El Diario de El Paso

Pandemia en Texas

La tasa de letalidad a causa del virus alcanzó un máximo del cinco por ciento y sigue siendo elevada, lo que ha representa­do al menos 2 mil 168 funerales

- Edgar Sandoval / The New York Times

Causa serios estragos en el Valle del Río Grande

Edimburgo, Texas— Días después de preparar, servir y disfrutar su banquete de Acción de Gracias, Maribel Rodríguez trató de reunir la fuerza de voluntad para desempacar el árbol, las luces y los adornos de las Navidades pasadas.

En lugar de eso se puso a rezar un rosario sobre las tres urnas de madera que contienen las cenizas de su marido, su madre y una tía, quienes compartían el hogar con ella.

“Mi esposo era el que solía poner el árbol y se disfrazaba de Santa cada año”, contó Rodríguez en una zona rural de Edimburgo, Texas; su voz resonaba en la casa estilo hacienda que ahora está más vacía. “No puedo obligarme a hacerlo. Termino llorando antes de tocar los adornos”.

Su esposo, Domingo Dávila, de 65 años, dio positivo en la prueba de coronaviru­s en septiembre tras ser sometido a una amputación de pierna. A los pocos días, Rodríguez también contrajo el virus, junto con su madre, María Guadalupe Rodríguez, y su tía, Mirthala Ramírez.

Maribel Rodríguez se recuperó, pero los demás no. En total, ha perdido a siete familiares a causa del virus desde que la pandemia llegó al valle del río Grande, como se le conoce al río Bravo en Estados Unidos. “Este virus no me mató, pero sí me quitó la vida”, comentó.

Después de un verano devastador en la región fronteriza donde las reuniones familiares conocidas como pachangas aceleraron la propagació­n del virus, muchas familias han tenido dos, tres o más víctimas por hogar.

La tasa de letalidad a causa del virus alcanzó un máximo del cinco por ciento y sigue siendo elevada en El Valle (como la población mayoritari­amente latina llama al extenso valle que se extiende a lo largo de la frontera con México), lo que ha representa­do al menos 2168 funerales. En todo Estados Unidos, el virus ha matado a menos del dos por ciento de los contagiado­s confirmado­s.

Los funcionari­os de salud culpan del contagio generaliza­do dentro de los grupos familiares a la combinació­n de pobreza, falta de acceso a la atención médica y una cultura muy unida.

“Nuestra realidad es que nuestra gente es la más enferma y no podemos mantenerno­s alejados unos de otros”, señaló Iván Meléndez, la autoridad sanitaria del condado de Hidalgo, Texas. “Si se hace la comparació­n con el resto del país, la pandemia ha sido mucho más intensa aquí”.

Hay razones por las que el virus ha sido especialme­nte mortal en las comunidade­s de este lugar: es común que vivan bajo el mismo techo familias multigener­acionales, lo que hace casi imposible el distanciam­iento social, y los familiares de mayor edad suelen padecer enfermedad­es crónicas preexisten­tes como obesidad y diabetes.

“Desde el principio empezamos a ver que se ingresaba al hospital a mucha gente junto con sus hermanas, tíos y abuelas”, dijo Meléndez.

La situación empeoró en el verano, cuando hubo hasta 60 muertes al día, pero los funcionari­os de salud han visto un repunte preocupant­e después de Halloween y Acción de Gracias. Ahora esperan otro incremento después de las celebracio­nes de Navidad y Año Nuevo. Alrededor de 2500 personas están luchando activament­e contra el coronaviru­s, según datos del condado.

Las estadístic­as se volvieron personales para Rodríguez. A la espera de un día festivo que siempre ha sido un momento de celebració­n en su familia, la altera el fuerte eco de sus zapatos contra el piso de porcelana en lugar de los sonidos acostumbra­dos de risas y alegría.

Con la muerte de sus tres compañeros de casa, Rodríguez, de 53 años, ha decidido poner a la venta la espaciosa casa de dos pisos. Mencionó que renunció a su trabajo como enfermera de un hospital de cuidados paliativos porque la enfermedad había desgastado su cuerpo. Ha estado viviendo de dádivas y de la venta de tamales.

En la primavera volvió a casa después de un largo turno laboral y encontró a su esposo, Dávila, que había sufrido durante mucho tiempo de una úlcera pulmonar y otras enfermedad­es, quejándose de una picadura de araña en la pierna derecha. En los meses siguientes la picadura infectó el hueso, pero él no quiso ir al hospital por temor a contraer el virus, relató Rodríguez.

Ella trató de respetar sus deseos, pero a finales de agosto su pierna se había deteriorad­o y los médicos le dijeron que debían amputarla. Dávila dio negativo en el virus antes y después de la cirugía, dijo Rodríguez, pero desarrolló síntomas después de llegar a un centro de rehabilita­ción.

“Tenía frío y me dijo que tenía fiebre”, explicó. Le trajo un suéter para mantenerlo caliente. Dávila se enfermó tanto que los médicos le dijeron que podía llevárselo a casa. “Me dijeron que no había nada más que pudieran hacer”, comentó. Falleció el 15 de septiembre.

Fue una muerte cruel para un hombre que alguna vez fue conocido como el bailarín más popular del club local donde se conocieron. En su primera cita, narró Rodriguez, fueron tantas las mujeres que lo invitaron a bailar que casi lo deja. Después de ese día, solo bailó con ella. Numerosas fotos de la feliz pareja, él con un sombrero de vaquero y ella con un vestido brillante, siguen decorando la casa.

Días después de la muerte de su esposo, Rodríguez desarrolló una tos que no se aliviaba. Se sentía como si una mano helada estuviera apretando sus órganos. Cuando se desplomó en la cama, su madre arrastró su andadera hasta su habitación para ver cómo estaba. “¿Estás bien, mija?”, le preguntó.

No pasó mucho tiempo para que su madre, de 80 años, y su tía, de 77, contrajera­n el virus. Fueron llevadas con pocos días de diferencia al hospital DHR Health en Edimburgo, respirando con dificultad. Las hermanas, que habían pasado casi todas las horas de todos los días juntas, fueron intubadas en la misma unidad de cuidados intensivos, comentó Rodríguez. Su madre murió la noche del 12 de octubre. Su tía la siguió menos de 24 horas después.

Apenas acababa de incinerarl­os a los tres cuando sonó el teléfono. El virus había matado a otros cuatro familiares en la zona. “¿Cómo puede este virus, algo tan pequeño que ni siquiera puedes ver, quitarte tanto?”, se preguntó.

Las familias de todo el valle han pasado por lo mismo desde el verano.

El virus llegó a la casa de los García en San Juan, unos 16 kilómetros al sur de Edimburgo, durante el pico del brote de la región. Priscilla García, de 39 años, no puede explicar cómo se contagiaro­n su padre, Rolando García, y su madre, Yolanda García, dos novios desde el bachillera­to que habían estado casados durante casi 50 años y rara vez salían de casa.

“Entraron al hospital el mismo día y nunca volvieron”, afirmó Priscilla García. La pareja, ambos de 70 años, murió con pocos días de diferencia uno del otro a principios de julio. García, quien logró superar la enfermedad, dijo que una tía murió a principios de agosto después de una larga lucha contra el virus.

“Sucedió muy rápido”, dijo García, quien es enfermera. “Nunca imaginas que vas a perder a tus dos padres al mismo tiempo”.

Aseguró que usaba un protector facial cuando visitaba a sus padres. Aun así, el virus se las arregló para contagiarl­a a ella y luego su marido y su hija de 2 años, quienes presentaro­n síntomas leves.

Un día reciente, García visitó la casa de sus padres, decorada con viejas fotos familiares y flores de plástico. Sonrió mientras acariciaba las dos figuras de tortolitos frente a las urnas de madera que contenían las cenizas de sus padres. Contó que cada vez que su madre se enfadaba con su padre le daba la vuelta a la hembra, para que le diera la espalda al macho. “Así es como mi padre sabía que debía mantenerse alejado”. Ahora, estaban de nuevo en la dirección correcta.

“Sucedió muy rápido, nunca imaginas que vas a perder a tus dos padres al mismo tiempo”

Priscilla García, hija de fallecidos

Hay razones por las que el virus ha sido especialme­nte mortal en las comunidade­s de este lugar: es común que vivan bajo el mismo techo familias multigener­acionales

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Maribel rodriguez con una foto de ella y su esposo, domingo davila, que murió causa del covid en septiembre

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