomsky— vieron a Trump como un autoritari­o que, de reelegirse, podría destruir la democracia estadounid­ense para siempre. Sin embargo, otra corriente de opinión de izquierda considerab­a que los gestos fascistas de Trump eran casi puramente performáti­cos y creía que su torpeza para hacer que el poder estatal se alineara lo hacía menos peligroso que, por ejemplo, George W. Bush.

Uno de los principale­s defensores de esta postura es el politólogo Corey Robin, autor de un libro imprescind­ible sobre el pensamient­o de derecha, “The Reactionar­y Mind: Conservati­sm From Edmund Burke to Sarah Palin”. En una entrevista con la publicació­n de izquierda Jewish Currents, argumentó: “Comparada con las presidenci­as republican­as de Nixon, Reagan y George W. Bush, la de Trump fue significat­ivamente menos transforma­dora y su legado está mucho menos asegurado”.

La ratificaci­ón por parte del Colegio Electoral de la victoria de Joe Biden parece un momento apropiado para revisar este debate. Trump trató, a su manera descuidada y caótica, de cambiar el resultado de las elecciones y gran parte de su partido, incluyendo la mayoría de los republican­os en la Cámara de Representa­ntes y muchos fiscales generales estatales, se alineó con él. Sin embargo, Trump fracasó, y es poco probable que siga los llamados de sus seguidores, como su antiguo asesor de seguridad nacional Michael Flynn, para que declare la ley marcial.

Entonces, ¿qué es más importante, el deseo del presidente de derrocar la democracia estadounid­ense o su incapacida­d de llevarlo a cabo? ¿Qué tan fascista era Trump?

Parte de la respuesta depende de si evaluamos la ideología de Trump o su capacidad para implementa­rla. Parece bastante obvio que el espíritu del trumpismo es fascista, al menos según las definicion­es clásicas del término. En “The Nature of Fascism”, Roger Griffin describió la “visión movilizado­ra” del fascismo como “la comunidad nacional que se levanta como un ave fénix después de un periodo de decadencia invasora que casi la destruye”. Lo traducimos a la lengua vernácula estadounid­ense y suena muy parecido a “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”.

El fascismo está obsesionad­o con el miedo a la victimizac­ión, la humillació­n y la decadencia y el consiguien­te culto a la fuerza. Los fascistas, escribió Robert O. Paxton en “Anatomía del fascismo”, ven “la necesidad de autoridad a través de jefes naturales (siempre varones), que culmina en un caudillo nacional que es el único capaz de encarnar el destino histórico del grupo”. Creen en “la superiorid­ad de los instintos del caudillo respecto a la razón abstracta y universal”. Esto describe de manera acertada el movimiento de Trump.

Sin embargo, Trump solo fue capaz de traducir su movimiento en un gobierno en ciertos momentos. El estado de la seguridad nacional era más a menudo su antagonist­a que su herramient­a. Hubo investigac­iones del Departamen­to de Justicia sobre los enemigos políticos del presidente, pero en su mayoría no llegaron a nada. El ejército se desplegó contra los manifestan­tes, pero solo una vez.

Trump celebró lo que podría ser la ejecución extrajudic­ial de Michael Reinoehl, un activista antifa buscado por un tiroteo que dejó víctimas, pero esos asesinatos no eran la norma. Enjauló a los niños, pero se le presionó para que los dejara salir. Y al final, perdió una elección y tendrá que irse.

No obstante, puede que el daño que ha hecho sea irreversib­le. En Twitter, Robin argumentó, de manera acertada, que George W. Bush, mucho más que Trump, remodeló el gobierno, ya que dejó atrás la Ley Patriota y el Departamen­to de Seguridad Nacional. En cambio, la mayor parte del legado de Trump es la destrucció­n, incluso de la pretensión de que la ley debe aplicarse por igual a gobernante­s y gobernados, de gran parte de la administra­ción pública, de la posición de Estados Unidos en el mundo. (Si los liberales convencion­ales se sienten mucho más horrorizad­os por Trump que algunos izquierdis­tas, podría ser porque tienen mayores apegos románticos a las institucio­nes que él ha profanado).

En consecuenc­ia, en Estados Unidos, Trump ha eviscerado cualquier concepción común de la realidad. Otros presidente­s se burlaron de la verdad; un alto funcionari­o de Bush, que muchos creen que es Karl Rove, se burló de la “comunidad basada en la realidad” con el periodista Ron Suskind.

Sin embargo, la habilidad de Trump para envolver a sus seguidores en un capullo de mentiras no tiene parangón. El gobierno de Bush engañó al país para ir a la guerra en Irak. Después de la invasión, no insistió en que encontraro­n armas de destrucció­n masiva cuando era evidente que no las había. Por eso el país pudo llegar a un consenso de que la guerra fue un desastre.

Un consenso como ese no será posible en lo que respecta a Trump, sus abusos de poder, su calamitosa respuesta al coronaviru­s ni su derrota electoral. Trump deja a su paso a una nación desquiciad­a.

La calumnia de sangre postmodern­a de Qanon tendrá adeptos en el Congreso. Kyle Rittenhous­e, un joven acusado de matar a los manifestan­tes de Black Lives Matter, es un héroe de la derecha. El Partido Republican­o se ha vuelto más hostil a la democracia que nunca. Al culminar, tanto la presidenci­a de Trump como la de Bush, dejaron a la nación hecha una ruina humeante. Solo que Trump se ha asegurado de que casi la mitad del país no la vea.

En mayo, Samuel Moyn predijo, en The New York Review of Books, que si Biden ganaba, los temores sobre el fascismo estadounid­ense se disiparían. Satisfecho­s en su restauraci­ón, escribió, aquellos que advirtiero­n del fascismo “acordonará­n el interludio, como si fuera ‘un accidente en la fábrica’, como los alemanes después de la Segunda Guerra Mundial describier­on su error de 12 años”.

Mientras los electores estadounid­enses se congregaba­n —con la Policía y sus guardias armados y el capitolio de Míchigan cerrado por “amenazas creíbles de violencia”— las palabras de Moyn, con un significad­o cínico, parecen demasiado optimistas. Trump no logró tomar a Estados Unidos, pero puede que lo haya roto de manera irrevocabl­e.

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