El Diario de El Paso

Promesa al Año Nuevo: no volveré a malgastar mi tiempo

- David Jiménez

Madrid— Si tus propósitos para el año que acaba incluyeron viajar más, pasar más tiempo con los amigos o menos frente a una pantalla, bienvenido al club de los que fracasamos.

La pandemia convirtió a 2020 en el año que pudo ser y no fue. Quienes esquivamos el virus, y además tuvimos la fortuna de que no golpeara a seres queridos, navegamos lo mejor posible entre confinamie­ntos, proyectos truncados, ausencias prolongada­s y promesas incumplida­s, incluidas las que nos hicimos a nosotros mismos. Esta vez, al menos, nadie podrá decir que no tuvimos una buena excusa.

Ahora que toca renovar las resolucion­es de Año Nuevo, la tentación es situar en lo alto de la lista la recuperaci­ón del tiempo que nos robó el virus. La mala noticia es que no hay nadie al otro lado de ese mostrador de reclamacio­nes. No podemos exigirle cuentas al pasado, pero sí renovar nuestro pacto con el futuro. Mi resolución para 2021, y años sucesivos, será no malgastar el tiempo.

La pandemia nos ha devuelto el valor de cosas que dábamos por hecho y que, por algún gen defectuoso de nuestra especie, solo apreciamos cuando perdemos. Un abrazo, una conversaci­ón con amigos, un viaje o un rato con padres o abuelos nunca significar­on tanto. Es el momento de replantear­nos a qué dedicamos nuestro tiempo. Y con quién. Un primer paso debería llevarnos a cuestionar, como sociedad, nuestra relación con el trabajo.

Los españoles estamos entre los europeos que más horas pasan en la oficina y menos producen, la combinació­n perfecta para la insatisfac­ción. Las contradicc­iones de nuestro modo de vida se muestran en toda su irracional­idad en España, donde llevamos décadas repitiéndo­nos que como en nuestro país “no se vive en ningún sitio”, a la vez que dejábamos que nuestra calidad de vida se deteriorar­a sin freno.

La pandemia, con el despegue del teletrabaj­o, presenta una oportunida­d para transforma­r el modelo y darle la vuelta a la vieja dicotomía: vivir para el trabajo o trabajar para vivir mejor.

Cuando la crisis golpeó, ocho de cada diez españoles estaban descontent­os con lo que hacían. Una cultura desfasada seguía premiando el presencial­ismo, cuántas horas pasa uno calentando la silla, por encima de los resultados, con un efecto demoledor en la conciliaci­ón familiar, las relaciones personales y el aprecio por la empresa. Diferentes gobiernos han planteado desde jornadas que terminan a las seis de la tarde a semanas laborales de cuatro días, pero todo se ha estrellado una y otra vez con las inercias inquebrant­ables.

La pandemia, dentro de la tragedia, podría ser la oportunida­d que estábamos buscando. Desde su irrupción, cada vez son más quienes concluyen que pasarse diez horas al día en la oficina para pagar un alquiler desorbitad­o, en una gran ciudad que no tienes tiempo de disfrutar, es un sinsentido. Los migrantes urbanos que se están marchando al campo aseguran que su nueva vida es menos estresante y más saludable, aunque la adaptación no siempre es fácil. La duda es si la tendencia ha llegado para quedarse.

El empresario de una multinacio­nal española contó en una reunión, a la que asistí en julio, que uno de los cambios generacion­ales que detectaba entre sus empleados consistía en que los jóvenes estaban dispuestos a renunciar oportunida­des profesiona­les a cambio de más tiempo para ellos. Lo escuché con espíritu crítico, ¿qué fue de la ambición como motor de la realizació­n personal?, pero mientras regresaba a casa me pregunté si la equivocada no era mi generación, a menudo dispuesta a sacrificar su vida personal por un concepto de éxito homogéneo e impuesto con calzador. Estos diez meses de confinamie­ntos han confirmado lo equivocado­s que estábamos en nuestras prioridade­s.

Ir contracorr­iente de lo que se espera de nosotros es tan inusual que Rubin Ritter, consejero delegado de la plataforma alemana de comercio electrónic­o Zalando, ocupó los titulares cuando días atrás anunció su renuncia para dedicar “más tiempo con la familia”. Por supuesto no todos pueden permitirse el lujo de dejar su trabajo. Pero entre el órdago vital del emprendedo­r alemán y entregarno­s sin límite al trabajo debería haber un término medio.

Adueñarnos de nuestro tiempo obligará también a replantear­nos qué hacemos en nuestra vida personal. Un buen amigo que ha superado los 80 años solía quejarse, antes de la llegada de la Covid-19, de que sus hijos solo atendían a sus celulares cuando lo visitaban. ¿Aprenderem­os la lección o, cuando pase todo, volveremos a dejar que naderías y distraccio­nes nos alejen de lo realmente importante?

La dificultad principal para recuperar el control de nuestro tiempo estriba en que antes debemos aprender a decir no, algo que va en contra de nuestro deseo de agradar a los demás. No a esa reunión social que aceptas para quedar bien, aunque te apetezca menos que la consulta del dentista; no a rodearte de personas tóxicas que no te aportan nada y consumen tu energía; no a ese jefe que te manda un correo electrónic­o fuera de horario y que, además, pretende que te tomes algo con él al salir de la oficina.

Mi experienci­a es que el no mejora con la práctica. Una vez suficiente­mente entrenado, termina convirtién­dose en un saludable proceso de selección: relaciones irrelevant­es se desvanecen y queda más tiempo para las realmente importante­s. Pero las indicacion­es del uso del no requieren de una advertenci­a, para evitar caer en el egoísmo crónico: siempre habrá causas, personas o proyectos que, sin aportarnos nada concreto, merezcan nuestro tiempo.

La guía de los expertos para cumplir las resolucion­es de Año Nuevo estipula que deben ser específica­s, medibles, alcanzable­s, relevantes y estar sujetas a plazos. ¿Puede haber algo más medible que el tiempo? ¿O más específico que decirse a uno mismo que no, esta tarde no pienso levantarme del sofá? Como dice uno de los personajes de la autora Marthe Troly-curtin: “El tiempo que disfrutas perdiendo no es tiempo perdido”. Detrás de la cita se esconde la regla más importante detrás del propósito de no malgastar el tiempo: hacerlo a nuestro antojo y con quien queramos, preferente­mente lejos de la oficina. Y, a veces, solos.

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